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16 junio 2023

Marcel Duchamp y la literatura

Hay perspectivas sobre algunas realidades que se ciñen a la evidencia más superficial, por lo que el enfoque de la personalidad y la obra del franco-canadiense Marcel Duchamp (1887-1968) que presentamos a continuación quebranta los esquemas tópicos, que lo muestran solo como artista polémico, “rompedor” entre los vanguardistas, para relacionarlo con la literatura y el pensamiento de su tiempo (o, más exactamente, con las referencias literarias –y no solo esas– que influyeron en él), lo cual nos permite una aproximación diferente e interesante a este hombre, más polifacético de lo que puedan pensar quienes no se han acercado suficientemente a su biografía, ni a la esencia de su arte conceptual, ni han ido mucho más allá de su célebre, cuestionada, provocativa y transgresora Fuente (la más famosa de sus ready-mades), de su Rueda de bicicleta o del bigote que le pintó a la Monna Lisa (ya que Duchamp fue, según Alain Badiou*, “un auténtico parteaguas, único en la historia del arte, entre modernidad y posmodernidad, entre arte moderno y el supuesto ‘arte contemporáneo’”). Poca gente se ha parado a considerar, además, su obra como filósofo, novelista, dramaturgo, ajedrecista… y matemático.

                                                                                                                                          Albert Lázaro-Tinaut                                                                                                                                    

* Alain Badiou: Algunas observaciones a propósito de Marcel Duchamp. Traducción de Pablo Posada Varela. Editorial Brumaria, Madrid, 2019.

Duchamp, por Man Ray.

Marcel Duchamp, un artista bajo el signo de la bisagra

Por Beatriz García Guirado

A Duchamp a veces se lo define como un “artista literario”, no porque hubiera leído muchos libros, sino porque gran parte de las ideas de las que partían sus obras eran como poemas sinestésicos, en donde los juegos fonéticos, las aliteraciones, los calambures y demás figuras retóricas se asociaban de formas imposibles para generar no un único significado sino infinitos, no solo a partir de la superposición de imágenes y objetos, también en sus títulos e incluso en las cajas de instrucciones que acompañan (o resignifican) sus obras. Como Arthur Rimbaud escribió en Las cartas del vidente (1871), lo que Duchamp buscaba era algo parecido a “alcanzar lo desconocido por el desarreglo de los sentidos”, o lo que es lo mismo, librar al artista de la petulancia de creerse el creador último de nada para ser el médium en un ménage à trois con la obra y el espectador. Algo que también aprendió de Mallarmé, para quien el lenguaje era “la cosa” y su contrario, y tal vez del propio Baudelaire, que veía el mundo como un texto en movimiento escrito en un idioma secreto en donde cada página era la traducción y la metamorfosis de otra, y así sucesivamente.

Básicamente, la chispa de toda la literatura posmoderna y una inagotable fuente de interpretaciones para la crítica y la academia, que sigue tejiendo hilos narrativos en torno a sus obras, algunos de ellos perversos, fascinantes y ¡noir! Ahora todos somos detectives escrutando la escena de un “crimen bisagra” que una vez (creemos haber) resuelto nos convierte a su vez en cómplices de su perpetración. Como antecedentes literarios (y a tenor de los tiempos, quizás incluso “penales”), la lectura de Duchamp de Jules LaforgueAlfred Jarry (muso ubuesco de algunos de los más notables vanguardistas, incluyendo a Picasso) y Raymond Roussel.

Pero mejor analicemos los hechos:

Desnudo bajando una escalera N. 2

En el año 1912, el rechazo de su obra Desnudo bajando una escalera N. 2 en el Salon des Indépendants de París por parte del círculo cubista, a quienes le parecía una broma de mal gusto que ¡un desnudo bajase una escalera! –un desnudo se agacha, un desnudo… en fin–, sume a Marcel en una crisis vital que lo llevaría a apartarse de cualquier rebaño por muy vanguardista que fuera, renunciar a vivir del arte y refugiarse durante dos años en la Biblioteca de Santa Genoveva, formándose y trabajando como bibliotecario “en prácticas”. Los detectives académicos suelen decir que la época comprendida entre 1913 y 1914 fueron los grandes años de lecturas de Duchamp, que aprovechó los tiempos muertos para leer filosofía y montones de libros sobre perspectiva, especialmente renacentista.

Los primeros esbozos para su Desnudo los había realizado inspirados en poemas de Jules Laforgue, especialmente “Encore à cet astre”, donde se dedica a burlarse del sol como representante, dirá Pedro Alberto Cruz Sánchez en su libro Duchamp y la literatura,(1) del desgastado “antiguo régimen” intelectual, que es la casa del Padre, de la luz, el positivismo científico y lo masculino, por contraposición a la luna –“la sombra y lo femenino”–. Todo muy oriental y jungiano… ¿no es cierto? De hecho, esta dicotomía entre lo masculino y lo femenino (solar y lunar) fue la base de esa nueva arquitectura visual que daría lugar a su revolucionario Gran Vidrio (La novia desnudada por los solteros, 1922-43), que el escritor Octavio Paz definió en Water writes always in plural como un enigma a descifrar, donde el acto de mirar se convierte en un rito de iniciación que nos enlaza con algo muy antiguo, la conexión entre las vírgenes (la novia) y la máquina (el acertijo).

Pero, además, Duchamp tomó del simbolista Laforgue, muy denostado en su época por experimentar con el verso libre y abordar con un humor muy ácido lo que para el ciudadano “de bien” eran pilares (el matrimonio, la familia, el amor romántico…), una ironía que acabaría superando. Al tiempo que se inspiró en los títulos de sus composiciones, que le hacían mucha gracia a Marcel, y el modo en que Laforgue satirizaba a los personajes literarios y de la antigüedad en sus Moralidades legendarias (1887), donde convierte por ejemplo, al príncipe Hamlet de Shakespeare en un total gilipollas. Y si eso era posible, ¿por qué no atreverse a ponerle bigote y perilla a la Monna Lisa? Su herencia está presente en obras como L.H.O.O.Q (1919), acrónimo que desglosado viene a decir: “Elle a chaud au cul” (‘Ella tiene el culo caliente’).

Curiosamente, Laforgue era de origen uruguayo, igual que el conde de Lautréamont, autor de Los cantos de Maldoror (1869) y considerado el gran profeta de los surrealistas, junto al marqués de Sade. Si bien Duchamp iría siempre por libre, algo que aprendió de leer a Max Stirner, padre del egoísmo filosófico, parte de esa obsesión con los crímenes sangrientos que ponían a prueba el doble rasero de una sociedad en donde había violencias más legítimas que otras –las muertes durante la Primera Guerra Mundial versus los asesinatos callejeros recogidos en las noticias de sucesos o faits-divers–, sí que debió influirle. No solo en el uso recurrente de maniquíes (“mujeres desmontables”), como la muñeca con delantal y un grifo adherido al muslo con la que decoró en 1945 el escaparate de Gotham Book Mart de Nueva York con motivo de la publicación de Arcane 17, de André Breton, sino también (o sobre todo), en su obra definitiva: Étant donnés (1946-66).

El escaparate de Gotham Book Mart con la muñeca de Duchamp.

Investigadores como el profesor Jean-Michel Rabaté han creído ver en la mujer desnuda de vagina deforme que sostiene una lámpara de gas en la mano tras la puerta voyeur de E. D. un guiño a uno de los crímenes no resueltos más famosos de la historia de Estados Unidos: el asesinato en 1947 de Elizabeth Short, apodada La Dalia Negra. Rabaté sostiene que Duchamp pudo haberse inspirado en las fotografías que aparecieron en la prensa sensacionalista de la época, donde el cadáver de Short yacía diseccionado y torturado en un terreno baldío de Los Ángeles, aunque su cuerpo fue convenientemente cubierto con una manta aerografiada para no escandalizar más de lo preciso. También apunta, citando a Steve Hodel(2), autor de una serie de true crimes con los que Freud se lo pasaría teta, que incluso pudo tener acceso a imágenes no censuradas del asesinato e información sobre el mismo que solo conocían unos pocos. Por supuesto, también aborda otras hipótesis… Lo increíble del caso aquí es cómo la vida (y la muerte) se pliegan sobre el arte y el arte vuelve a plegarse sobre la vida. Y, de hecho, cuando tras la muerte de Duchamp la enorme instalación en la que trabajó más de veinte años en completo secreto fue trasladada al Museo de Arte de Filadelfia, algunos de los espectadores-testigos que miraron a través del pequeño agujero en la puerta aseguraron que parecía un cadáver como los que se encuentran en las salas de disección. ¿Era la mujer de Étant donnés la misma novia desnuda (al fin) por los solteros de El Gran Vidrio celebrando el mejor orgasmo de su vida? ¿O una mujer violada y torturada? O todo. ¿Puede una obra convertirse en un catalizador de ficciones que se autorrealizan en la medida en que se escribe sobre ellas?

Étant donnés.

Mallarmé también reflexionó en su libro Divagaciones (1897) sobre los faits-divers (incendios, secuestros, asesinatos…) inventando el género del poema crítico. La sección dedicada a los mismos abría con la siguiente frase: “Nadie, finalmente, escapa del periodismo”.

Ni siquiera el ubuesco padre de la patafísica, Alfred Jarry, quien se había convertido en otra clase de profeta para la vanguardia, un chamán del absurdo, de la ciencia de las soluciones imaginarias y de las leyes que rigen las excepciones, pudo escapar de “cierto” periodismo. Aunque a menudo suele citarse Le Surmâle (‘El supermacho’, 1902) y Gestas y opiniones del doctor Faustroll, patafísico (1911) como las grandes influencias de Duchamp en lo relativo a su humorismo científico y sus juegos de palabras, la extrema libertad del universo duchampiano nos permite, en tanto que detectives, otras asociaciones menos evidentes. Como la que vincula arte, crimen y la llamada “cuarta dimensión” que tanto fascinó a Duchamp: en donde un mundo de tres dimensiones sería la proyección de una realidad cuatridimensional. Es decir, un mundo aparente, un simulacro.

En un artículo titulado “La Chandelle verte and the fait divers” publicado en la revista L’esprit créateur, David F. Bell aborda un aspecto poco conocido de la obra de Jarry como cronista de la vida y la cultura parisina, incluyendo de forma aleatoria sus manifestaciones más extremas (operaciones quirúrgicas, lucha libre, fetichismo ortopédico…), consideradas todas ellas como gestes (gestos o gestas) del espíritu humano. Lo que le llevó a meditar sobre la naturaleza paradójica del concepto de “fait-divers”, noticias que se parecen la una a la otra y que aportan una falsa sensación de comunidad en el lector (este podría ser yo) que lo aíslan aún más. A fin de cuentas, concluye Jarry, ¿no es la noticia una novela, o al menos un relato corto, salido de la brillante imaginación de un reportero? O lo que es lo mismo, una realidad construida.

Las “máquinas eróticas” de Duchamp no hacen más que evidenciar y democratizar el proceso de construcción de la realidad haciendo que nos miremos en un prisma especular: el autor, el personaje, el medio, el receptor e incluso la víctima cuyo cadáver atiborrado de narrativa debe aparecer para que la historia proyecte una ilusión de avance (avenç en catalán, parónima de abans, ‘antes’ –que es lo más que puedo aportar como turista de la obra de Raymond Roussel).

Ahora que las IA pueden hacer todo lo que nosotros hacíamos más o menos de forma maquinal, incluso escribir como Raymond Carver, escribir para el “mercado”, remendar ficciones que funcionen, que sean más de lo mismo con una ligera variación, lo duchampiano, entendido como errático, “inútil” desde la óptica de los resultados, una deriva constante, es lo único que va a hacer que sigamos siendo máquinas diferentes a las máquinas. Quizás la gran aportación de Duchamp al mundo de la literatura y la creación sea recordarnos que mirar es mirarnos y que absolutamente todo hace bisagra con todo. Esa es la “cosa”, que diría David Lynch.

Epitafio en la tumba de Duchamp:
"Además, siempre son los otros quienes mueren".

(1) Pedro Alberto Cruz Sánchez: Duchamp y la literatura. Editorial Micromegas, Murcia, 2018.
(2) El escritor e investigador policial, Steve Hodel es hijo del médico George Hodel, sospechoso de la muerte de Elizabeth Short. Se dio a conocer y alcanzó notoriedad con su primer libro, Black Dahlia Avenger: A Genius for Murder, publicado en 2003 y ampliado en sucesivas ediciones.


Foto © Diana Rangel.

Beatriz García Guirado, nacida en Barcelona, es escritora, periodista y guionista. Ha publicado las novelas El silencio de las sirenas (Editorial Salto de Página, Madrid, 2016), La Tierra Hueca (Aristas Martínez Ediciones, Madrid, 2019) y Los pies fríos (Editorial Sloper, Palma de Mallorca, 2022), y coescrito junto a Andreu Navarra el ensayo especulativo Ballard Reloaded (H&O Editores, Barcelona, 2023). También ha participado en el ensayo colectivo Oculto David Lynch (Dilatando Mentes Editorial, Ondara, 2022) y en la antología de relatos El gran libro de Satán (Blackie Books Editorial, Barcelona, 2022).




El transeúnte agradece a Beatriz García su amable autorización para reproducir este artículo, que se publicó originalmente en Zenda el 30 de mayo de 2023.

13 diciembre 2011

La voz a otros debida: La Navidad provenzal de Mathieu Belezi

Noche estrellada en Saint-Rémy-de-Provence, pintura de Vincent Van Gogh (1889). 
(© Museum of Modern Art, Nueva York)

Mathieu Belezi (hay dudas sobre si es su propio nombre o un seudónimo) no es un escritor muy conocido. Es más bien un escritor tardío. Sus datos biográficos son escasos: nació en la ciudad francesa de Limoges en 1953, estudió geografía, dio clases en los Estados Unidos y residió en México, la India, el Nepal, las islas griegas y el sur de Italia. Ahora vive en las proximidades de Roma. 

En 1998 publicó su primera novela, Le petit roi (‘El perqueño rey’), y desde entonces ha dado a conocer otros siete libros de narrativa, entre los que destaca la novela C’était notre terre (‘Era nuestra tierra’, 2010), ambientada en la Argelia de la década de 1950, colonizada por Francia. Son sus dos obras más divulgadas, que ahora vuelven a las librerías en formato de bolsillo. 

Mathieu Belezi. 
(Fuente: Éditions Flammarion)

Le petit roi es una novela breve en la que se combinan hábilmente la crueldad como reacción a una infancia rota, y la prosa poética. Es el relato de un año de Mathieu, de doce años, traumatizado por las continuas peleas de sus padres, a quienes desearía saber muertos. Un año alejado de su madre, quien lo ha dejado al cuidado del abuelo, que vive en una granja, en un remoto y desolado rincón de la Alta Provenza, donde él construirá su pequeño reino. Allí conocerá la soledad –sólo paliada por la estrecha, cálida y cómplice relación que le une al viejo granjero–, el silencio, y vengará su calvario familiar mediante la crueldad, ejercida tanto con los animales como, vejándolos, con algunos de sus compañeros de escuela, escenas que el autor describe con desgarradora dureza. Vivirá al mismo tiempo el titubeante despertar de su sexualidad, aunque ésta será a veces objeto de sus instintos más perversos. 

Belezi intercala en su relato, escrito en primera persona, los recuerdos vívidos del niño con respecto a la difícil convivencia de sus padres, momentos que se reproducen repentinamente en su memoria como hachazos y aparecen en la novela como flashes. En el fragmento reproducido a continuación se manifiesta uno de esos momentos que, para diferenciarlo del contexto, es presentado en letra cursiva (no es así en el original). Se trata de un fragmento de la primera parte del libro, cuando todavía no se ha producido en el muchacho esa transformación que lo convertirá casi en un pequeño monstruo. En la traducción se ha procurado, sobre todo, mantener el lenguaje poético de la versión original. 


El paisaje agreste de la Alta Provenza. 
(Fuente: id2sorties.com)


El día de la Nochebuena el cartero trae una carta dirigida a mí. En el sobre, encima de mi nombre escrito con tinta azul, hay tres sellos de la India. 

Estoy solo en la cocina, el abuelo ha ido a dar de comer a las gallinas. Podría introducir la punta de un cuchillo bajo la pestaña del sobre, abrirlo y extraer de él una de esas postales imposibles que me envía mi madre cada vez que está de viaje. Prefiero echarla al fuego. 

Por el efecto del calor, el sobre se yergue un momento, permanece en equilibrio sobre las brasas y luego se arquea, hasta que de repente el fuego prende en él y lanza un fogonazo endiablado que dispersa las sombras. 

Me niego a contemplar la inevitable hilera de palmeras tras la que mi madre me abraza y me asegura que no hace más que pensar en mí. No quiero saber con qué palabras me desea una feliz Navidad. 

Anochece. Avanzamos por un sendero que serpentea por el carrascal hasta el campanario iluminado de una iglesia. Por encima de la cabeza del abuelo el cielo dispone las estrellas para que puedan escabullirse entre ellas los ángeles del advenimiento. 

Entramos en el pueblo y subimos por unas callejas hasta la plaza de la iglesia, rodeada de cipreses. Hay allí mucha gente que canta, en el templo y fuera de él. 

–Anda, ábrete paso. Lo bonito está dentro. 

–¿Y tú, abuelo? 

–Yo me quedaré aquí. 

Me abro paso a codazos, avanzo hacia los oropeles del altar, adornado con lirios y gladiolos. María y José, juntadas las manos, inclinan sus cabezas a la vez sobre un pesebre. Un asno, un buey y dos ovejas rumian a su lado. Todo el mundo, el cura con su casulla recamada, el monaguillo y los niños del coro, y la asamblea dócil de los fieles, reciben el baño de la luz divina que fluye: rezan, cantan y elevan sus alabanzas al cielo. 

Pero el niño Jesús se hace esperar. La hora de su llegada todavía no ha sonado. Aún hay que rezar mucho, cantar y proseguir con las alabanzas, y eso fatiga. 

Veo que los más viejos se han sentado, que ya no pueden con su alma. Se agarran a los respaldos de las sillas, jadean, se tragan sus secreciones de asmáticos, mientras los niños de pecho berrean en brazos de sus madres. 

¡Sé muy bien dónde estabas, cabrón! 
yo abandonaba mi tren eléctrico, abría la puerta de mi habitación; los golpes rítmicos en mi pecho, las lágrimas que asomaban a mis ojos, eran de miedo, de miedo que se pegaran otra vez; bajaba la escalera 
¡Yo hago lo que me da la gana! 
Pues no podrás seguir haciéndolo mucho más tiempo, te lo aseguro 
corría hasta el salón, donde los encontraba de pie, frente a frente, ¡y cómo!, rojos de ira y con el pelo revuelto, mirándose con los ojos rebosantes de odio y los labios apretados, y me interponía entre ellos 
No, papá, no 
¡No, papá! 
los separaba a gritos para apagar sus voces. 

Y he aquí que el niño Jesús ya está en el pesebre. ¿Quién lo ha puesto? No me he dado cuenta, tenía la cabeza en otro sitio. Es un niño de verdad, envuelto en lienzo blanco con bordados. Parece fruncir el ceño y no entender por qué lo alaban, allí y en aquel momento. Los caramillos y los tamboriles dan alas a la luz, que voltea, se agita y hace piruetas, serpentea por las bóvedas antes de difuminarse entre las sombras del ábside, donde ya no puede avivar las emociones. 

Se ha acabado. La gente sonríe y se besa en las mejillas, canta por última vez que Jesús ha nacido. Salgo de la iglesia cuando las campanas empiezan a sonar en un revuelo frenético, difundiendo por los alrededores la miel divina, y más allá de las colinas y los llanos otros campanarios les hacen eco; esa miel derramada en exceso hace que el corazón se me encoja, a mí, que no tengo a nadie más que a mi abuelo. 

Regresamos por el mismo camino, perseguidos por los repiques penosos de los campanarios. Le doy la mano. 

–¿Te ha gustado? 

–Sí, abuelo. Y tú, mientras tanto, ¿qué has hecho? 

–He fumado. 

Sobre el altiplano desierto el viento, que no encuentra otros obstáculos, se ensaña con nosotros y parece querer cerrarnos el camino; empecinados, nos esforzamos para seguir adelante. Se me corta la respiración. 

Con la cabeza envuelta en la bufanda, me siento pequeño y ridículo mientras jadeo. No tengo más protección que mi abuelo, su amplia espalda tras la que me refugio abrazándome a su cintura con toda la longitud de mis brazos y acompasando mis pasos a los suyos. 

Traducción del francés de Albert Lázaro-Tinaut 


El texto original, en francés, pertenece a la novela Le petit roi, de Mathieu Belezi. Éditions Phébus, París, 1998. 

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11 septiembre 2011

La doble (y sin embargo única) personalidad poética de Anne Fatosme


El título con el que el transeúnte presenta a Anne Fatosme y su poesía resulta contradictorio a primera vista, sobre todo si no se explica. La duplicidad se debe al hecho de que escribe paralelamente en dos lenguas: su francés materno y, sobre todo, el español, cuyos entresijos conoce a la perfección y que ha adoptado como medio de expresión literario. “Lo que me parece más relevante e interesante de mi recorrido vital es que escriba en español, lengua en la que me desenvuelvo más a gusto que en mi lengua natal –afirma ella misma–. Pero el idioma no es más que una herramienta: lo que importa es lo que uno lleva dentro”. 

Nacida en Saint Lô, Normandía, en 1952, Anne Fatosme suele pasar los veranos en una preciosa localidad de su región natal, Fermanville, muy cerca de Cherburgo, esa ciudad que tan famosa se hizo en la década de 1960 –aunque ya resulte un tópico– por aquel bello filme musical de Jacques Demy titulado, precisamente, Los paraguas de Cherburgo, protagonizado por una entonces jovencísima y ya espléndida Catherine Deneuve. 

El pequeño puerto de Cap Lévi, en Fermanville.
(Fuente: Maurtimer, http://maurtimer.wordpress.com/2010/02/14/fermanville/)

Desde allí Anne se asoma a las aguas del canal de la Mancha. “El mar es un elemento vital sin el cual sería un puzle sin completar”, ha escrito en algún sitio. Ese mar que ha inspirado a tantísimos poetas y al que tan bien cantó Charles Trenet: La mer / qu'on voit danser le long des golfes clairs / a des reflets d'argent. / La mer / des reflets changeants / sous la pluie... (abrid un breve paréntesis y escuchadlo aquí).

Anne Fatosme, adolescente, 
disfrutando del mar en 
su Normandía natal. 

Sin embargo, Anne vive en Madrid desde hace cuarenta años: llegó para asistir a un curso de literatura española en la Complutense, paso previo para inscribirse en la escuela de idiomas de Ginebra, que era su pretensión; pero el amor pudo más que el futuro que se había trazado, y a los 19 años se casó con un español, tuvo cuatro hijos, se dedicó al cuidado de su familia y, al mismo tiempo, a su trabajo profesional como decoradora: el arte es otra de sus pasiones. 

Madrid no se asoma al mar, como su tierra natal, a la que se siente muy vinculada; Madrid se asoma a otro azul, el del cielo de la meseta castellana. Ya lo dice la expresión popular: “De Madrid al cielo, y en el cielo, un agujerito para verlo”; bien opuesta al “From Berlin to Hell” –‘De Berlín al Infierno’– con que algunos soldados aliados se referían despectivamente a la capital del Tercer Reich. Y esta alusión no es gratuita: viene a cuento porque fue precisamente en las costas de Normandía donde el 6 de junio de 1944 se produjo el desembarco decisivo (el día D, “el día más largo”) con el que llegaría, al fin, la paz a Europa tras el más brutal de los conflictos que ha sufrido jamás el continente. 

Poco añadirá el transeúnte a la biografía de Anne Fatosme: su padre era arquitecto y participó activamente en la resistencia durante la liberación de Francia, por lo que ocupó un cargo honorífico en la prefectura de Saint Lô; luego, su familia se trasladó a Caen (capital de la Baja Normandía) y ella estudió en el Lycée de jeunes filles de aquella ciudad, donde recibió, como dice, “una educación liberal... para la época”. Ya en su madurez intelectual, animada por el gusanillo de la escritura que ha llevado siempre dentro (es una gran lectora, y afirma que debe a su madre el amor por la literatura), cursó tres años en la Escuela de Letras de Madrid y más tarde siguió algunas asignaturas en la Escuela Contemporánea de Humanidades. 

La bambina in azzurro ('La niña de 
azul', 1918), de Amedeo Modigliani, 
una de las pinturas que más le gustan 
a Anna Fatosme, según confiesa.

Sin duda, mucho de la trayectoria personal de Anne Fatosme tiene que ver con la poesía que ahora nos regala en su primer libro, Soliloquio en blanco y negro,* un poemario bilingüe, en español y francés, donde demuestra que ha dejado de ser la promesa que se adivinaba en los relatos –siempre muy poéticos– que iba publicando y publica todavía en su blog. Demuestra, sobre todo, que ha superado su timidez inicial, que la encorsetó hasta que se dio cuenta de que la literatura es un excelente recurso para la liberación personal, y ahora saca de dentro incluso lo más íntimo a través de ese “otro yo” a veces tan difícil de descubrir y adiestrar. Así pues, se manifiesta en este libro como una mujer audaz, extravertida, que suelta, para dejarlos volar, sus sentimientos y sensaciones y los hace encajar en una poesía no sólo atractiva, sino con unos valores literarios más que notables. La mejor prueba de ello es el primero de los tres poemas reproducidos a continuación: no es únicamente una declaración de intenciones, sino una intrépida toma de posición como poeta. 

Absolutamente recomendable, pues, este poemario de Anne Fatosme, del que hay que valorar, además, la elegante cubierta ilustrada con una fotografía de Juanjo Fernández. 

















Tres poemas de Anne Fatosme 


Olvidar el encierro, 
el olor a naftalina, 
la hipnosis de las agujas. 
Dejar de pisotear 
el horizonte pelado 
de la punta de mis zapatos. 
No esconderse más en la oscuridad, 
dejar de rozar sus paredes, 
no frotarse más a sus larvas. 
Dejar de temblar de frío, 
arrancar los clavos, 
abrir la tapa a puñetazos, 
oler la vegetación, y, como ella, 
sobrevivir, blindada de indiferencia. 

[Oublier la réclusion / l’odeur à naftaline / l’hypnose des aiguilles. / Arrêter de piétiner / l’horizon pelé / du bout de mes chaussures. / Ne plus chercher l’obscurité des caves, / ne plus raser leurs murs, / ne plus me frotter aux larves. / Arrêter de trembler de froid, / arracher les clous, / ouvrir le couvercle avec les poings / sentir la nature, et comme elle, / survivre, blindée d’indifférence.] 


En el seno de mi cuarto oscuro, 
te revelo. Naces y te yergues 
en el fondo de mi cubeta. 
Te ahogas, desapareces, 
te retengo con mis brazos, 
te araño con mis uñas, 
labro tu cuerpo, 
siembro en tus surcos 
racimos de glóbulos rojos. 

[Au sein de ma chambre noire / je te développe. Tu renais / dans le fond de mon bac. / Tu te noies, tu disparais, je te retiens avec mes bras, / je te griffe avec mes ongles / je laboure ton corps, / et sème dans tes sillons / des grappes de globules rouges.] 


Cuando me quedaba dormida, te tumbabas a mi lado. Acoplabas tu cuerpo al mío, me besabas allí donde nace mi nuca. Tus manos volaban sobre mi piel, brillaban en el sol del atardecer, se sumergían en mí, salpicadas de deseo. 

Me devorabas, masticando mis besos, tus manos se multiplicaban, esculpiendo nuevos contornos, aristas desconocidas donde gemía mi ser vaciado de la sangre que hinchaba tus venas. 

Aferrada a tu espalda, te pegabas contra el arco de mi cuerpo. Abríamos los ojos… millares de mariposas deslumbradas por la luz aleteaban en el extravío de nuestras miradas.

[Lorsque je m’endormais, tu t’étendais à mon côté. Tu ajustais ton corps au mien, tu m’embrassais là ou il nassait ma nuque. Tes mains volaient sur ma peau, brillaient dans le soleil couchant, plongaient en moi, éclaboussantes de désir. / Tu me dévorais en mâchant mes baisers, tes mains se multipliaient, sculptant de nouveaux contours, dans les recoins inconnus où gémissait mon être vidé du sang qui dansait dans tes veines. / Agrippée à ton dos, tu te collais contre l’arc de mon corps. Nous ouvrions les yeux… des milliers de papillons affolés de lumière battaient des ailes dans nos regards éperdus.] 


* Anne Fatosme: Soliloquio en blanco y negro / Soliloque en noir et blanc. Editorial Visión Libros, Madrid, 2011. 86 páginas. ISBN 978-84-9983-847-2. El libro, de precio muy asequible, se puede comprar por internet a través de este enlace: 
http://www.visionlibros.com/detalles.asp?id_Productos=11039

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28 agosto 2011

Houellebecq o la banalidad de un provocador

Michel Houellebecq en 2010.
(Fuente: Papel en blanco, www.papelenblanco.com)

El transeúnte ha comprado un solo libro de Michel Houellebecq, seudónimo de Michel Thomas (Saint-Pierre, isla de la Reunión, 1956, como parece que dicen los documentos, o 1958, como él afirma). Es quizá su novela más celebrada: Les particules élémentaires (1998) [1], finalista del premio Goncourt (galardón que acabaría consiguiendo el autor en 2010), que gozó del reconocimiento casi unánime de la crítica francesa y se convirtió, además, en “el mejor libro del año” gracias a los redactores de la revista Lire. Confiesa el transeúnte que las aventuras de sus protagonistas, Bruno y Michel, le produjeron tal aburrimiento que abandonó la lectura cuando no había terminado ni siquiera la primera de las tres partes de aquella obra de “anticipación de los años venideros”. La superficialidad de su prosa insípida no le transmitía nada en absoluto.

Cubierta de la primera edición
de Les particules élémentaires (1998).


En una entrevista a Lucie Ceccaldi, la madre de Michel Houellebecq, publicada en 2008 por el semanario L’Express [2], al preguntársele por qué se burlaba del proyecto de su hijo de escribir una obra de ciencia ficción y si creía que éste tenía talento, respondió: “Ça n'est pas qu'il n'a pas de talent, mais il ne connaît rien ni à la science ni à la fiction” (‘No es que no tenga talento, pero no sabe nada ni de ciencia ni de ficción’). A Houellebecq, como provocador nato, se le deben, entre muchísimas otras, unas manifestaciones publicadas el año 2001 en la revista Lire donde manifestaba sin tapujo alguno su islamofobia con expresiones tan “reverentes” como que el islam es “la religion la plus con” (vulgarismo que se podría traducir por “estúpida” o, vulgarmente también, por “gilipollas”). El hombre se caracteriza, además, por su antifeminismo enfermizo.

El transeúnte no ha vuelto a pensar ni en el personaje ni en sus obras hasta que ha leído en ‘Babelia’ una opinión de Alberto Manguel que lo ha tranquilizado: no es, pues, el único que ha llegado al tedio leyendo a Houellebecq (“artista del escándalo”, lo ha definido alguien). Y no sólo Manguel, para tranquilidad suya y de este transeúnte, es crítico con Houellebecq: Francisco Rosa Novalbos, refiriéndose a la novela Plataforma [3], dice lo siguiente: “Uno piensa, tras leer unas doscientas páginas de Plataforma, que ha sido objeto de un timo editorial [...]: el amigo Michel se ha hecho famoso y cualquier cosa que haga se vende. Doscientas, o más, páginas de relatos turísticos y pornográficos que, a la postre, terminan por aburrir, aunque en ocasiones pueden llegar a excitarte; entonces nos apartamos de la lectura durante unos minutos... Si no fuera porque se trata de Houellebecq y porque, poco a poco, se van desentrañando los intríngulis de la industria turística (agencias de viajes, complejos hoteleros...) aderezados con aforismos críticos e irónicos sobre la sociedad occidental que a golpe de martillo la van desarticulando cual picapedrero nietzscheano, la novela podría haber sido dejada sin leer más o menos a la mitad. Al final te das cuenta que has de volver a leerla, que no la has comprendido bien”.

El texto de Manguel, reproducido a continuación, es suficientemente explícito, por lo que sobran otros comentarios. El transeúnte sólo añade que, por supuesto, su opinión es del todo subjetiva, y se expone a las reacciones más feroces: también éstas serán bienvenidas, sobre todo si están razonadas.

Michel Houellebecq visto por el dibujante, caricaturista
y videoartista Kzerphii Toomk a partir de una
fotografía
del polaco Mariusz Kubik (2009).

(Fuente: Blog de Kzerphii Toomk, http://kzerphii.20minutes-blogs.fr/)


Escribiendo sobre gustos [4]


Por Alberto Manguel


Los enamoramientos de los otros suelen asombrarnos. Ante el apasionado elogio que alguien pueda hacer de un autor que a nosotros nos parece abominable, tratamos de entender esa emoción con los argumentos que el lector pueda ofrecernos. Casi siempre fallamos. Es que pedir que alguien nos diga por qué lo conmueve una cierta página que a nosotros no nos gusta es como pedir a Don Quijote que nos demuestre que Dulcinea no es, como la vemos, Aldonza Lorenzo. Sin embargo, los lectores persistimos en querer explicarnos, infructuosamente: siglos de crítica literaria han nacido de este incauto impulso.

Yo sé que la obra de Michel Houellebecq ha sido alabada por lectores que juzgo inteligentes, y he intentado muchas veces reconocer el supuesto encanto, inteligencia y humor que aducen sus defensores. No lo he logrado. He pedido, a quienes juzgan a Houellebecq "el más importante escritor francés de nuestro tiempo" (Fernando Arrabal, entre otros), que me muestren algún párrafo, alguna línea sin la cual "el mundo sería más pobre". Nunca lo han hecho. Han aducido en cambio razones políticas, sociales, psicológicas; han hablado de provocación, de avasalladora crítica del mundo occidental, de embestida contra la hipocresía de nuestro tiempo, de épater le bourgeois. Dudo, sin embargo, que decir, como lo hace uno de sus protagonistas, que los hombres sólo quieren "una dulce esposa que les lleve la casa y cuide a los niños", o una prostituta ocasional, épate a nadie en la época de Berlusconi o DSK. [5]


Curiosamente, al defender a Houellebecq, pocos hablan de literatura. Quiero decir: pocos hablan de eso que diferencia la invectiva, o la confesión, o el catequismo, o cualquier otro artefacto verbal, de la creación literaria. Digo no saber por qué exactamente un texto me importa, pero sé que cuando leo busco en la escritura algo que me atrape y me conmueva, no a través de argumentos, sí a través de una tensión creada por las palabras mismas. Eso no me ha ocurrido nunca leyendo a Houellebecq. Doy un ejemplo al azar, tomado de la página 315 de la novela Plataforma, muy bien traducida por Encarna Castejón: "Del amor me cuesta hablar. Ahora estoy seguro de que Valérie fue una radiante excepción. Se contaba entre esos seres capaces de dedicar su vida a la felicidad de otra persona, de convertir esa felicidad en su objetivo. Es un fenómeno misterioso. Entraña la dicha, la sencillez y la alegría; pero sigo sin saber por qué o cómo se produce. Y si no he entendido el amor, ¿de qué me serviría entender todo lo demás?". El estilo es chato, monótono, perfectamente adecuado a la banalidad de la idea que propone: "No sé qué cosa es el amor".


Cubierta de la edición española de Plataforma
(Editorial Anagrama, 2001).

Alan Pauls [6], en lo que imagino es un esfuerzo por elogiar a Houellebecq, ha descrito su tono como el de "un burócrata vitalicio atrapado en la peor de las situaciones: no poder evitar ocuparse de un mundo que ya no lo desea". Exactamente, y no sé por qué un lector sensato elegiría leer página tras página de "burocracia vitalicia". Se dirá que es el narrador quien habla, no Houellebecq. De acuerdo, pero algo más buscamos en un texto literario que la repetición de la banalidad cotidiana, el eco fiel de la tontería sentimental. Houellebecq ha dicho que se rehúsa "hacer literatura". Quizás sea esa la razón por la cual él y yo no nos entendemos.


[1] Michel Houellebecq:
Les particules élémentaires. Flammarion, París, 1998. 318 páginas. Esta novela fue traducida al español por Encarna Castejón y publicada por Editorial Anagrama, de Barcelona, en 1999.

[2] “Lucie Ceccaldi : ‘Ce ne sont pas aventures, ce sont des emmerdements’”, en L’Express, 29 de abril de 2008.
[3] Francisco Rosa Novalbos: “La auténtica ampliación del campo de batalla", en Cuadernos de Materiales, Madrid, núm. 18. Plataforma (Plateforme), traducida por Encarna Castejón, fue publicada por Anagrama en 2001.

[4] Artículo publicado en el suplemento ‘Babelia’ del diario El País, Madrid, núm. 1031, 27 de agosto de 2011.
[5] Con estas iniciales Manguel alude a Dominique Strauss-Kahn, el político francés que en mayo de este año tuvo que dimitir del cargo de director gerente del Fondo Monetario Internacional al verse involucrado en un supuesto escándalo sexual, por el que fue detenido en los Estados Unidos.
[6] Escritor, periodista cultural y profesor de teoría literaria argentino (Buenos Aires, 1959), ganador del Premio Herralde de Novela en 2003.


09 agosto 2010

[Marginalia] La armónica heterogeneidad narrativa de Alberto Baeyens

Alberto Baeyens.

En Aragón va saliendo a la luz la obra de una nueva generación de narradores y poetas que despuntan como promesas para la literatura en castellano. Alberto Baeyens es uno de esos narradores, que en el libro Naturaleza casi muerta ofrece una muestra heterogénea, pero a la vez armónica, de su capacidad literaria.

Nacido en Zaragoza en 1981, Alberto Baeyens de Arce, filólogo, periodista y escritor, se licenció en Filología Hispánica y se interesó en un principio por la literatura medieval, como demuestra su ensayo “El ‘Mortal enemigo’: el diablo en la obra de Gonzalo de Berceo”,* y ahora ejerce el periodismo en Zaragoza Televisión.

De Naturaleza casi muerta se ha dicho en Lecturalia que “supone un conjunto de momentos breves que transcurren tangencialmente por los círculos de la rutina. Todo en este libro recuerda a esas personas calladas que viven al margen del mundo guardándose las joyas que tiene la vida en su gabardina de rebajas. Alberto Baeyens es un coleccionista de momentos, un escritor silencioso que a lo largo de su vida ha ido tomando nota de esos instantes que resumen una vida. Un trabajador incansable, un escritor que fotografía la vida”.

El transeúnte, después de haber leído el libro y de haber rastreado en lo todavía escaso que se ha dicho sobre su autor, coincide con esta apreciación, pero también con quienes ven en su escritura una cierta melancolía, producto tal vez de su interés por la cultura francesa, por Verlaine, por la chanson, por lo que representó París en las dos décadas anteriores a su nacimiento. Francia y el Brasil de los años sesenta y setenta han tenido para él, según sus propias declaraciones, un atractivo muy particular, fácil de descubrir a lo largo de las páginas de este libro, compuesto por relatos más bien breves, incluso microrrelatos.

Para que el lector pueda formarse una idea de la expresión literaria de Alberto Baeyens, el transeúnte transcribe a continuación uno de esos relatos, “Les feuilles mortes”, en el que intercala fragmentos del poema del mismo título que escribió Jacques Prévert y musicó Joseph Kosma en 1945, una canción que interpretarían luego, entre otros, Juliette Gréco (escuchadla aquí en una grabación de 1967), Yves Montand y Édith Piaf y que, traducida su letra al inglés, divulgarían, también entre otros, Nat King Cole, Frank Sinatra y Barbra Streisand; y que además adaptarían para el jazz Miles Davis y Duke Ellington, por ejemplo. Una canción que ha estado incluso en el repertorio de cantantes líricos de renombre como Plácido Domingo y Andrea Bocelli.

Naturaleza casi muerta y su autor prometen. El transeúnte recomienda su lectura.

* Publicado en Memorabilia. Boletín de Literatura Sapiencial, Universidad de Valencia, núm. 6 (2002). Puede leerse en línea a través de este enlace.


Les feuilles mortes

Cae la noche y se la ve esperar en la calle con un frío que pela. Hay ruido y luces de autobuses llenos de números y líneas imposibles. Cruza los brazos con gesto de molestia y mueve las rodillas con un tic nervioso, a lo mejor porque hay algo más allá, y eso inquieta a cualquiera, o a lo mejor porque se le están congelando los huesos.

Les feuilles mortes se ramassent à la pelle.
Tu vois, je n’ai pas oublié…


Pasan los minutos como peces que remontan un río y aparece un coche que no ha pasado la ITV desde el 99. Aunque parece que es azar, se para justo delante de ella. En el interior hay una sombra de alguien que promete, promete demasiadas cosas, tantas que ella abre la puerta del copiloto y se mete dentro.

Et la mer efface sur le sable
Les pas des amants désunis.


El coche, con muchas multas en su vida mecánica y muchos semáforos en rojo, desaparece camuflado con los demás, bajo la atenta mirada de los edificios, las ventanas y los portales. Varias calles torciendo a la izquierda primero, luego recto alguna que otra manzana, a la derecha y de nuevo a la izquierda.

Tu étais ma plus douce amie
Mais je n’ai que faire des regrets


El destino del viaje solo lo conocen los dos pilares del puente bajo el que se cobija el coche. Y dentro del coche, miles de secretos, de besos que fueron apasionados, como la pasión de las primeras vaces sabiendo que son las últimas. Puede que también haya palabras, pero para qué desgastar las cuerdas vocales si solo importan los sentimientos. Después, la misma tristeza de siempre.


Alberto Baeyens
Naturaleza casi muerta

Editorial Eclipsados, Zaragoza, 2009
88 páginas
ISBN: 978-84-937308-6-4








15 marzo 2010

Jean Ferrat: canción, poesía y compromiso social

Jean Ferrat en el año 2008. (Foto © abaca)

Anteyer, 13 de marzo de 2010, a las 12.58 del mediodía, murió en Aubenas, cerca de la pequeña localidad de Antraigues-sur-Volane (en el departamento francés de la Ardèche), donde residía, Jean Tenenbaum, el menor de los cuatro hijos de un emigrado judío ruso. Había nacido en Vaucresson, en las proximidades de París, el 26 de diciembre de 1930. Cuando tenía once años su padre fue deportado por los ocupantes nazis e internado en el campo de concentración de Auschwitz, del que ya no salió. Él pudo salvarse gracias a la protección de un grupo de militantes comunistas.

Aquel niño, al que le costó asumir la tragedia familiar, comenzó a ganarse la vida, una vez acabada la guerra, componiendo canciones, cantándolas en modestos cabarets, haciendo teatro y tocando la guitarra en una banda de jazz, con el nombre de Jean Laroche. Aunque el éxito no le sonrió de inmediato, decidió dedicarse a la música y al espectáculo, y adoptó otro seudónimo, Frank Noël, que después cambió por el que lo llevaría a la fama: Jean Ferrat.

Ferrat fue siempre fiel a su compromiso social y político, y a pesar de que no se afilió nunca al partido comunista, hasta 1968 se mantuvo próximo a la formación de quienes le salvaron la vida. Y, poco a poco, empujado por el entusiasmo y los amigos, los “camaradas”, su nombre comenzó a sonar, sobre todo desde que, en 1956, puso música al poema Les yeux d’Elsa, de su admirado Louis Aragon.* Esta canción fue popularizada entonces por un cantante que sumaba éxitos en los cabarets parisinos: André Claveau.

No obstante, el primer disco de Jean Ferrat (1958) pasó inadvertido. No fue hasta 1960, con Ma Môme (escuchadla), que se comenzó a oír su voz en las principales emisoras de radio. En 1966 ya era famoso. En 1962 escribió la canción Deux enfants au soleil para su gran amiga Isabelle Aubret, que la interpretó con gran éxito. Diez años más tarde compuso otra de sus canciones más conocidas: Mon vieux. Desde entonces, las ventas de sus discos se incrementaron: ya se había convertido en una figura en el mundo musical francés.

Jean Ferrat con las cantantes Isabelle Aubret y Juliette Greco
(París, 1965). (Foto © AFP)

Mientras tanto había escrito algunas canciones comprometidas y algo atrevidas en el panorama político de la época, como Nuit et Brouillard (1963; escuchadla y leed la letra aquí) y Potemkine (1965; escuchadla aquí), cuya difusión a través de las emisoras de radio fue prohibida por la autoridad competente francesa, y también una de las piezas que al transeúnte más le han llegado al corazón: Camarade (escuchadla), en la que denuncia la invasión soviética de Checoslovaquia en el verano de 1968.

En 1972 se alejó de París y se estableció en la Ardèche, decepcionado por el totalitarismo feroz puesto de manifiesto por los más altos representantes de la ideología que defendía (las atrocidades anteriores de Stalin aún no eran suficientemente conocidas o se habían silenciado en Occidente). La paz de aquellas tierras meridionales le inspiraría otra de sus canciones más bellas: La montagne (escuchadla).

Pero Jean Ferrat quedará seguramente como el gran cantor de la poesía de Aragon (podéis escuchar una de sus canciones, Aimer à perdre la raison, aquí), al cual dedicó dos recopilaciones: Que serais-je sans toi? (1974) y Heureux celui qui meurt d’aimer (1995). El transeúnte ha escuchado estas canciones decenas de veces, y las vuelve a escuchar con emoción mientras escribe este homenaje a un hombre que ha sido siempre consecuente consigo mismo y con sus ideas, una actitud que no debe confundirse con un compromiso absoluto con el comunismo francés, sino muy al contrario: una de sus canciones, Bilan (1980), es precisamente una crítica nada disimulada al líder del PCF, Georges Marchais, por su vergonzoso balance “globalmente positivo” de los países sometidos, contra la voluntad de sus pueblos, a la rígida disciplina soviética. Una actitud que, por otro lado, lo alejó de una parte de la intelectualidad de izquierdas de su país que aún creía (o lo hacía ver, para seguir la “moda” de la época) en las bondades del socialismo real.

La música y la política fueron las dos grandes pasiones de Jean Ferrat. En este sentido, no hay que olvidar su compromiso con los movimientos de izquierdas, como el de antiglobalización liderado por el polémico líder campesino José Bové (1987), y su adhesión a la Coordination française pour la Décennie de la culture de non-violence et de paix, una asociación creada en noviembre del año 2000 para coordinar las actividades del Decenio internacional de promoción de una cultura de la no-violencia y de la paz en beneficio de los niños del mundo, promovida por la Unesco y que acaba, precisamente, este año, con algunas muestras de buena voluntad, pero, sobre todo, con una aberrante indiferencia por parte del denominado “primer mundo”, pese al compromiso (mejor dicho, las palabras solemnes y vacías de contenido) de la grandilocuente Alianza de Civilizaciones propuesta por el presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, el 21 de septiembre de 2007 durante la 57.ª Asamblea General de las Naciones Unidas, en Nueva York. También fue muy crítico con las multinacionales de la música y la industria discográfica que, en su opinión, ponían en peligro la libertad de creación.

Canción, poesía y compromiso social son las palabras que, según el transeúnte, resumen la vida y la trayectoria personal de Jean Tenenbaum, más conocido como Jean Ferrat.

* Aragon (1897-1982) escribió este famoso poema, dedicado a su esposa, la rusa Elsa Triolet (Elsa Kagan [1896-1970], que era cuñada de Vladímir Maiakovski), en 1940.

Traducción del catalán: Carlos Vitale.