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17 noviembre 2015

Ante el yihadismo y el terror del fundamentalismo político-religioso


El Daesh* (denominación que se da a sí mismo), o Estado Islámico, también conocido por la sigla en inglés ISIS (Islamic State of Iraq and Syria) está sembrando el terror no solamente en las zonas que controla, especialmente dentro de las fronteras de Irak y Siria, sino también más allá de éstas, como se ha demostrado en la tremenda masacre perpetrada en París el viernes 13 de noviembre.

Este transeúnte no entrará ahora en debates que podrían no tener fin. Desea más bien presentar un artículo del político y experto Mario Giro, que desde 2014 es subsecretario de Asuntos Exteriores del gobierno italiano.

Giro (Roma, 1958), miembro de la Comunidad de San Egidio, está implicado desde los años ochenta en el diálogo interreligioso, en concreto con el mundo islámico, en el que se ha especializado, y además de haber colaborado en varias tareas de desarrollo en África, en 1996 participó en las reuniones para resolver la crisis de Burundi, y aquel mismo año estuvo presente en las negociaciones del pacto para el futuro de Albania y tuvo un papel destacado en las difíciles conversaciones entre el presidente de Serbia, Slobodan Milošević, y el líder kosovar moderado Ibrahim Rugova para garantizar la enseñanza en lengua albanesa en las escuelas de aquella región, entonces serbia, que se independizaría unilateralmente en 2008 con el apoyo de los Estados Unidos. En 2006, además, participó en diversas misiones de mediación en el Sudán del Sur.

Distinguido en 2010, en París, con el Premio por la Paz Preventiva de la Fundación Chirac por su contribución al diálogo entre los pueblos en guerra de África y los Balcanes, Giro es, pues, una voz autorizada, por sus amplios conocimientos sobre el mundo musulmán, para opinar sobre el tema que nos ocupa. A este transeúnte le parece útil divulgar sus opiniones –aunque personalmente no comparta algunas de ellas– para conocer mejor el trasfondo de esa realidad trágica que nos ha conmovido muy recientemente porque ha supuesto un golpe tremendo para un “Occidente” que, como consecuencia de sus muchos y graves errores, ahora se siente más inseguro que nunca. He aquí, pues, la traducción de la parte más sustancial de su artículo titulado “Parigi: il branco di lupi, lo Stato Islamico e quello che possiamo fare”.
* Daesh (داعش) es el acrónimo árabe de ad-Dawlah al-Islamiyah fī 'l-Iraq wa-sh-Sham (Estado Islámico de Irak y Siria).


© de este mapa: Laura Canali / Limes


Algunas claves para entender la complejidad del islamismo en el Oriente Medio

Por Mario Giro

¿Estamos en guerra? La guerra, en efecto, existe, pero en principio no es la nuestra: es la que los musulmanes mantienen entre sí desde hace mucho tiempo. Estamos ante un enfrentamiento sanguinario entre concepciones radicalmente distintas del islamismo que se remonta a la década de 1980; un desafío en el que se entrelazan intereses hegemónicos encarnados por las distintas potencias musulmanas (Arabia Saudita, Turquía, Egipto, Irán, los países del Golfo, etc.) en el contexto de esa globalización que ha vuelto a agitar la historia.

Se trata de una guerra intraislámica sin cuartel que se combate en diversos frentes, en los que surgen continuamente monstruos nuevos, cada vez más terribles: desde el GIA argelino de los años noventa hasta al-Qaeda y el Daesh, pasando por la Yihad Islámica egipcia. El periodista Igor Man los llamaba “la peste de nuestro siglo”. En esta guerra nosotros, europeos y occidentales, no somos los protagonistas principales: es nuestro narcisismo el que nos lleva a pensar que estamos siempre en el centro de todo. Los auténticos protagonistas son otros.

Los atentados de París han tenido como objetivo aterrorizarnos, echarnos del Oriente Medio, que es lo que realmente se pretende. Se trata de una especie de “guerra de los Treinta Años islámica” en la que estamos implicados a causa de nuestra (antigua) presencia en aquella región y de nuestros intereses. La ideología del Daesh siempre ha sido muy clara en este sentido: crear un Estado allí donde los estados actuales fueron establecidos por extranjeros, por lo que son “impuros”.

El Daesh lucha por el poder usando el arma de la “religión verdadera”. Pretende consolidar la umma musulmana (la “casa del islam”, que incluye las comunidades musulmanas en el extranjero) como representación única y legítima del islamismo contemporáneo. Es lo que en el lenguaje islámico se denomina fitna: una escisión, un cisma en el mundo musulmán o, para entendernos, una guerra política “en la” religión, que manipula los signos de la ésta del mismo modo que los nazis usaban signos paganos mezclados con ficciones cristianas. El Daesh, como al-Qaeda, mata sobre todo a musulmanes y ataca a cualquiera que se entrometa en ese conflicto.

Al-Qaeda exigía que se eliminaran las bases estadounidenses de Arabia Saudita con la intención de apoderarse de aquel Estado (y también de Sudán y Afganistán, en connivencia con los talibán). Pero el Daesh aspira a más: conquistar “los corazones y las mentes” de la umma; exigir el fin de toda intervención occidental y rusa en Siria e Irak; crear un nuevo Estado donde existió un antiguo califato: Mesopotamia.

Desde el punto de vista geopolítico, sin embargo, se observa una novedad: mientras que al-Qaeda actuaba en unos estados que todavía eran relativamente fuertes, el Daesh se aprovecha de su fragilidad en el mundo líquido, donde resulta más fácil rebasar las fronteras. En síntesis: no existe un choque de civilizaciones sino que se produce, desde hace mucho tiempo, un choque dentro de una civilización.

A partir de esa realidad incontestable, a Occidente y a Rusia se les plantean dos problemas. El primero es externo, y se refiere a su presencia (política, económica y militar) en el Oriente Medio: la cuestión es si y cómo permanecer allí. El segundo es interno: cómo defender nuestras democracias, basadas en la convivencia entre personas de distintos orígenes, cuando los musulmanes residentes en ellas están de alguna manera comprometidos con una causa tan brutal. Cómo preservar nuestra civilización de las violentas turbulencias de esa otra civilización tan próxima. Si nos limitamos a pedir venganza sin haber entendido el contexto, implicándonos cada vez más en la contienda del Oriente Medio y utilizando el mismo lenguaje belicoso que los terroristas, echamos piedras sobre nuestro propio tejado.

Hay que reforzar más el uso de nuestros servicios de inteligencia y la coordinación entre cuerpos policiales, sobre todo en el ámbito de las colectividades inmigrantes de origen árabo-islámicas, que representan una importante fuente de recursos para el terrorismo islámico. A la vez, debe llamarnos la atención que los atentados se multipliquen a medida que el Estado Islámico pierde terreno en Siria.  Es necesario, además, mantener la serenidad en nuestro ámbito social, lo cual significa no ceder a los llamamientos al odio, pues escuchar a quienes piden venganza puede hacer que, por rencor, nuestras ciudades se conviertan en guetos enfrentados desde los que se difundiría, sin duda, la cultura del desprecio y la enemistad.

Sería propio de aprendices de brujo inconscientes prender fuego a nuestro clima social y provocar resentimientos. Eso sólo serviría para facilitar insensatamente el control de las comunidades islámicas occidentales a los terroristas, cediendo a su lógica del odio en nuestros propios países. 

Por otra parte, debemos establecer políticas comunes sobre la guerra de Siria, que es el crisol donde de configuran los terroristas. Imponer una tregua y negociar se ha convertido en una prioridad estratégica, porque solamente el final de aquel conflicto podrá ayudarnos. Añadir guerra a la guerra solamente puede producir efectos devastadorescomo proclama el papa Francisco con respecto a Siria. Hasta ahora hemos cometido muchos errores: Occidente ha actuado dividido, algunos gobiernos han entrado en acción, otros han optado por el silencio pero han proporcionado armas, y algunos se han mostrado vacilantes; nunca se ha hablado de forma consensuada, con una sola voz, a los estados vecinos de Siria e Irak.

Por último, hemos de ocuparnos urgentemente del resto de la región geopolítica mediterránea: Libia, que para Italia es prioritaria (allí, por lo menos, se ha frenado el conflicto bélico mediante el embargo de armas); el Yemen; la estabilización de Irak; la fragilidad del Líbano, de Egipto, de Túnez…

Aunque, en parte, todas esas crisis están relacionadas entre sí, hay que distinguir entre ellas. Al Daesh le sería muy útil reunirlas en un único conflicto de grandes proporciones (su propaganda es clara al respecto) para mostrarse más poderoso de lo que realmente es. Para evitarlo se necesitan alianzas muy sólidas con los Estados islámicos que consideramos moderados: sería una manera de evitarles caer en la trampa de yihadismo, que pretende llevarlos a su terreno. Cada conflicto, tanto en el Oriente Medio como en el Mediterráneo, requiere un tratamiento específico, y hay que esforzarse para hacer esa labor conjuntamente. En otras palabras: permanecer en el Oriente Medio requiere un compromiso político continuo y de largo alcance.

Es tarea prioritaria infiltrarse en la espiral de los foreign fighters [combatientes extranjeros] para acabar con sus redes de captación. No me sorprende en absoluto que entre quienes atentaron en París hubiera viejos conocidos de la policía francesa. Existen también filones residuales de los años noventa que no fueron aniquilados por completo y que se reactivan para apoyar a quienes consideran hegemónicos en su ámbito. Puede que haya combatientes extranjeros que regresen a sus países: se trata de entender la génesis del fenómeno.

Se ha hablado de “lobos solitarios”: ahora estamos en presencia de una manada. Un restaurante, un café, un estadio, una sala de conciertos…, no representan objetivos reales imaginables, señal de que quienes ejecutan esas acciones no necesitan un adiestramiento especial para hacerlo. Lo que sorprende es que dispongan de armas de guerra, que no son fáciles de conseguir en Francia. Combatir el fenómeno de los foreign fighters significa implicar a las comunidades islámicas, no empujarlas hacia la salida.

Y todo eso debe hacerse simultáneamente. Gritar que estamos en guerra sin saber en qué guerra, invocando irresponsables actos de venganza y reacciones armadas, hace que podamos caer fácilmente en la emboscada yihadista. Ahí es precisamente donde el Estado Islámico quiere llevarnos para poder acceder al islam europeo y, sobre todo, al de los países del sur de nuestro continente. Quieren dividir el terreno en dos bandos contrapuestos, jugando con el hecho, que dan por descontado, de que los musulmanes acabarán poniéndose de su parte. Por esta razón, la propaganda del Daesh (como antes la de al-Qaeda) parece dirigida a Occidente, pero en realidad le está hablando a la umma islámica para que reaccione.  

Contener y parar la guerra de Siria es el único modo de drenar el lago terrorista. La operación será larga y compleja, habrá más atentados, pero es el único camino que, a la larga, servirá para alcanzar el objetivo. Se trata (y no es fácil) de hacer que dialoguen enemigos acérrimos, de ceder asientos en las mesas de negociación a gente que no nos gusta (Assad y los suyos) o a formaciones rebeldes ambiguas; pero es el único modo. Ir a Siria por separado, en cambio, es complacer a la Daesh y facilitar sus estrategias: un Occidente y una Rusia divididos en todos los frentes favorecen a quienes están creando un “Estado” alternativo: lo que digo no es más que repetir una vieja lección de historia.

¿Conviene, pues, una operación militar europea directa, boots on the ground [botas sobre el terreno]? Me parece que no, al menos por ahora, pues podría conducir a la derrota. Lo que se necesita, y con urgencia, es que los rebeldes sirios y las milicias de Assad, con sus respectivos aliados, entiendan que existe un enemigo común, se sienten y hablen. El Estado Islámico se presenta muy hábilmente a la umma como una opción “distinta”, sin alianzas con nadie, patriótico, anticolonialista, no global ni envenenado por intereses extranjeros, y puramente islámico, duro pero nacional (en el sentido que tienen, para el islam político, patria y nación). Si se actuara así se pondría en peligro la supervivencia de todos: de Occidente, de Rusia, de Assad, de los rebeldes, de los kurdos y de las otras minorías. Los únicos que parecen haberlo entendido son los kurdos, para quienes hay un único enemigo común surgido del vacío de poder. Las negociaciones deben partir de estas premisas, y en ellas han de participar también los rusos y los iraníes.

El objetivo mínimo es una tregua inmediata; el máximo, un pacto para el futuro de Siria. Sólo si se cumplen estas condiciones se podrá emprender una operación internacional terrestre que intente estabilizar el país y poner al Daesch de espaldas contra la pared. Sólo así podrá desvelarse qué es realmente el Estado Islámico: un hatajo de ex militares iraquíes y de fanáticos yihadistas procedentes del pasado que se han estado aprovechando de nuestra división.

Claro que se puede optar por otra solución; despreocuparse de todo y retirarse, irse del Oriente Medio, renunciar a todos los intereses y abandonar a los países del sur a su dramático destino. Hay quien lo piensa, hay quien lo propone. Si Occidente abandonara el Oriente Medio, probablemente se detendrían los atentados en Europa pero, en contrapartida, aumentaría el número de víctimas en aquella región. De hacerlo, permitiríamos que el lago yihadista se convirtiera en un mar, lo cual no es una opción.

Traducción del italiano y adaptación: Albert Lázaro-Tinaut


(Esta es una versión reducida del artículo de Mario Giro “Parigi: il branco di lupi, lo Stato Islamico e quello che possiamo fare”, publicado en Limes, Rivista italiana di geopolitica, el 14 de noviembre de 2015.)

13 agosto 2014

De los desastres de la guerra

Uno de los 82 grabados de la serie Los desastres de la guerra
de Francisco de Goya, realizados entre 1810 y 1815 y editados 
por primera vez en 1863.

El transeúnte pretende ir publicando en esta bitácora una serie de entradas con textos en los que se narren, con mayor o menor crudeza, las atrocidades las guerras, que es quizá donde los seres humanos mejor demuestran aquello de que “el hombre es un lobo para el hombre”, expresión que utilizó por primera vez el comediógrafo latino Plauto dos siglos antes de nuestra era [1]. Se valdrá para ello tanto de lo que los historiadores denominan fuentes primarias (relatos de primera mano escritos por protagonistas u observadores in situ) como fuentes secundarias (las de los propios historiadores, periodistas u otros autores que, sin haber sido testigos de los acontecimientos, hayan investigado sobre ellos).

Prisioneros de un campo de concentración soviético 
sometidos a trabajos forzados por el régimen estalinista 
después de la segunda guerra mundial.

Las guerras han sido un contiuum en la historia de la humanidad desde los tiempos más remotos, hasta el punto de que resultaría muy difícil, si no imposible, encontrar en el mundo auténticos períodos de paz global, por breves que fueran. Las guerras, además, no concluyen con el fin de los enfrentamientos armados, sino que prosiguen durante las posguerras: venganzas, vejaciones, juicios sumarios, ejecuciones, encarcelamientos, reclusión en campos de concentración o reeducación, trabajos forzados a los que se solía (y se suele) someter a los denominados “presos políticos”, es decir, a los perdedores, deportaciones, etc. A veces, incluso, las posguerras no son más que treguas entre dos conflictos (podría considerarse así el período entre las dos guerras mundiales, durante el que Alemania e Italia estuvieron planeando resarcirse de su derrota en la primera, utilizando la guerra civil española para la experimentación de nuevos armamentos). 

Presos políticos españoles formando en el patio 
del penal de Ocaña en 1952.
(Foto © Jaime Pato)

En la España de los últimos dos siglos (por no retroceder más en la historia) tenemos buenas pruebas de crueles posguerras, entre ellas los años que siguieron al “fin” de la guerra civil (1939): los triunfalistas "XXV Años de Paz" que proclamó a los cuatro vientos la propaganda del régimen franquista en 1964 ocultaban deliberadamente las atrocidades cometidas tras la victoria de las “tropas nacionales” (los sublevados contra la República en 1936): miles de prisioneros hacinados en cárceles infectas, en condiciones atroces, donde morían hombres y mujeres en condiciones infrahumanas (una de esas víctimas fue, precisamente, el poeta Miguel Hernández, en 1942); presos sin sueldo y con alimentación muy deficiente obligados a trabajar durante larguísimas jornadas en obras públicas (el Valle de los Caídos fue construido, en gran parte, por presos políticos); juicios sin defensa y ejecuciones sumarias, entre otras la del expresidente de la Generalitat de Catalunya Lluís Companys, refugiado en Francia, detenido por la Gestapo durante la ocupación alemana y entregado a las autoridades del régimen; extraños “accidentes fortuitos” en las comisarías de policía, donde se torturaba, y “suicidios de detenidos” que supuestamente se arrojaban por las ventanas de los edificios policiales… Añádase a eso la lucha del maquis, la guerrilla antifranquista que continuó combatiendo en los montes hasta mediados de la década de 1960, y consiguió incluso invadir el Valle de Aran en 1944 y establecer allí un muy efímero régimen republicano. Podrían añadirse muchos otros desmanes, además de una fuerte represión.

Hasta el 11 de septiembre de 1945, 
el saludo fascista “a la romana” 
fue obligatorio, impuesto por Falange 
Española, en todo el territorio español.

Jorge Semprún dijo hace unos años en una entrevista [2] que "la guerra es la ocasión histórica masiva de hacer el mal y justificarlo”. El escritor austriaco Karl Kraus afirmó, con su especial vena satírica, que “las guerras empiezan porque los diplomáticos mienten a los periodistas y luego se creen lo que leen”. Y el poeta francés Paul Valéry escribió, muy juiciosamente, que “la guerra es una masacre entre gentes que no se conocen para provecho de gentes que sí se conocen pero no se masacran”.

Sobre la guerra se ha escrito y teorizado mucho, y sobre las guerras, más. En este sentido tiene plena vigencia la aseveración de que la historia que explican los vencedores es la que luego se divulga a través de las escuelas y la propaganda, de modo que esa evidente parcialidad se acaba convirtiendo, para la mayoría de la población de un país, en la única verdad (la verdad “oficial”).

Un cruento episodio de la guerra civil estadounidense (1861-1865).

Un clásico en la materia, el militar prusiano de principios del siglo XIX Carl von Clausewitz, dice en su ensayo De la guerra [3], sin cortarse un pelo, que la guerra es “la continuación de la política por otros medios”. Por aquella misma época, el político saboyano Joseph de Maistre, con un refinamiento atroz, afirmaba en un libro titulado Las veladas de San Petersburgo [4] que “la guerra es divina en la gloria misteriosa que la rodea y en el atractivo no menos explicable que nos lleva hacia ella. La guerra es divina por la manera como se produce independientemente de la voluntad de los que luchan. La guerra es divina en sus resultados, que escapan absolutamente a la razón”. El tiempo, evidentemente, da la razón al primero y hace que nos riamos del segundo. Y dejaremos aquí las citas, que podrían ser innumerables.

La batalla de Isandhlwana (1879), durante la guerra anglo-zulú 
en la colonia británica de Natal (Sudáfrica), una de las muchas 
guerras coloniales que tuvieron lugar entre los siglos XIX y XX. 
(Pintura de Charles Edwin Fripp)

Las guerras suelen calificarse: mundiales, civiles, religiosas o de religión, santas, expansionistas, de conquista, de unificación nacional, de liberación, de independencia, de sucesión dinástica, de castigo, preventivas, coloniales, poscoloniales, de secesión, de posiciones (o de trincheras), relámpago, nucleares…, y pueden ser también sucias, campales, sin cuartel, frías, sordas, psicológicas, sociales, electrónicas, y hasta galanas, totales, económicas, financieras, comerciales, de precios, de nervios, espaciales, de las galaxias, etc. Sin embargo, hay hermosas guerras literarias donde la violencia es sutil,  bastante inocente y hasta entrañable, como por ejemplo la que se narra en la novela La guerra de los botones, del escritor francés Louis Pergaud

Hay guerras mitológicas (como la de Troya, que tan bien detalla Homero en la Ilíada, desencadenada por la disputa de una mujer, Helena). También hay conflictos armados ridículos o inverosímiles, como la guerra del Fútbol, que enfrentó a El Salvador y Honduras en julio de 1969. Y enfrentamientos eternos en el Próximo Oriente… que se repiten desde hace 5000 años.

El rapto de Helena por Paris 
(pintura de David Hamilton, 1784), 
desencadenante, según Homero, 
de la guerra de Troya.

Entre los textos que se publiquen en esta bitácora habrá versiones que el lector deberá considerar si responden a la realidad, si han sido falseadas o si pertenecen al ámbito de la ficción, según la personalidad de cada autor (sobre quien el transeúnte dará los datos básicos) o su sentido común. La pretensión, en cualquier caso, es invitar a la reflexión a partir de las informaciones que se reciben todos los días, a través de los medios de comunicación, de conflictos bélicos (casi siempre manipuladas y partidistas) y las fuentes que las han transmitido, sometidas, como es bien sabido, a poderosos intereses políticos, ideológicos o económicos.

El transeúnte (que no es, ni mucho menos, un especialista en el tema, pero desea saber más investigando y debatiendo) es consciente de que toca un tema delicado y polémico, por lo que le gustaría que a partir de sus entradas los lectores expresaran sus opiniones para que se estableciera un debate. Difícilmente de ese debate se podrán sacar conclusiones, pero podría resultar enriquecedor poner sobre la mesa distintos puntos de vista, si se expresan con espíritu constructivo. Y, que quede claro, se prescindirá de posiciones ideológicas al elegir a los autores de los textos.




[1] Titvs Maccivs Plautvs:
Asinaria, II, 4, 88.
[2] M. José Diaz de Tuesta: "Jorge Semprún, escritor: 'El hombre sólo puede asimilar la esencia del mal a través de la ficción'", en El País, Madrid, 6 de mayo de 2003, p. 38.
[3] Carl von Klausewitz: Vom Kriege (1832-1834). Versión española: De la guerra. Traducción de Carlos Fortea Gil. La Esfera de los Libros, Madrid, 2005.
[4] Joseph de Maistre: Les Soirées de Saint-Pétersbourg ou Entretiens sur le gouvernement temporel de la Providence (1821). Versión española: Las veladas de San Petersburgo o Convenciones sobre el gobierno temporal de la Providencia. Traducción de Luis Blanco Vila. Editorial Torre de Goyanes, Madrid, 2001.


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10 abril 2010

Las cicatrices de la guerra de Bosnia


El 31 de marzo de 2010, el Parlamento de la República de Serbia, claramente dividido, votó una resolución en la cual reconoce y condena la masacre de unos 8000 hombres musulmanes bosnios, en Srebrenica, en el mes de julio de 2005. El debate fue duro y largo, duró más de doce horas y demostró que Serbia aún está dividida entre los que intentan hacer todo lo posible para acercar el país a la Unión Europea (encabezados por el actual presidente de la República, Boris Tadić), y quienes se obstinan en refugiarse en la nostalgia y se niegan a aceptar que Serbia ha perdido la batalla en todos los frentes. “Las dos almas de Serbia, la europeísta y modernizadora y la nacionalista y atávica, se han enfrentado esta semana en el Parlamento de Belgrado”, se lee en el editorial del diario El País del 2 de marzo. Los liberales piensan que esta resolución es poco contundente, mientras que los nacionalistas, que se ausentaron a la hora de las votaciones, consideran que Serbia se ha bajado vergonzosamente los pantalones y ha claudicado ante el resto del mundo. Estos nacionalistas radicales, entre los cuales aún hay una mayoría que reivindica la Gran Serbia y su preponderancia sobre los países vecinos, son “la otra Serbia”, la que estuvo al lado de Slobodan Milošević, la que permitió que Radovan Karadžić permaneciera escondido tantos años y la que impide que otro criminal de guerra, serbobosnio como el anterior, Ratko Mladić, no esté aún sometido a la justicia. La reconciliación entre estas dos Serbias parece, por ahora, imposible.


Estas cuestiones no son nada sencillas de analizar. La tímida resolución del Parlamento serbio es, sin duda, interesada y ha sido aprobada a pesar de las disensiones y el parecer de una parte importante de la opinión pública del país. En ningún momento se ha mencionado la palabra genocidio (que es como el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia definió la masacre de Srebrenica) y, por otra parte, continúa vigente la reivindicación del territorio de la actual República de Kosovo, cuya independencia el gobierno de Serbia se niega a reconocer. El transeúnte cree que en el imaginario de los serbios pesa mucho el mito, que los aleja de la realidad histórica de los últimos veinte años, y también la losa de un victimismo colectivo.


Pero ahora no se trata de juzgar esta decisión política más allá de lo que el transeúnte acaba de decir. Esta noticia viene a cuento para explicar una de las muchas crueldades que se cometieron en las guerras de la antigua Yugoslavia y una de las muchísimas cicatrices que quedaron de ella.



Después de su viaje a Bosnia y Herzegovina, durante el otoño de 2008, el transeúnte conoció en su exilio, en una ciudad mediana situada entre Lyon y los Alpes, a un joven bosnio musulmán que pudo huir de su país y encontró refugio en Francia. Se lo presentaron cuando se acercó, en un bar, a un grupo de hombres que hablaban serbocroata (permitid que el transeúnte utilice esta denominación para la lengua común de serbios, croatas, bosnios y montenegrinos, aunque ahora sea políticamente incorrecto), para intentar establecer conversación, como suele hacer cuando viaja, y les explicó que hacía poco había estado en Bosnia. En aquel grupo de hombres había serbios y croatas. Él era el único bosnio.


Aquel hombre, no muy alto, delgado y nervioso, agitado por diversos tics musculares, en un primer momento se mostró reticente ante la propuesta de hablar de su experiencia durante la guerra de Bosnia, pero de pronto se abrió, con la condición de que no se conociera su auténtico nombre. Se sentaron los dos en un rincón discreto del local, y él pidió al transeúnte que lo llamara Samir, en honor a su padre, que tenía ese nombre. Entre contracciones espasmódicas continuas y cambios repentinos de humor, que lo hacían pasar de la sonrisa a la agresividad (actitud característica de los ciclotímicos), explicó que trabajaba en una relojería, porque había aprendido el oficio de su padre desde que era pequeño, y que su padre había muerto cuando él tenía 16 años, asesinado por un par de soldados serbios borrachos en el patio de su casa, en una pequeña localidad de las cercanías de Sarajevo que no quiso precisar. Esto sucedió cuando el ejército popular yugoslavo (Jugoslavenska narodna armija, JNA, integrado exclusivamente por serbios y montenegrinos) intentaba tomar la ciudad de Sarajevo, a fines de marzo de 1992. Fue uno de los muchos asesinatos a sangre fría cometidos durante aquel horrible conflicto.


Poco a poco, Samir fue relatando lo que sucedió aquel día y durante los días sucesivos. El cuerpo de su padre, ensangrentado, quedó tendido en medio del patio a través del cual se accedía a la vivienda familiar. Desde que los militares enviados por Belgrado, con la venia tácita de las autoridades serbobosnias que, de hecho, habían constituido un gobierno títere que seguía al pie de la letra los dictámenes del régimen nacionalista y expansionista de Milošević, amenazaban la capital de Bosnia y Herzegovina, todo el mundo se había encerrado en su casa, excepto los partidarios de aquella invasión. La de Samir es una narración horripilante, hecha con constantes cambios de tono de voz e interrumpida por largos momentos de silencio. El transeúnte la reconstruye, procurando articularla, a partir de los apuntes que tomó aquella misma noche del mes de enero de 2009:

Cuando oímos los tiros y vimos por la ventana que mi padre yacía en el suelo, mi madre y yo salimos corriendo al patio, mientras mi hermana pequeña sufría un ataque de nervios y chillaba, paralizada. Estábamos a medio camino entre la puerta de casa y el cuerpo de mi padre, y de repente los soldados comenzaron a disparar al aire, entre carcajadas y muecas: “¡Quietos! ¡Media vuelta y a casa!”, nos ordenaron, añadiendo una blasfemia. Mi madre, temblorosa y atemorizada, se detuvo; yo seguí avanzando, y uno de los soldados me apuntó con el fusil, desvió un poco el punto de mira y disparó contra una de las ventanas de casa, haciéndola añicos y rompiendo el vidrio. “¿No lo has oído, hijo de guarra? ¡Venga, a casa o tú serás el siguiente!”

La rabia me carcomía por dentro, habría hecho una locura si mi madre no me hubiera agarrado por la camisa y me hubiera arrastrado hacia casa con una fuerza que no sé de dónde sacó. Yo no sabía si mi padre estaba muerto o sólo herido. Pero mi madre lo tenía bastante claro. Mientras tanto se habían agolpado más soldados en la puerta del patio.


En casa nuestra impotencia nos hizo estallar en llantos desesperados. Desde afuera se oían las carcajadas y las burlas de los soldados, sus insultos y amenazas, entre las cuales hacían la broma de apostar quién de ellos sería el primero en violar a mi hermana; uno dijo: “¡Y a la mujer también!”, y otro, que no podía parar de reír, le replicó al cabo de un momento: “¿No te daría asco follarte a una cerda asquerosa como ésa?”. No queríamos oír todo aquello, yo tenía la sensación de vivir una pesadilla, pensaba que me despertaría sudado y corroído por la angustia… Pero aquello sólo fue el comienzo de una pesadilla mucho más larga.


El francés mal aprendido de Samir hacía difícil la comprensión de algunas de las cosas que decía, sobre todo cuando se excitaba. De vez en cuando mezclaba palabras en su lengua, pero el contexto permitía adivinar qué quería decir. Entonces explicó que aquellos soldados les ordenaron que no salieran de casa por ningún motivo, que se consideraran “prisioneros”.


Al cabo de un rato se marcharon y dejaron a uno solo para vigilarnos, pero más tarde llegaron dos más, que no parecían borrachos, pero que también nos maldijeron como “cerdos musulmanes” y nos pronosticaron que sufriríamos mucho. Y fue cierto, porque el cadáver de mi padre quedó diez días tendido en medio del patio, mirando hacia el cielo, en medio de su sangre reseca, descubierto, mientras se descomponía. Yo no podía dejar de mirar a través de la ventana, y lo veía allí. Al día siguiente de su asesinato llovió y el cuerpo quedó empapado, la sangre medio se licuó. Los soldados nos vigilaban noche y día; a veces los veíamos, otras no. Cuando yo miraba por la ventana me hacían gestos obscenos y reían.


El tercer día, al atardecer, dos de los soldados entraron en el patio, metieron en la boca de mi padre una cola de cerdo, y entre los muslos, a la altura de los genitales, le colocaron una zanahoria. Reían como adolescentes tontos y no paraban de hacer muecas y vociferar obscenidades mirando y señalando el cadáver de mi padre, y mirándome a mí, plantado detrás de la ventana. Yo era el único que se atrevía a mirar por la ventana. Mi madre se quedó en la cama mientras duró lo que para aquellos militares parecía una divertida broma macabra. Mi hermana perdió el habla, y aún hoy no la ha recuperado. Parecía muerta en vida, pálida e inmóvil. Ninguno de los tres comió nada mientras duró aquello, sólo bebíamos agua y zumos de fruta que teníamos en la nevera. Tampoco encendimos el televisor, no sabíamos qué pasaba realmente, pero tanto daba, ya que las informaciones procedían siempre de Belgrado.


¡Diez días con el cadáver de mi padre en el patio! Por mi mente pasaron ideas que prefiero no recordar. Al cabo de diez días llegaron dos hombres de civil y retiraron el cuerpo de mi padre, se lo llevaron. Los soldados habían desaparecido. Salí al patio, pregunté adónde llevarían el cuerpo. Uno, ni tan sólo me miró; el otro se encogió de hombros y no pronunció ni una palabra. Trasladaron el cuerpo de mi padre en una camilla muy sucia, llena de manchas oscuras de sangre reseca y otros humores, hasta una camioneta tronada; les costó arrancarla, y se marcharon. Nunca hemos sabido qué hicieron con el cuerpo de mi padre.


Pocos días más tarde, cuando mi madre y mi hermana se habían recuperado un poco, les dije que debíamos marcharnos. Mientras tanto había comenzado el sitio de Sarajevo, desde casa oíamos, a lo lejos, las explosiones y los tiros, veíamos pasar los aviones. Un día, de madrugada, recogimos unas cuantas cosas esenciales y fuimos hasta el pueblo de al lado, donde vivía otro relojero que había sido amigo de mi padre. Nadie nos detuvo por el camino, no vimos a ningún soldado. Estábamos en un territorio que ahora pertenece a la República Srpska. Aquella familia nos acogió, lloró con nosotros, estuvimos en su casa tres días y medio. A ellos no les había pasado nada, aunque eran musulmanes. Después, cuando ya estábamos en Francia, supimos que los habían asesinado…


Otro largo silencio.


Nos marchamos cuando oscurecía. Nos aconsejaron que fuéramos hacia Goražde [al este de Sarajevo], donde tenían parientes: nos dieron sus señas y una carta para ellos. Nos dijeron que aquella ciudad no había sido ocupada por la Armija. Caminamos durante más de tres días, extenuados. Mi madre no quería continuar, tenía los pies llagados. Mi hermana, de doce años, de golpe se reanimó, ¡creció de repente!, era más fuerte y más tenaz que yo…, pero era incapaz de hablar, nunca ha recuperado el habla, ahora está en un hospital, sometida a tratamiento psiquiátrico. Entre los dos tuvimos que arrastrar a nuestra madre, que lloraba, gemía, nos pedía que la abandonásemos, que Alá ya haría que tuviera una muerte dulce.


Pero no llegamos a Goražde. Por el camino tropezamos con una columna de vehículos blindados con soldados extranjeros
[se refiere, probablemente, a los soldados de la UNPROFOR (United Nations Protection Force), una fuerza de protección instituida por el Consejo de Seguridad de la ONU muy poco antes, hacia febrero de 1992, con el propósito de “crear las condiciones de paz y seguridad necesarias para solucionar la crisis yugoslava”]. Yo me expresaba muy mal en inglés, mi hermana lo conocía bastante mejor, y como no podía hablar escribió en un papel que le dieron los extranjeros cuál era nuestra situación. Gracias a aquellos soldados pudimos salir de Bosnia y llegar a Francia, donde fuimos acogidos como refugiados. Después todo fue bastante fácil. Pero mi madre no se recuperó, murió hace diez meses. ¡Aún era joven, tenía 55 años, pero parecía que tuviera más de 80! Había perdido todos los dientes, el cabello, la piel se le había oscurecido y estaba llena de ampollas…


El transeúnte preguntó a Samir cuáles eran sus sentimientos; él se alteró un poco, levantó la voz y dijo:

¡Yo no quiero odiar! Yo no quiero ser como los que mataron a mi padre, porque ellos lo hicieron con odio. Yo no quiero odiar a nadie, tampoco a los serbios. Quiero que mi país vuelva a ser como antes de la guerra, pero todo el mundo dice que eso será imposible. Pues entonces no volveré nunca más. Pero yo no odio a nadie, no quiero odiar, quiero ser una persona respetable, un buen trabajador, y aquí puedo serlo, aquí las cosas son fáciles. Quiero que mi hermana pueda volver a hablar, los médicos dicen que volverá a hablar, ella está segura de que lo conseguirá, y también podrá trabajar y encontrar un marido.


Y cuando el transeúnte le preguntó si él también había necesitado ayuda psicológica, lo miró fijamente a los ojos y le respondió, ofendido:


¿Crees que después de lo que ha pasado necesito un psicólogo? ¡No, yo he salido adelante, yo he sido fuerte, he sido valiente, no odio a nadie, no tengo rencores, no necesito que me curen de nada! Has visto que estoy con camaradas yugoslavos, serbios, croatas… No los odio, somos amigos. ¡Yo no odio a nadie, no quiero odiar a nadie!


Era evidente que Samir necesitaba, y mucho, asistencia psicológica. El transeúnte no ha vuelto a saber nada de él, que no quiso dejarle ninguna dirección, ningún número de teléfono, ni tan sólo le dijo cuál era su auténtico nombre. Tampoco le permitió que lo fotografiara. De pronto se levantó de la silla, encajó con fuerza la mano del transeúnte y salió rápidamente del bar, se perdió por las calles de la ciudad cuando ya oscurecía. Habían compartido unas cervezas mientras hablaban. Como muchísimos otros musulmanes de Bosnia y Herzegovina, Samir no era un musulmán practicante: el islamismo, para él, era un signo de identidad, como el judaísmo lo es para la mayoría de los judíos que se consideran ateos.




Las guerras acaban casi siempre sin haber resuelto los problemas, como es el caso de la de Bosnia, pero dejan cicatrices profundas en los que las han vivido; unas cicatrices que permanecerán para siempre jamás en su espíritu, porque son indelebles.


Fotografías (clicad encima para ampliarlas):

-Arriba, cartel con un mapa del sitio de Sarajevo.

-Abajo, dos imágenes que muestran las cicatrices que dejó la guerra en Jajce (Bosnia central).


© de las fotografías: Albert Lázaro-Tinaut (octubre de 2008).


Traducción del catalán: Carlos Vitale.