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13 abril 2011

Los controles aeroportuarios: ¡todos somos sospechosos!

Acceso a la zona de control en la Terminal 1 del Aeropuerto de Barcelona.
(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)

La idea de construir un mundo sin barreras no es nueva, pero en las últimas décadas muchas personas, sobre todo aquellas que se han preocupado por la educación y la eficacia de la escuela, han hecho hincapié en este concepto utópico, movidos tal vez por la aparente desaparición de muros y fronteras interestatales, al menos en Europa.

Sin embargo, las barreras todavía existen, aunque no siempre sean tangibles: las fronteras van desapareciendo físicamente, pero en la mentalidad de los ciudadanos (y de los gobernantes, por supuesto) están muy presentes. Cuando pensamos en las barreras aparecen en nuestra mente solamente las que impiden el paso, ya sea a nosotros mismos por la valla de una obra pública, por ejemplo, ya sea a personas minusválidas (que al fin van consiguiendo que la arquitectura y el mobiliario urbano se adapten a sus necesidades), ya sea a los vecindarios separados por vías de circulación rápida o tendidos ferroviarios. Pero en el subconsciente colectivo permanecen, a pesar de todo, esas barreras invisibles e intangibles que cierran nuestro entorno, inmediato o no.

Placa colocada en el puesto fronterizo
hispano-francés de la Jonquera para
conmemorar la apertura de barreras.
Los puestos de control y los edificios
de aduanas fueron cerrados y,
posteriormente, derribados.

(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)


La idea de una Europa unida sigue siendo una utopía, y los hechos nos lo demuestran todos los días. Para un ciudadano del Reino de España, la República Francesa es “otro Estado”, no una parte más del territorio común europeo. En pocos estados se tiene la sensación de compartir algo con los vecinos: si acaso en Escandinavia, o en el Benelux (pese a que en Bélgica la barrera ideológica y política entre Flandes y Valonia es cada vez más sólida)… De hecho, está ocurriendo todo lo contrario: Yugoslavia se desintegró violentamente y generó siete estados independientes (Bosnia-Herzegovina, Croacia, Eslovenia, Kosovo, Macedonia, Montenegro y Serbia). Algo semejante ocurrió en la Unión Soviética tras la caída del Muro de Berlín, y de Checoslovaquia surgieron, de mutuo acuerdo y
en paz, dos estados distintos.

Un policía austriaco y otro húngaro
retiran simbólicamente la barrera
fronteriza entre sus respectivos
países el 20 de diciembre de 2007,
al integrarse Hungría en la
denominada “zona Schengen”.

(Fuente: The Telegraph, 21.12.2007 -
http://www.telegraph.co.uk/news/
worldnews/1573358/Police-warning-as-
politicians-hail-open-borders.html)


La paradoja, pues, está servida. El transeúnte no opina sobre las ventajas y los inconvenientes de esa nueva realidad: se limita a enumerar las barreras, con todo el respeto que le merecen los pueblos separados por ellas (para muchos de los cuales –las repúblicas bálticas, por ejemplo– han sido incluso beneficiosas).

Pero he aquí que, de pronto, surge algo más bien indefinido que se denomina “terrorismo internacional”. Curiosamente, cuando una de las dos grandes potencias mundiales desaparece del mapa político y deja de serlo, se tiene la impresión de que la otra –también en crisis, pero todavía fuerte– necesite tener un enemigo poderoso para demostrar, precisamente, que es una gran potencia mundial (y para que el negocio armamentístico, entre otros, no merme, claro está).


El de Osama bin Laden es el rostro
más conocido del llamado "terrorismo
internacional" o, equívocamente, "islámico".


El hecho, históricamente hablando, no tiene nada de nuevo. Desde los albores de la humanidad los enfrentamientos tribales y las guerras entre pueblos y estados vecinos se han sucedido sin cesar. Ahora, sin embargo, hablamos de un enemigo indefinido, bastante difuso pese a las apariencias (no olvidemos que la información que recibimos está casi siempre manipulada), y no de un pueblo o un Estado, y si reflexionamos podemos llegar a la conclusión de que ese enemigo tan terrible, ese lobo feroz, no puede ser más que algo concebido para mantener a raya a los auténticos enemigos de cualquier poder: los ciudadanos libres y pensantes, capaces de derribar muros altísimos si “algo” no frena sus lícitas aspiraciones: y al transeúnte –que tiene bastante arraigado el vicio de reflexionar sobre las cosas– se le ocurre que la gran solución pasa por considerar sospechoso a todo bípedo, bien o mal vestido.

Los atentados terroristas (suponiendo que realmente lo fueran) que sufrieron en su propia piel en septiembre de 2001 los hasta entonces incólumes Estados Unidos, y otros que ocurrieron más tarde en diversos países (entre ellos la atroz matanza de marzo de 2004 en las inmediaciones de la estación madrileña de Atocha) crearon un estado de alarma mundial que derivó muy pronto en unas obsesivas normas de seguridad, una enorme barrera que convertía definitivamente en sospechosos a todos los ciudadanos y que, además, daría aún más alas a la xenofobia.


El 7 de julio de 2005, una serie de explosiones
en los transportes públicos de Londres provocaron
la muerte de 56 personas y heridas a varios centenares.

(Fuente: UnWelcome Honesty - http://unwelcomehonesty.wordpress.com/)

Los aeropuertos quizá sean el mejor ejemplo de esas “barreras”, donde los pasajeros son a menudo objeto de vejación, cuando no de “detención preventiva” o de repatriación forzosa. Los márgenes de tolerancia son escasos, pero variables según las normativas que aplica cada Estado.

El transeúnte, que se mueve con frecuencia por el espacio aéreo, podría explicar decenas de anécdotas sobre las situaciones en que se ha encontrado. Se limitará a comentar algunas porque, a su entender, denotan la actitud de las autoridades policiales de cada Estado (amparadas, claro está, por las instrucciones emanadas de sus respectivos gobiernos).

La más desagradable que recuerda desde que se establecieron esos controles ocurrió en el aeropuerto escocés de Glasgow, donde unos cartelitos bien visibles antes de entrar en la “zona de control” ya advertían que cualquier tipo de resistencia, amenaza, insulto e incluso actitud evidente de enfado podía suponer para el pasajero su detención inmediata. Tenían muy claro los agentes de la policía que los usuarios de aquel aeropuerto deberían pasar por una serie de vejaciones, y convenía que las asumieran con resignación. Casi nadie escapaba de las voces crispadas de los uniformados, de sus regañinas, de sus humillantes lecciones de “cómo debían haber ordenado sus pertenencias” en el equipaje de mano, cuyo contenido, en la mayoría de los casos, era dispersado a la vista de todos sobre grandes mesas, revisado minuciosamente y luego amontonado de cualquier manera sobre la bolsa o la maleta de cabina, para que el molesto pasajero, sin poder expresar su indignación, se tomara la molestia de volverlo a colocar todo en su lugar. Cualquier objeto “sospechoso” suponía un interrogatorio, y si el viajero no entendía la lengua del policía, sufría una vejación más. Puro autoritarismo militar en un país, el Reino Unido, que pretende distinguirse por sus buenas maneras. El transeúnte, sin zapatos (porque también había que descalzarse), sin cinturón (con el consiguiente riesgo de quedarse de pronto en calzoncillos… como le ocurrió a más de un pasajero), con sus pertenencias revueltas, consiguió a duras penas y sin ninguna ayuda llegar a las largas mesas donde la gente trataba de hacer un hueco para salir de apuros.


La revisión del contenido de
los equipajes es muy frecuente,
sobre todo, en los Estados Unidos
y el Reino Unido.

(Fuente: La Stampa, Torino, 27.10.2010 -
http://www.lastampa.it/redazione
/cmsSezioni/esteri/201010articoli/
59885girata.asp)


En cambio, recuerda su experiencia más agradable, teniendo en cuenta las circunstancias. Fue en el aeropuerto de Lisboa, donde el policía que lo atendió le pidió excusas por las molestias y, con una sonrisa afable, le ayudó incluso a ponerse la chaqueta.

En el aeropuerto romano de Fiumicino la experiencia fue hasta divertida y digna de los mejores tópicos italianos. El transeúnte hacía escala allí, viajando de Dubrovnik a Barcelona. Confiado en que no debería pasar ningún otro control (el de la policía croata había sido correcto, sin ningún incidente), compró en el Free shop del aeropuerto dálmata una barroca botella de rakija, ese característico aguardiente (de ciruelas, en su caso) que se produce en los Balcanes. Pero he aquí que en el aeropuerto romano sí que debía pasarse de nuevo el control de equipaje de mano, a pesar de estar en tránsito. El escáner, por supuesto, detectó la botella en la mochila del transeúnte y un policía joven y amable le dijo que debía entregar la botella. Tras una breve y amable discusión, y al ver de qué se trataba, el uniformado tuvo un gesto de complicidad con el transeúnte: “Ma via, salvi questa bella bottiglia!”, y le dio las pistas para hacerlo: salir de la zona de tránsito, como si terminara su viaje en Roma, ir al mostrador de la compañía con la que debía volar a Barcelona y facturar aquella mochila, “ya que nadie sabe que lleva también una maleta facturada desde Dubrovnik”, añadió, guiñándole el ojo a la “víctima”, cuando ésta le hizo saber que llevaba también una maleta en bodega. Y así lo hizo el transeúnte, sin que nada le impidiera “salvar” su rakija.


El transeúnte todavía conserva,
ya vacía, la botella de rakija que
"salvó"
en el aeropuerto de Fiumicino.

Al regreso de un reciente viaje a Irlanda, los policías del control del aeropuerto de Dublín “descubrieron” en el monitor del escáner que el transeúnte llevaba dos paraguas en su mochila, y se la hicieron abrir. Puesto que el uniformado que la inspeccionó encontró un solo paraguas, la vació del todo, sin hallar el otro supuesto artilugio, amontonó los enseres encima de la mochila y la volvió a pasar por el escáner. “All is in order, no problem!”, dijo entonces en tono conciliador; pero abrió dos veces el paraguas para asegurarse de que no ocultara ningún material mortífero (o, más bien, para atenuar su sensación de ridículo). Luego, sin embargo, colocó con cuidado los enseres en la mochila, la cerró y se despidió del sospechoso con un “Thank you very much” y media sonrisa.

Nunca ha tenido problemas el transeúnte en aeropuertos de otros países, pero siempre se ha sentido vigilado, “sospechoso”, al pasar cualquier control de seguridad.


¿Podemos considerar aceptable éticamente este tipo de cacheo?
(Fuente: Taringa! - http://www.taringa.net/posts/imagenes/8610794/
Cacheos-en-el-Aeropuerto.html. Más imágenes indignantes en la misma página.)


Construir un mundo sin barreras, sentirse libre, al menos en el territorio de la llamada Unión Europea (que está lejos de ser la Europa de los ciudadanos), es hoy por hoy sólo un anhelo. El enemigo acecha, aunque sea de cartón piedra, aunque resulte increíble que ese personaje ya legendario (¿no lo será acaso en el sentido recto de la palabra?) a quien llaman Osama bin Laden no haya sido localizado y aniquilado cuando los medios de que dispone la gran potencia mundial todavía superviviente son capaces de encontrar la punta de una aguja en el gran pajar de nuestro planeta. Y nosotros, a callar y obedecer, que es una de las primeras consignas de la humanidad desde que el mundo es mundo. Somos masa, minoría silenciada, individuos indefensos, el agnus dei, infelices mortales al fin y al cabo, y parias para unos pocos con excesivo poder.

(Fuente: © Galería de citylovesyou_ffm, 2006 /
http://www.flickr.com/photos/ffmobscure/with/218668494/)


Haced clic sobre las ilustraciones para ampliarlas.

30 noviembre 2010

Gibraltar: un peñón multiétnico, multilingüe y multirreligioso

El único puesto fronterizo terrestre entre España y Gibraltar, y el peñón,
vistos desde de localidad andaluza de La Línea de la Concepción.

(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)

El topónimo con el que conocemos The Rock (el Kalpe de los antiguos griegos), la colonia británica del sur de la península Ibérica, tiene su origen en la denominación que dieron los árabes al peñón donde se asienta: Yabal Tariq (جبل طارق), “la montaña de Táriq”, en honor a Táriq ibn Ziyad al-Layti (طارق بن زياد), el caudillo beréber que desembarcó allí con sus tropas el año 711 y que, según la tradición, lideró la conquista de la Hispania visigoda.


La historia de esta estratégica península de 6,5 kilómetros cuadrados, situada al este de la bahía de Algeciras, es bien conocida: formó parte de la taifa de Granada, fue tomada por las tropas castellanas en 1309, reconquistada por los benimerines en 1333, cedida por éstos al reino nazarí de Granada veinticuatro años más tarde y, finalmente, conquistada para la Corona castellana por el duque de Medina-Sidonia en 1562, aunque hasta 1501 no fue incorporada oficialmente al Reino de Castilla.


El sitio anglo-holandés que sufrió el peñón del 1 al 4 de agosto de 1704, durante la guerra de Sucesión española, obligó a las tropas borbónicas de Felipe V a capitular ante el príncipe de Hesse-Darmstadt, quien tomó posesión de Gibraltar en nombre del archiduque Carlos de Austria, pretendiente a la corona española.

A British Man of War before
the Rock of Gibraltar
, pintura

de finales del siglo XVIII,
del
artista inglés Thomas
Whitcombe.

Tras un sitio fallido por parte de las tropas hispano-francesas, mediante el tratado de Utrecht, que puso fin a la guerra de sucesión, en 1713 Gibraltar se convirtió en posesión británica, y continúa siéndolo como colonia, a pesar de los frecuentes intentos españoles para recuperar aquel territorio.


Cuando el transeúnte visitó Gibraltar, lo primero que le sorprendió, desde el autobús que tomó después de pasar a pie la frontera hispano-gibraltareña, fue ver cómo la breve carretera que conduce al centro urbano ha de cruzar la pista del aeropuerto, que se cierra mediante una barrera semejante a la de los pasos a nivel ferroviarios cuando despega o aterriza algún avión.


Al llegar a la ciudad, observó en seguida las curiosas contradicciones que se dan en aquel lugar, donde los llanitos (nombre con el que son conocidos los gibraltareños) conservan un castellano heterodoxo, con un marcado acento andaluz, mientras que el idioma oficial de la colonia es el inglés, lengua en la que están escritos casi todos los rótulos (pese a que en algunos casos aparece el bilingüismo).

Un característico autobús
inglés en el centro urbano
de Gibraltar; se pueden
observar (haciendo clic
sobre la foto para ampliarla)
las inscripciones bilingües,
en inglés y castellano.
(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)

También es contradictorio el uso de la moneda: oficialmente, se utiliza la libra esterlina británica (que tiene incluso una versión local emitida
por el Gobierno de Gibraltar: la Gibraltar pound), pero el euro circula paralelamente y con frecuencia los precios están marcados en ambas unidades monetarias. Sin embargo, la moneda europea no se admite en determinados lugares, como por ejemplo la oficina de Correos.

Un billete de 20 libras esterlinas emitido por el Gobierno de Gibraltar.

El transeúnte pudo constatar, además, que el pequeño núcleo urbano de Gibraltar, dividido en siete áreas residenciales y poblado por poco más de 27.000 personas, es un centro multicultural y multirreligioso muy interesante en el que se mezclan la población local (de raíces andaluzas o andalusíes), una minoría de británicos (dedicados sobre todo a tareas administrativas, comerciales y oficiales) y unas relativamente nutridas comunidades musulmana (cerca de un 7 % de la población) y judía (presente en el peñón desde hace más de seiscientos cincuenta años, la cual, aunque actualmente sólo representa el 2 % de la población, siempre ha sido muy influyente: se calcula que en el lenguaje local, el llanito, se utilizan unas quinientas palabras de origen hebreo).




























Un niño judío gibraltareño, con la característica kipá.

(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)




























Puerta de una casa de la comunidad judía de
Gibraltar.
Puede verse el año de construcción:
5655 del calendario
hebreo, que corresponde
al 1895 de nuestro calendario gregoriano.

(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)


Hombres musulmanes a la salida de una de les mezquitas de Gibraltar.
(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)

Las religiones mayoritarias, sin embargo, son la anglicana y la católica, cada una de las cuales tiene su catedral y sus templos. También hay templos de otras comunidades protestantes, hinduistas, baha’i, etc.





























La catedral anglicana de la Santísima Trinidad (Holy Trinity),

de estilo morisco y arquitecto desconocido, consagrada en 1838.
(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)





























La catedral católica de Santa María la Coronada,

levantada
en el lugar que ocupaba una antigua
mezquita.
Fue consagrada el 20 de agosto de 1462.
(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)

El llanito es un curioso dialecto castellano, muy próximo al andaluz pero a la vez característico y ecléctico. No incluye únicamente expresiones hebreas, sino sobre todo palabras inglesas y también maltesas (muchas familias maltesas se establecieron en Gibraltar), árabes, beréberes, portuguesas, genovesas y de numerosas lenguas de la India, de donde proceden muchísimos comerciantes.


El transeúnte recuerda, por ejemplo, que cuando quiso ir a Punta Europa, la conductora del autobús le advirtió (la transcripción es fonéticamente aproximada): “Vamo’ a ve’ si podemo yegá, que el tiempo ehtá muy windy”; en efecto, el día era ventoso y ello impidió al transeúnte subir a lo alto de The Rock, Signal Hill (de 387 metros de altitud, donde se encuentran los famosos monos gibraltareños), ya que el teleférico por el que se accede no funcionaba aquel día a causa, precisamente, de la fuerza del viento, y los taxistas -especulativos ellos- pedían demasiado dinero para llevarlo hasta allí.


El faro de Punta Europa,
construido
entre 1831 y 1841
y automatizado
en 1994.
(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)


Punta Europa (Great Europa Point, según la toponimia oficial británica) es el extremo meridional de la península de Gibraltar, encarado al norte de África, que es visible en la lejanía. Se trata de un pequeño promontorio rocoso y llano, donde destacan el faro, la mezquita de Ibrahim-al-Ibrahim (financiada por el rey Fahd de la Arabia Saudita e inaugurada el 8 de agosto de 1997) y el pequeño santuario católico de Nuestra Señora de Europa.


La amable conductora del autobús que condujo hasta allí al transeúnte (la fuerza del viento no era tan intensa y las olas, por lo tanto, ya no invadían la explanada como pocas horas antes), le dijo dónde lo esperaría cuando el vehículo de servicio público hiciera el siguiente viaje. De vuelta, íbamos recogiendo escolares, impecablemente vestidos con los uniformes de sus respectivas escuelas. Los policías municipales también visten un uniforme parecido al de los bobbies londinenses, con el correspondiente y característico helmet (casco). Y es que, pese a todo, en Gibraltar las tradiciones responden claramente a las costumbres del antiguo Imperio británico: en multitud de aspectos, el peñón es un pedazo del conservador Reino Unido trasplantado al sur de Europa.



Una imagen muy británica en un ambiente muy mediterráneo.
(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)


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23 marzo 2010

Flashes: Derby

Una de las efímeras curiosidades que el transeúnte encontró
paseando por Derby.

Derby es una ciudad del centro de Inglaterra, capital del condado de Derbyshire, en la región de East Midlands. La población del municipio supera los 230.000 habitantes. Fue una de las primeras localidades a las que llegó el ferrocarril, en 1840, lo cual la convirtió pronto en un próspero centro industrial y un estratégico nudo de comunicaciones ferroviarias. Pero no obtuvo el estatuto de ciudad hasta 1977, con motivo del 25.º aniversario de la coronación de la reina Isabel II.

Derby es famosa, entre otras cosas, por haber sido uno de los centros más importantes de la primera revolución industrial, que allí se inició en 1717. En el año 1759 Jedediah Strutt (1726-1797) patentó la máquina tejedora de algodón conocida como Derby Rib Attachment, que entonces revolucionó el sector. Más tarde se instalarían otras industrias, como la primera fábrica de coches y motores de aviación Rolls-Royce, fundada en 1904. Allí se fabrican también algunos componentes para los aviones Bombardier y para los vehículos de la firma japonesa Toyota.


Una de las viejas construcciones industriales de la ciudad, el Silk Mill (molino de la seda), alberga el Derby’s Museum of Industrial and History. Es uno de los numerosos molinos textiles que se encuentran (y se pueden visitar) en el valle del río Derwent, corrupción de la denominación gaélica Djúra-bý, que los anglosajones (o los vikingos, que convivieron con ellos) habrían convertido en Deoraby, de la cual proviene el nombre de la ciudad. Los invasores romanos establecieron allí un asentamiento militar, que denominaron Derventio.


El centro comercial de Derby. Al fondo, la torre
de la catedral anglicana de Todos los Santos.


Además de abundantes muestras de arqueología industrial, Derby tiene una catedral anglicana, fundada en el año 943 como colegiata real por el monarca anglosajón Edmundo I y reconstruida en estilo gótico durante el siglo XVI, a la que se añadió, en 1725, una torre de 68 metros. Pero su consagración como catedral, dedicada a Todos los Santos, data del 1 de julio de 1937. También encontramos en la ciudad otros lugares interesantes, como la iglesia de St. Alkmund, de estilo georgiano, edificada en 1846; el Pickford’s House Museum, construido en el año 1770 por Joseph Pickford (1734-1782), y la St. Helen’s House, del mismo arquitecto, que data de 1766.

Fotografías © Albert Lázaro-Tinaut.
Clicad sobre ellas para ampliarlas.


Traducción del catalán: Carlos Vitale.

08 enero 2010

Ì Chaluim Chille


El del título es el nombre, en gaélico escocés, de la isla de Iona (Isle of Iona, en inglés), que de hecho es un islote de lava basáltica de menos de 9 kilómetros cuadrados situado a tan sólo una milla náutica de la isla de Mull, en el archipiélago de las Hébridas Interiores, al oeste de Escocia.

El transeúnte descubrió aquel lugar, pequeño en extensión, pero importante para la historia de Escocia (¡y de la Cristiandad!), aprovechando una estancia en Oban durante la primavera de 2009. Para llegar allí es preciso embarcarse en el trasbordador que lleva a Craignure (Creag an Iubhair), la principal localidad de la isla de Mull (Muile), y recorrer después con autobús la estrecha carretera que la enlaza con Fionnphort, la aldea más sud-occidental de la isla, donde se toma otro pequeño ferry que atraviesa en pocos minutos el brazo de mar hasta la “capital” de Iona, Baile Mòr, denominada popularmente The Village.


La importancia histórica de Iona radica, sobre todo, en el hecho de que fue el punto de partida de la cristianización de Escocia. El príncipe y monje irlandés Colum Cille (que en gaélico significa “paloma de la iglesia”), más conocido como Columba, descendiente de un rey de Irlanda del siglo V y santificado más tarde por la Iglesia católica, se estableció allí en el año 563 con doce cofrades y fundó un monasterio en el lugar donde se eleva la actual abadía (la Abbey); dicen las crónicas que desde allí Columba y los suyos iniciaron su misión evangelizadora. La vida del fundador (Leabhar Breac) fue recogida un siglo y medio más tarde por uno de sus sucesores, el abad Adomnán de Iona.

Pero pronto los monjes de Iona, que practicaban el denominado cristianismo céltico, toparon con la jerarquía romana, problema que fue expeditivamente resuelto por el Sínodo de Whitby (664), en el cual fueron obligados a someterse a la normativa disciplinaria del Papado. Los ataques de los vikingos, durante el siglo VIII, acabaron, sin embargo, con las expectativas de aquel pequeño grupo monástico: el convento fue saqueado y los tesoros que se custodiaban en él, robados. Pero los sagrados despojos del príncipe-monje fueron ocultados en lugar seguro, y después fueron repartidos, como reliquias, entre Escocia e Irlanda. El trasiego de muertos al que se refería hace poco este transeúnte, tiene, como vemos, una larga y tétrica historia...

Después de un prolongado período de abandono, en 1208 el edificio original fue recuperado y ampliado, y se convirtió en una abadía benedictina. Desde entonces y hasta el siglo XVI se añadieron nuevos elementos, como la capilla de san Odhrán, destinada a acoger los restos mortales de los reyes de Escocia (entre ellos, Macbeth, inmortalizado por Shakespeare), aunque también se enterraron allí los de algunos monarcas irlandeses y noruegos, y los de otros personajes relevantes. Asimismo, se sepultaron allí los restos de hombres santos para la Iglesia católica, e incluso de políticos, como es el caso del líder del Partido Laborista británico John Smith (1938-1994). La abadía también fue un notable centro de acogida de peregrinos.

Pero el paso decisivo para la recuperación definitiva del lugar lo dio el duque de Argyll, que está enterrado allí, quien en 1899 vinculó la abadía a la Iglesia de Escocia. Las tareas de restauración más recientes del monumento religioso comenzaron cuando se hizo cargo de la abadía la Comunidad Cristiana Ecuménica de Iona, fundada en 1938 por el clérigo George Fielden MacLeod (1895-1991), alentado por su espíritu pacifista y el utópico deseo de aproximar las diversas creencias monoteístas. Las obras, interrumpidas durante la segunda guerra mundial, se reanudaron en 1956 y parece que continúan, ahora a cargo del gobierno de Escocia, según supo el transeúnte, el cual, de hecho, encontró allí andamios, pintores y albañiles.


Otro conjunto monumental que llama la atención en la isla de Iona son las ruinas del convento de monjas (la Nunnery), a medio camino entre el núcleo de Baile Mòr y la abadía. Construido en el año 1203 por el entonces Señor de las Islas, Reginald MacDonald, que estableció en él una comunidad de monjas agustinas, el edificio fue conocido como An Eaglais Dhubh (‘la iglesia negra’) por el color de los hábitos de las religiosas que allí residían. Abandonado durante la Reforma, el monasterio nunca fue reconstruido, aunque las ruinas se muestran actualmente encerradas en una especie de jardín y se han hecho algunas pequeñas restauraciones, más que nada para evitar que las paredes acaben viniéndose abajo.


No obstante, el ritual religioso céltico, conocido también como cristianismo insular, ha pervivido en Iona gracias a la reactivación que tuvo en la década de 1960 a partir de la New Age spirituality, que reivindicó incluso algunas ceremonias del viejo paganismo céltico, y los principios de los lolardos reformadores del siglo XIV.

El transeúnte, después de haberse documentado sobre la historia de aquella pequeña isla, la recorrió como quien hace una inmersión en las tinieblas de la Edad Media, imaginando desembarcos vikingos en las costas fácilmente accesibles, ganapanes trajinando piedras para levantar unos monasterios desproporcionados en aquel pequeño ámbito, oscuros enterramientos y largas soledades al borde del océano turbulento en días de temporal. Pero cuando él fue, el cielo era claro, soplaba un viento frío y todo respiraba paz en medio de los prados y por los caminos de Iona, Ì Chaluim Chille en gaélico, pese a que la lengua inglesa y la cultura británica ya se han impuesto casi sin remedio a las viejas tradiciones locales.

Antes el transeúnte había comido bien en el Argyll Hotel, un establecimiento agradable con vistas a la isla de Mull, en el centro del minúsculo pueblo de Baile Mòr, formado por una especie de plaza abierta al muelle donde atraca el trasbordador, de la cual sale un callejón bordeado de casas que sigue la costa hacia el norte, un camino que lleva hasta el sur de la isla y, hacia el interior, la carretera por la que se llega fácilmente a los monumentos citados y a las costas occidental y septentrional de Iona. El paisaje de la isla es plácido, formado por suaves alturas rocosas, amplias praderas y minúsculas manchas boscosas que contrastan con el litoral pedregoso. Todo es silencio, en Iona, e incluso el viento, que a veces sopla con fuerza, parece contagiado de aquella serenidad en medio de la cual reposan los espíritus de unos cuantos personajes casi olvidados por la historia, al menos fuera de Escocia.


El transeúnte os muestra unas cuantas imágenes que captó en aquel retazo de tierra de 5,6 km de longitud y 1,6 km de anchura, habitado por poco más de cien personas, cuyo punto más alto, el Dùn Ì, se eleva hasta los 101 metros. Si alguna vez recorréis las costas occidentales de Escocia, merece la pena que os acerquéis a Iona: ¡no es preciso llevar el coche!


Fotografías, de arriba abajo:

- La oficina de correos de Iona, en Baile Mór.

- El trasbordador en el muelle de Baile Mòr; al fondo, la isla de Mull.

- San Columba representado en una vidriera de la catedral de Edimburgo (imagen tomada de la red).
- Viejo mapa de la isla (imagen tomada de la red).
- La abadía de Iona.
- La tumba de los duques de Argyll, en la abadía de Iona.
- Una Biblia iluminada impresa en gaélico (abadía de Iona).
- Las ruinas de la Nunnery de Iona.
- Un crucero céltico próximo a la abadía de Iona.
- Desde la puerta del Hotel Argyll; al fondo, la isla de Mull.
- Ganado ovino pastando en el centro de la isla.
- Una típica country house en Iona.

© de las fotografías: Albert Lázaro-Tinaut.

Podéis clicar sobre las fotografías para agrandarlas.


Traducción del catalán: Carlos Vitale.