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13 febrero 2011

Liberté, égalité, fraternité?... Sarkozyté!

Entrada al municipio de Ciboure (a la izquierda de la imagen)
en el puente Charles de Gaulle sobre el río Nivelle.
A la derecha, Sant-Jean-de-Luz.

(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)

Ciboure (Ziburu, en vasco) es una pequeña localidad separada por el río Nivelle (Ur Ertsi, en vasco, cuyas aguas provienen de tierras navarras) de otra mayor y más conocida: Saint-Jean-de-Luz (Donibane Lohizun), con la que comparte estación ferroviaria y un pequeño puerto fluvial. Para pasar de la una a la otra hay que cruzar el río con alguna embarcación (suele estar en servicio una barca-transbordador para pasajeros) o bien dar un pequeño paseo, pasar el río por el puente Charles de Gaulle de la carretera D 810 (un ramal –denominado allí avenue Jean Jaurès– de la carretera general que enlaza París con Hendaya y el puente internacional de Irún) y bajar hacia el mar por el otro lado.

El transeúnte aprovechó una reciente estancia en Donostia para visitar estas dos localidades del lado francés de Euskal Herria [1]. Disfrutó primero de la paz invernal de Saint-Jean-de-Luz, donde comió espléndidamente, y aprovechó las primeras horas de la tarde, antes de emprender el viaje de regreso a la capital guipuzcoana, para darse una vuelta por Ciboure, a cuya entrada se había instalado un gran parque de atracciones en el que los niños parecían disfrutar de atracciones, chuches y ese algodón de azúcar que se conoce como barbe à papa.

En esta ocasión no va a describir tan bellos lugares, aunque aproveche para decir que en Ciboure nació en 1875 el compositor Maurice Ravel, el del famoso y magnífico Boléro (tan mal comprendido muchas veces). Va a contar una pequeña aventura, una de esas experiencias que dan sentido, pese a todo, a la vida del viajero.

La iglesia de Saint Vincent
y la Croix blanche, en Ciboure.

(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)

Con su cámara de fotos siempre a punto para captar lo insólito, lo efímero y aquello que le llama la atención, el transeúnte pasó frente a la iglesia de Saint Vincent (con su “Cruz Blanca”, etapa de uno de los ramales del Camino de Santiago) y se adentró por la rue Pocalette, paralela al paseo que sigue la ribera del río. Hizo varias tomas de detalles y también de las fachadas de esas bonitas casas que caracterizan las tierras vascas, con sus maderas pintadas de colores alegres (azul, verde, grana…) y, despreocupado y pendiente de lo que se ofrecía a sus ojos, se vio sorprendido en la desembocadura de aquella calle por tres gendarmes que lo rodearon de inmediato y le preguntaron, de sopetón, qué estaba fotografiando.

–Perdone, monsieur, pero en la calle por la que ha pasado está prohibido tomar fotos. Muéstreme los clichés.


–No he visto ningún cartel que lo indicara –replicó el transeúnte, que suele tener mucho aplomo en estos casos, pues ha pasado por experiencias parecidas en países sometidos a regímenes totalitarios. Se suponía que no era el caso de Francia, por lo que nada debía temer.


El gendarme fue observando las imágenes en la pantalla de la cámara y obligó al transeúnte a borrar algunas, cosa que éste hizo, mal que le pesara, arrepentido ahora de no haberse plantado ante tan caprichosa decisión de un don nadie uniformado. A veces le cuesta un poco reaccionar en caliente.


Una de las pocas fotos de la rue Pocalette
que el transeúnte logró salvar.

(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)

–Un documento de identidad, por favor… (pièce d’identité, se dice en francés, para asombro del foráneo, a quien le parece que en Francia la identidad puede despiezarse).

–¿Puedo saber qué es esto?

–Nada, monsieur, se trata sólo de un control rutinario.


El gendarme que se había apoderado del documento de identidad del transeúnte se alejó unos pasos, se conectó con su radioteléfono a algún misterioso lugar y transmitía a su también misterioso interlocutor los datos del sospechoso, que mientras tanto era custodiado por sus otros dos compañeros. Más allá, en los muelles, a orillas del río, había dos furgones celulares y otros seis o siete gendarmes.

En un momento dado, el que transmitía los datos se acercó al transeúnte y le preguntó qué significaba esa enigmática abreviatura “c/” que precedía al nombre de la calle donde vive.

–Significa rue, monsieur.

–Ah, cal-le… –suspiró tranquilizado después de haber hecho gala de su estupendo espagnol, y volvió sobre sus pasos.


La desembocadura del río Nivelle
desde los muelles de Ciboure (donde
estaban apostados los gendarmes
con sus furgones). A la derecha,
el faro de Saint-Jean-de-Luz.

(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)


Uno de los uniformados que retenían al transeúnte (aunque sin ponerle las manos encima en ningún momento, ¡sólo hubiese faltado eso!) empezó a interrogarlo. Le llamaba la atención que el sospechoso hablara tan fluidamente el francés y le preguntó a qué se debía. ¿Había vivido el sospechoso en Francia? ¿No? Étonnant... En lugar de contestarle, el sospechoso le espetó, irónico (siempre en fluido francés, claro):

–Hay otras lenguas que hablo mejor.


–¿Habla usted vasco? –se empezaba a vislumbrar por dónde iban los tiros.

–No.


–Pero, ¿lo entiende?


–Por qué quiere saber esas cosas, si se trata de un control rutinario, como dicen ustedes.

–Obedecemos órdenes, monsieur.

Un típico panier à salade
('ensaladera
'), como son conocidos
popularmente los furgones celulares
de la Gendarmería francesa.

(Foto: Collection CHARLYDESIGN93)

No sabe por qué (o quizá sí), al transeúnte le pasaron por la cabeza otros momentos en que había oído y leído esa frase: los ejecutores nazis obedecían órdenes, los agentes comunistas siempre obedecían órdenes, los sicarios de las dictaduras más sangrientas se defendían en los juicios con esa misma afirmación y trataban de pasar así la responsabilidad de sus atrocidades a entes superiores. Decidió provocar:

–Si quiere interrogarme, hagamos las cosas como es debido: lléveme a comisaría, póngame en contacto con un representante diplomático español para que me facilite un abogado y conozca mi situación…


–Pero... monsieur, por favor, no exagere…


–Oiga, gendarme al transeúnte ya no le parecía un monsieur: ¡se acabaron las buenas maneras y era hora de formalidades!; si alguien exagera y monta el pollo (en fait tout un fromage, se dice en francés), son ustedes.

–¡Cuidado con lo que dice, monsieur!

–Escuche, soy un ciudadano libre y honesto y creo estar en un territorio libre…


–Sin duda, pero en las circunstancias actuales... ya me entiende… los extranjeros…


¡Ay lo que dijo! El transeúnte no le dejó acabar la frase, de modo que no sabe cómo iba a terminarla, ni le importa.


–¡No soy un extranjero! Soy un ciudadano europeo y estoy chez moi (es decir, en mi casa), ¿me entiende usted? ¿O es que Francia se ha dado de baja de la Unión Europea y yo no me he enterado, gendarme?


Saint-Jean-de-Luz desde Ciboure.
(Foto; Albert Lázaro-Tinaut)

El transeúnte fingió indignación y hasta cierto desprecio al pronunciar la palabra gendarme, separando un poco las sílabas; pero la verdad es que empezaba a divertirse. El uniformado titubeó, no sabía qué decir, se sentía indefenso pese al armamento que colgaba de su cintura.


Su compañero, que había permanecido en silencio, le tocó el hombro para tranquilizarlo, y el tercero regresó con su radioteléfono y pidió al que tocaba el hombro del que se había puesto nervioso que anotara toda la filiación del transeúnte, cosa que hizo en un pequeño bloc.


–Bueno, ¿se puede saber qué pasa conmigo, gendarmes? Porque a este paso voy a perder el tren.


–Nada, no se preocupe, monsieur. Ya le hemos dicho que es un control rutinario –contestó el del radioteléfono.


Bonjour, la routine…! (¡Pues vaya rutuina…!) –una vez más, el transeúnte no pudo evitar la ironía provocadora.

–No hemos de hacerle ningún reproche… Es… es sencillamente que en esa calle tiene su casa un ministro –añadió bajando la voz (tal vez debería entenderse lo de “ministro” en femenino, habida cuenta de que un importante miembro del gobierno francés, mujer ella, fue alcaldesa de Saint-Jean-de-Luz, como averiguó luego el transeúnte a través de internet)–. En Francia la ley prohíbe fotografiar cualquier edificio público –prosiguió el gendarme en cuestión, ya en tono conciliador–: un Ayuntamiento, una Préfecture, una estación de tren… Se lo digo para que lo tenga en cuenta. Nosotros estamos aquí para algo (pour quelque chose), entiéndalo.


Detalle de una fachada en Ciboure.
(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)

La casa de un ministro, hombre o mujer (personaje público), resultaba ser un edificio público, con la particularidad de que nada indicaba esa condición extraordinaria.

–Tenga, y muchas gracias, monsieur –dijo el que había anotado concienzudamente los datos en el carnet (no sé si copió incluso la foto…), mientras le devolvía al transeúnte su documento de identidad.

–Por esta parte puede tomar clichés de todo lo que quiera –añadió el del radioteléfono esbozando una sonrisa forzada y mostrando con un amplio gesto de su mano derecha la parte ribereña del río. El transeúnte estuvo a punto de pedirles que se pusieran bien para retratarlos, pero no quiso provicar más y prefirió hacerse el maleducado y volverles la espalda para seguir su camino. Es lo que en España se dice popularmente “despedirse a la francesa” y los franceses dicen “filer à l’anglaise” (largarse a la inglesa).

La estación ferroviaria de Saint-Jean-de-Luz - Ciboure.
(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)

Había sido una experiencia interesante, sobre todo para comprobar eso que se dice: que la República Presidencial Francesa se ha convertido en un estado policial desde que monsieur Nicolas Sarkozy (Sarko para el populacho) obra de timonel e “ingeniero” a la vez. En los años 70 del siglo pasado el transeúnte –barbudo y con ropa tejana, ¡a quién se le ocurre!– había sido detenido arbitrariamente en el norte de la Argentina (concretamente en el aeropuerto de Resistencia, topónimo que ya se las trae, en la provincia del Chaco) y sometido casi a juicio sumarísimo por un inmenso militar que no hubiera cabido en un armario de dos cuerpos, y que no lo soltó hasta que la lentísima comunicación telefónica con algún centro de seguridad de Buenos Aires le aseguró que no había ningún sospechoso con su nombre ni con sus características; y también lo detuvieron brevemente en Esztergom, al norte de la Hungría comunista, por haber sido testigo de una pelea callejera. Después de la experiencia vascofrancesa se le formó en la mente, por una curiosa asociación de ideas, un nuevo y absurdo topónimo irónicopolítico: República Soviética Sarkozyana (RSS).


Vayan ustedes con cuidado, pues las fronteras aún existen en esta Europa del quiero y no puedo, tan desunida como siempre. En Irún se lo dijeron claramente al transeúnte: con la supuesta desaparición de las fronteras físicas esperaron que, de algún modo, se estableciera algo semejante a aquella utópica República del Bidasoa con la que soñó ingenuamente Pío Baroja, “una república sin frailes, sin dogmas que nos atormenten, sin moscas y sin carabineros”, como recordó su sobrino, Pío Caro Baroja, durante de la inauguración en el centro del ensanche iruñés del monumento al gran autor de la denominada Generación del 98 (tan enemigo él de esos honores) [2], con motivo del cincuentenario de la muerte de éste, en el año 2006. Pero eso también fue un sueño utópico: las relaciones entre las poblaciones de ambas orillas del río Bidasoa son prácticamente inexistentes, y los intentos de organizar actos conjuntos casi siempre han fracasado.


Detalle del monumento a Pío Baroja en la plaza Zabaltza de Irún,
obra del artista asturiano Sebastián Miranda, inaugurado en 2006.

(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)

No sólo los Pirineos separan la península Ibérica del resto de Europa; no sólo los Alpes separan dos conceptos de europeísmo, ni sólo las aguas del Rin dividen los territorios de Francia y Alemania. Lo que más separa a los europeos de uno u otro Estado es la falta de voluntad: ¡esta sí que es común!



[1] Denominación, en vasco, de lo que en castellano se conoce como Vasconia, es decir el espacio europeo –documentado desde el siglo XVI–, dividido entre los estados español y francés, donde se manifiestan la cultura y la lengua vascas.
[2] Baroja lo expresó por boca de uno de sus personajes más famosos, el marino autobiógrafo Shanti Andía: “A mí, la verdad, la gloria no me entusiasma. La gloria no es para los países lluviosos; tener una estatua a orillas del Mediterráneo, en una ciudad de Andalucía, de Valencia o de Italia, está bien; pero, ¿qué voy a hacer yo si en premio de este libro me levantan una estatua en Lúzaro? ¿Estar recibiendo constantemente la lluvia en la espalda? No, no; soy muy reumático y ni en efigie me gustaría estar así, a la intemperie”.

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