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17 enero 2010

Las fronteras del tiempo

En la Europa occidental, los cambios horarios al pasar de un país a otro reclaman pocas veces nuestra atención. De hecho, en esta parte del continente sólo cuatro estados se diferencian de los demás por lo que se refiere a la hora: Portugal, el Reino Unido, Irlanda e Islandia.

Los 24 husos horarios en que se dividió el planisferio se establecieron en el año 1928 a partir del meridiano de Greenwich para determinar el UTC/GMT (Universal Time Coordinated / Greenwich Mean Time), denominado también “tiempo civil” y conocido en el mundo de la aviación como “hora Zulú”. Más tarde se establecería el CET (Central European Time, que es el vigente en España), equivalente a UTC+1 (UTC+2 en verano). El transeúnte, que cuando se ha movido por tierras europeas ha tenido que modificar a menudo la hora de su reloj, se ha sentido siempre atraído por los husos horarios, que son, de hecho, las fronteras del tiempo. Y esta curiosidad se le ha vuelto a despertar ahora, cuando el dirigente ruso Dmitri Medvédev ha hecho una propuesta revolucionaria: reducir a cuatro las once franjas horarias en que se divide actualmente el territorio de la Federación Rusa, “por razones de eficiencia y para ahorrar en tecnología”, según sus palabras.

(Fuente: © BBC.)

Efectivamente, como se puede ver en este mapa, entre el oblast de Kaliningrado, a orillas del mar Báltico, fronterizo con Polonia y Lituania, y el extremo más oriental de la Rusia asiática, en el océano Pacífico, hay una diferencia de diez horas, lo cual provoca problemas en un país tan extenso. Cuando en Moscú son las 12 del mediodía, en la península de Kamchatka ya son las 9 de la noche, y en Kaliningrado, sólo las 11 de la mañana.

La idea de dividir el territorio ruso en cuatro franjas horarias la justifica Guennadi Lazárev, un eminente profesor de Vladivostok, alegando que de ello se derivarían muchas ventajas prácticas. Asegura, por otra parte, que el extremo oriente ruso mantiene dos horas de diferencia con lo que denomina “la hora biológica correcta”. Su propuesta consiste en establecer únicamente las zonas horarias de Kaliningrado, Moscú, los Urales y Siberia (que incluiría también el extremo oriente de la Federación); el cambio, según él, debería hacerse gradualmente para que la gente se habituara.

Esta última zona propuesta por el profesor Lazárev sería vastísima, pero si se tiene en cuenta que toda China funciona a la hora de Pekín desde septiembre de 1949, sin ningún problema aparente, quiere decir que desde el punto de vista del científico la propuesta tendría sentido. En la actualidad, cuando en Vladivostok son las 12 del mediodía, al otro lado de la frontera, en China (es decir, a poquísimos kilómetros) son las 10 de la mañana, y en Tokio, las 11, aunque la capital japonesa está a más de 1000 kilómetros al este de la ciudad rusa.

Las cinco zonas horarias en que estaba dividida China desde 1912 hasta 1949 (© Alan Mak, Wikipedia).

El periodista norteamericano Clifford J. Levy recoge en el New York Times unas cuantas opiniones de ciudadanos rusos de las regiones orientales de la Federación. Iekaterina Degtiareva, que vive en Novosibirsk, la mayor ciudad de Siberia, piensa, por ejemplo, que antes de tomar ninguna decisión las autoridades deberían enfocar la cuestión, precisamente, desde el punto de vista biológico, pero no en el sentido que dice el profesor Lazárev, y se pregunta cómo afectaría este cambio horario a la salud de las personas. Por otro lado, también en Novosibirsk, Elia Kabánov, director de una agencia de relaciones públicas, un hombre claramente más conservador, asegura que la división en once husos horarios “es un rasgo cautivador de Rusia, es parte de nuestra idea nacional”.

Pero los habitantes del extremo oriente ruso son más realistas. Vadim Vodianitski, propietario de una fábrica de conservas de pescado en Vladivostok, dice que la situación actual es insostenible: “En Moscú les molesta que yo no atienda el teléfono de madrugada”, dice, y añade que, encima, lo tratan de gandul porque, según sus clientes moscovitas, “ya son horas de estar trabajando”… Esta “idea nacional” de la gran Rusia a que se refiere Kebánov (que vive mucho más cerca de Moscú que Vodianitski) no parece, pues, que coincida demasiado con la información que tienen algunos de las grandes diferencias horarias que hay en el país donde viven.

Si nos fijamos en la división horaria actual sobre un planisferio, comprobaremos a simple vista que las fronteras horarias han sido establecidas por razones políticas y no geográficas. Sólo algunos estados muy extensos tienen fronteras horarias interiores: Canadá (6 franjas horarias), Estados Unidos (6 franjas, contando Alaska y las islas Hawai), México (3 franjas), Brasil (5 franjas), Indonesia (4 franjas) y Australia (5 franjas). A éstos es preciso añadir algunos casos peculiares: el de España, donde las islas Canarias están en un huso horario diferente (todos los que vivimos en la Península hemos oído aquello de “una hora menos en Canarias”); las Azores respecto de Portugal; el archipiélago de las Feroe respecto de Dinamarca; la isla de Pascua (Rapa Nui) respecto de Chile; las islas Galápagos respecto de Ecuador, y poco más.

Sin embargo, el salto horario de 60 minutos tiene excepciones curiosas: en países como Irán, India, Myanmar y las islas Andaban y Nicobar la diferencia horaria respecto de los estados vecinos es de sólo media hora, y lo mismo pasa con las franjas centrales de Australia: de hecho, la diferencia horaria entre la costa oriental y la occidental de la gran isla oceánica es de 3 horas, aun habiendo 5 franjas. En Nepal el caso es aún más complejo: ¡en el país del Himalaya la diferencia es de 45 minutos! A esta excepcionalidad se sumó en el año 2007 la decisión de Venezuela de atrasar los relojes media hora, ya que según su presidente, Hugo Chávez, hacer que el sol saliera media hora antes haría aumentar la productividad del país (son pocos los mapas de husos horarios que recogen esta “novedad”). La decisión de Chávez fue muy criticada, y la oposición lo acusó de prepotencia y de “querer demostrar al pueblo que el poder tiene incluso el control sobre la naturaleza”.

La “política horaria” tiene también sus paradojas: si alguna vez atravesáis el río Miño, por ejemplo, desde Tui, en Galicia, hasta la localidad portuguesa de Valença do Minho –cosa que se puede hacer a pie en muy pocos minutos por el arcén para peatones del puente ferroviario-, tendréis que atrasar el reloj, aunque os hayáis trasladado mínimamente de norte a sur. Lo mismo os ocurrirá si “bajáis” de Bolivia o Paraguay a Argentina, o de Macedonia a Grecia.

Las fronteras políticas, como se ve, no se limitan al territorio y a las “aguas nacionales”, sino que existen también en algo tan huidizo como el tiempo. Por si acaso, cuando paséis de un país a otro, preguntad qué hora es si no queréis perder (o esperar largamente) un medio de transporte que tengáis que tomar después. ¡Y cuidado!: esto vale también para los aeropuertos.

Fotografía de arriba: Reloj de la Torre dei Lamberti, en Verona, Italia
(© Albert Lázaro-Tinaut).


Clicad sobre las imágenes para ampliarlas.

Traducción del catalán: Carlos Vitale.

12 diciembre 2009

Kallaste, en la orilla estonia del lago Peipus


El transeúnte fue al este de Estonia, a la orilla occidental del lago Peipus (Peipsi järv, en estonio; Chudsko ozero [Чудско озеро], en ruso), el cuarto lago más grande de Europa y uno de los de menor profundidad (13 metros de media), por el centro del cual pasa la invisible pero aún poderosa línea fronteriza entre la República de Estonia y la Federación Rusa. De hecho, el tramo fronterizo lacustre es el más largo entre los dos estados.


Quienes hayan visto el magnífico filme Aleksandr Nevski, la primera película sonora de Serguéi Eisenstein, de 1938, con música de Serguéi Prokófiev, recordarán aquella impresionante batalla –conocida en la historiografía rusa como la “batalla de los hielos” – sobre la superficie helada del Peipus, que reproduce con gran fuerza visual y sonora la que tuvo lugar en el año 1242 entre la ciudad-Estado de Nóvgorod, de la que Aleksandr era príncipe, y los caballeros teutones, que habían conquistado, en nombre del papa Inocencio IV y de la Cristiandad, durante las llamadas Cruzadas del Norte, las ciudades de Yúriev (la actual Tartu estonia) y Pskov. El príncipe de Nóvgorod venció a las soberbias tropas germánicas y recuperó para su Estado la bella Pskov, hecho que le valió la canonización por la Iglesia ortodoxa en 1547. Pero esta batalla tuvo lugar en la parte más meridional y estrecha del lago.


El transeúnte llegó a las afueras de Kallaste en autobús –el único medio cuando no se dispone de coche–, recorrió la Kevade tänav (‘calle de la Primavera’) y cruzó un frondoso parque hasta alcanzar la Keskväljak (‘plaza del Centro’), donde está el Ayuntamiento. Kallaste, aunque ahora mismo tiene unos 1250 habitantes (y poco más de 6000 en su área de influencia*), obtuvo el rango de ciudad en 1938, durante la primera República estonia.


Después de atravesar la amplia plaza, el transeúnte se encontró en un excelente mirador natural que le permitía asomarse al lago por encima de un pequeño acantilado. La orilla rusa, del otro lado, está a más de treinta kilómetros, y no se ve más allá del horizonte. Como la de un mar, la superficie del extenso Peipus se funde al este con la inmensa llanura rusa, que se extiende hasta los Urales. Sin ser demasiado consciente en aquel momento, el transeúnte estaba junto a la línea divisoria entre dos concepciones muy diferentes del universo europeo: aquí, el Occidente de raíces culturales germánicas; allá, la heterogeneidad de los eslavos orientales.



Sin embargo, en la franja oriental del centro y el norte de Estonia esta separación cultural no es tan evidente. Kallaste es un ejemplo patente de espacio de transición. Fue fundada en el siglo XVIII por una comunidad de starets o viejos creyentes (vanausulisted, en estonio), considerados herejes de la ortodoxia porque se negaron a aceptar la nueva liturgia impuesta en 1654 por el patriarca Nikon y a rendir homenaje al zar, y que, por esta razón, fueron cruelmente perseguidos y obligados a huir de Rusia a Siberia, a las orillas del mar Negro y a otros lugares (muchos emigraron después a América y hallamos aún a algunos de ellos en la Patagonia argentina, donde son conocidos como “rusos blancos”). En las tierras prebálticas, en las riberas occidentales del lago Peipus, aquella buena gente encontró un excelente refugio para establecer comunidades, que aún perviven, con nacionalidad estonia pero manteniendo vivas sus tradiciones y la vieja lengua rusa. En Kallaste y en las comarcas vecinas, los rusófonos constituyen actualmente casi el 80% de la población.


Aunque la mayoría de estos viejos creyentes del lado estonio del lago Peipus han dejado atrás las costumbres más rigurosas, como no afeitarse nunca y no consumir alcohol ni tabaco, continúan fieles a unos principios morales estrictos que, de alguna manera, y salvando las distancias, recuerdan la cultura de las comunidades amish de los Estados Unidos, por más que las normas de los starets no son tan rígidas como las de aquellos. Sin embargo, se caracterizan por su sobriedad y por la sencillez de los vestidos y de la decoración de sus casas..., que ahora se mezclan con las de los estonios y, sobre todo, con las de los nuevos ricos que se han establecido allí, al menos para pasar los fines de semana primaverales y otoñales y las vacaciones.


La mayor parte de los rusófonos de Kallaste viven en la parte meridional de la localidad, la más antigua, donde están la iglesia (de madera pintada de amarillo, con un campanario blanco, y de líneas bastante austeras) y el cementerio de los viejos creyentes, un auténtico “cementerio marino” si se tienen en cuenta las dimensiones del lago, ya que se encuentra junto a la ribera. Sólo para visitar este cementerio, un laberinto de tumbas con inscripciones en caracteres cirílicos y cruces ortodoxas, merece la pena recorrer el medio kilómetro largo que lo separa de la Keskväljak, siguiendo la Võidu tänav, la calle principal de la ciudad, que corre paralela al lago.


Al transeúnte le sorprendió ver huertos, en Kallaste y en otras localidades de las orillas del Peipus, teniendo en cuenta la latitud: supo que Estonia es el país más septentrional de Europa donde se encuentran plantaciones hortícolas; en todo caso, allá le dijeron que en las riberas del lago hay un microclima que favorece este tipo de agricultura, que no se limita únicamente al consumo familiar, sino que se vende en los mercados de la región, juntamente con otro producto local: el pescado ahumado. Es frecuente ver pequeños invernaderos en medio de los huertos, que permiten prolongar la producción de hortalizas.


La pesca es otro de los recursos de los habitantes de las riberas del Peipus. A pesar de la escasa profundidad del lago, la fauna piscícola es abundante y los pescadores locales abastecen cada día, por ejemplo, el mercado de Tartu, transportando las capturas a contracorriente por el río Emajõgi, que desemboca junto a la localidad de Praaga (la cual es, a la vez, punto fronterizo y aduana lacustre). Los cartelitos manuscritos y las pizarras que anuncian Praaga kala (‘pescado de Praaga’) se repiten en los puestos de la sección de pescadería del Turg, el mercado viejo de Tartu.


No acabaron aquí las sorpresas del transeúnte. Junto al mirador de la Keskväljak había encontrado un cartelito con una flecha donde se leía Kallaste liivakivipaljand, y quiso ver qué era aquello. Descubrió entonces, a ras de una playa de guijarros, unas curiosas formaciones arenosas solidificadas, algunas de las cuales forman cuevas naturales en las paredes del pequeño acantilado sobre el que se asienta la población, en un promontorio plano. Abundan las inscripciones que dejan los visitantes en la superficie blanda de estas formaciones, pobladas por unos extraños arácnidos de patas larguísimas y por un tipo peculiar de musgo.


La mejor playa de Kallaste, al norte del núcleo habitado, es estrecha y poco atractiva, pero no faltan los bañistas veraniegos de agua dulce, que aprovechan las todavía escasas infraestructuras turísticas. Un poco más al norte está Mustvee, la población más importante de la orilla estonia del lago Peipus, dotada de instalaciones turísticas más modernas y confortables.



Hacia el sur, en cambio, a tan sólo siete kilómetros, camino de Tartu, encontramos el pueblo de Alatskivi, con su notable castillo neogótico, aunque es conocido sobre todo por ser el lugar de nacimiento de uno de los más importantes poetas estonios, Juhan Liiv (1864-1913). De ello, sin embargo, el transeúnte hablará en otro momento.


* Si se tienen en cuenta los espacios étnico-geográficos de la frontera estonio-rusa, las áreas de influencia de la zona superan a menudo los límites municipales; éste es un aspecto que queda bastante bien definido en el estudio “Las fronteras de Estonia como Estado miembro de la Unión Europea” (Cuadernos geográficos de la Universidad de Granada, n.º 35, 2004, pp. 117-142).


Fotografías, de arriba abajo:

- Una calle de Kallaste.

- El Ayuntamiento de Kallaste.

- El lago Peipus desde el mirador de la Keskväljak.
- La iglesia de los starets de Kallaste.

- El “cementerio marino” de Kallaste.

- Huertos en Kallaste.

- Las formaciones arenosas junto al lago Peipus.

- Bañistas en la playa de Kallaste.


© de las fotografías: Albert Lázaro-Tinaut.


Podéis clicar sobre las fotografías para ampliarlas.


Traducción del catalán: Carlos Vitale.