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12 febrero 2018

Los balcones de Siracusa


Siracusa (Sarausa en siciliano), una de las ciudades más meridionales de la isla de Sicilia y de Italia, es también el resultado de la sucesión de culturas que dejaron allí su huella. Fundada el año 734 antes de nuestra era por los griegos corintios, ya había estado habitada en el Neolítico. Se convirtió en una de las polis más importantes del mundo helénico: en ella nacieron, entre otros, el gran físico y matemático Arquímedes y Teócrito, uno de los poetas más notables de la antigua Grecia. Y por allí anduvieron Píndaro, Eurípides, Platón, Jenofonte y el polígamo Pirro, rey de Epiro (quien añadió a sus esposas a la siracusana Lanassa, hija del tirano Agatocles).

Monumento a Arquímedes,
obra del escultor 
Pietro Marchese.

El año 212 antes de la era cristiana, Συρακοσαι (Syrakousai) fue sitiada por las legiones romanas del cónsul Marco Claudio Marcelo, que la conquistaron y la pusieron bajo el dominio de la República romana con el nombre de Siracusae, y se convirtió en capital de la provincia de Sicilia. Cicerón escribió que la ciudad griega de Siracusa era la mayor y la más hermosa de las que había oído hablar. 

El año 535 Siracusa, que antes había estado bajo el dominio de vándalos y ostrogodos, formaba parte del Imperio bizantino y la lengua griega resonaba de nuevo en sus calles, hasta que entre los años 878 y 965 Sicilia fue conquistada por los árabes y convertida en un emirato islámico que ejerció el dominio sobre la isla hasta 1072, cuando fue recuperada por Bizancio. A partir de entonces Siracusa entró en un largo período de decadencia bajo el dominio del conde normando Roger II de Hauteville, quien en 1130 fundó el Reino de Sicilia, del que se proclamó soberano. El año 1282, tras la revolución conocida como Vísperas Sicilianas, la isla, igual que el Reino de Nápoles, quedó en manos de la Corona de Aragón y se mantuvo sujeta a ésta hasta 1302, año en que pasó a denominarse Reino de Trinacria y estuvo gobernada alternativamente por monarcas aragoneses, castellanos y del Sacro Imperio Germánico.

En 1816 Sicilia fue unida a Nápoles y, con el apoyo de Francia y los Estados Pontificios, se fundó el Reino de las Dos Sicilias (Regnu dî Dui Sicili, en siciliano), sometido a la rama de los Borbones españoles que luego tomaría el nombre de Borbón Dos Sicilias. Monarcas despóticos, dejaron un mal recuerdo en los territorios que gobernaron. Y finalmente en 1860, tras el éxito de la Expedición de los Mil liderada por Giuseppe Garibaldi y la derrota de las tropas borbónicas en la batalla de Calatafimi, el doble reino dejó de existir: aquel sería el primer paso hacia la unidad de Italia, que se materializaría en 1861.

El puente de Santa Lucia, uno de los dos que comunican 
la isla de Ortigia con el resto de la ciudad de Siracusa.

El núcleo histórico de Siracusa se encuentra en la isla de Ortigia (que era el sobrenombre de la diosa Artemisa, a la que estaba consagrada la ciudad), separada del resto de la polis por un estrecho brazo de mar que salvan dos puentes. Ortigia es un dédalo de callejuelas, plazas y plazoletas por el que este transeúnte paseó durante cuatro días a finales de enero de 2018. Allí se hallan restos de la antigua polis, como las ruinas del templo de Apolo (sobre el que se construyó una iglesia bizantina, convertida luego en mezquita), los cimientos del de Artemisa y de otros edificios de la época helénica, así como la Catedral, el Ayuntamiento, varios palacios y numerosas iglesias, barrocas en su mayor parte, pues fueron construidas después del tremendo terremoto que asoló la Sicilia oriental en enero de 1693.

Durante sus paseos le llamó la atención la variedad de balcones colgados de las fachadas de los edificios, y fotografió un buen número de ellos, de los que muestra abajo una selección. La mirada del viajero no debe ser sólo horizontal: levantar la cabeza permite descubrir otros aspectos interesantes de los lugares que visita (y en muchos lugares, como en Siracusa, también ha de estar atenta al suelo que se pisa, formado a menudo por losas de piedra volcánica procedente del no muy lejano volcán Etna, no siempre bien alineadas, o por los maltrechos pavimentos de las aceras… cuando las hay).

Albert Lázaro-Tinaut















































































































































































































































































































































































Fotografías © Albert Lázaro-Tinaut, 2018 (clic sobre ellas para ampliarlas).

09 mayo 2014

Juan Mosco, monje vagabundo y extraordinario cronista bizantino

El monasterio de Mor Gabriel, en el sudeste de Anatolia.
(Foto © Hubert Longépé)

Siguiendo las huellas del monje anacoreta Juan Mosco, se supone que nacido en Damasco antes del año 550 y muerto probablemente en Roma en el 619, 
el escritor escocés William Dalrymple emprendió un largo viaje a través de las tierras del antiguo Imperio bizantino, cuyas experiencias relata en su voluminosa obra From the Holy Mountain: A Journey in the Shadow of Byzantium (1997), donde narra con minuciosidad las vicisitudes de los cristianos de Oriente desde los tiempos más antiguos hasta el siglo XX.

Juan Mosco dejó una obra fundamental para conocer la historia de aquellas comunidades en su época: el Λειμών (‘Leimon’), muy divulgado durante toda la Edad Media, que no sería traducido y editado hasta siglos más tarde, primero en latín por el teólogo y humanista italiano Ambrogio Traversari (Venecia, 1475) con el título Pratum spirituale, y mucho después (1624) en francés, a partir de la versión latina, por Fronton du Duc con el título Pré spirituel.

El manuscrito del Prado espiritual (que en la primera edición española, debida a Juan Basilio Sanctoro, publicada en Madrid en 1674, se presenta como “Recopilado de autores antiguos clarissimos y Santos Doctores”), se custodia actualmente en el monasterio ortodoxo de Iviron, en el Monte Athos. Hacia allí dirigió sus primeros pasos Dalrymple y consiguió, con una pequeña estratagema, tenerlo en sus manos.

Después de ingresar en el monasterio palestino de San Teodosio, Mosco vivió durante diez años entre los eremitas del valle del Jordán y, junto con su discípulo Sofronio (que más tarde sería nombrado patriarca de Jerusalén) viajó por Siria, Cilicia, Egipto y las islas del Egeo. Tras la ocupación de Jerusalén por los persas (614) tuvo que refugiarse en Constantinopla y finalmente en Roma.

Los dos fragmentos que se reproducen a continuación están tomados de la edición española de la obra de Dalrymple. [1]

Albert Lázaro-Tinaut


El Imperio bizantino en tiempos de Justiniano (siglo VI).


El periplo de Juan Mosco por el Mediterráneo oriental

Si en la primavera del año 578 hubierais estado sentados en un cerro mirando hacia Belén, habríais divisado dos figuras con cayado en la mano que salían del gran monasterio de San Teodosio en el desierto. Ambos (un monje anciano de barba canosa, acompañado por otro monje que parecía mucho más joven, erguido y quizá un poco adusto, atajaban en dirección sureste por los prados de Judea hacia la metrópoli fabulosamente rica de Alejandría.

Sofronio representado como patriarca de Jerusalén y santo en un icono bizantino.(Fuente: www.conocereisdeverdad.org)

Era el inicio de un viaje extraordinario que llevó a Juan Mosco y a su discípulo Sofronio el sofista en un arco por todo el mundo bizantino oriental. Se proponían recoger la sabiduría de los padres del desierto, de los sabios y los místicos del Oriente bizantino, antes que su frágil mundo, que se hallaba en avanzado estado de decadencia, se desmoronara al fin y desapareciera. El fruto de sus viajes fue el libro que tenía ante mí en aquel momento. Hoy es un texto bastante desconocido en Occidente, pero hace mil años se contaba entre los libros más famosos de toda la gran literatura de Bizancio.

Los caravasares bizantinos eran bastante rústicos y la aristocracia provincial griega no disfrutaba recibiendo visitas. Según el escritor bizantino Cecaumeno “es un error celebrar reuniones sociales, porque los invitados se limitan a criticar tu gobierno de la casa e intentan seducir a tu esposa”. Así que allá donde iban, los dos viajeros se alojaban en monasterios, cuevas y ermitas remotas, y comían frugalmente con los monjes y los ascetas. Y parece ser que Juan Mosco anotaba en todos los lugares los relatos que oía de los dichos de los padres y demás anécdotas e historias milagrosas.

Una katisma, sencillísima construcción donde se solía refugiar un solo monje eremita.

Mosco extremó la tradición ortodoxa del monje vagabundo. En Occidente, 
al menos desde que san Benito impuso el voto de estabilidad a principios del siglo VI, los monjes casi siempre permanecían enclaustrados en sus celdas. Pero en las iglesias orientales, lo mismo que en el hinduismo y el budismo, 
ha existido siempre la tradición de que los monjes puedan ir libremente de 
un gurú a otro gurú, de un maestro espiritual a otro maestro espiritual, recogiendo la sabiduría y los consejos de cada uno de ellos como hacen aún los sadhus indios. Los monjes ortodoxos griegos todavía no hacen voto de estabilidad. Y si después de haber vivido un tiempo en un monasterio deciden que desean sentarse a los pies de otro maestro en un monasterio distinto, seguramente en un lugar de Grecia diferente (o de hecho en el Sinaí o en Tierra Santa), entonces, son libres de hacerlo así.

Cubierta de la primera edición
española del 
Prado espiritual
(Madrid, 1674).

El Prado espiritual es una colección de los dichos, anécdotas e historias sagradas más memorables que Mosco recogió en sus viajes, y su escritura corresponde a una larga tradición de reunir apotegmas o máximas de los Padres. No obstante, los escritos de Mosco son infinitamente más evocadores, gráficos e irónicos que los de cualquiera de sus rivales contemporáneos, y constituyen casi el único ejemplo del género que ha llegado a nosotros y que aún puede leerse con verdadero placer.

Y es que además de transmitir un mensaje espiritual todavía convincente, su lectura resulta también a otro nivel tan amena como la de un libro de viajes fascinante. Mosco hizo lo que hace hoy el moderno escritor de libros de viajes: recorrió el mundo en busca de historias extrañas y sorprendentes relatos de viajeros. En realidad su libro puede leerse como la gran obra maestra de la literatura de viajes bizantina, ya que su autor, además de ser un escritor divertido y lleno de vitalidad, cuenta una historia extraordinaria.

Leyendo entre líneas las memorias de Juan Mosco, es evidente que él y su compañero viajaron en una época peligrosa. Tras el fracaso del gran intento de Justiniano de restablecer el imperio, Bizancio se había visto sometida al ataque de ávaros, eslavos, godos y lombardos por el oeste; de oleadas de nómadas del desierto cada vez más numerosas y de las legiones de la Persia sasánida por el este. Las grandes ciudades del Mediterráneo oriental se hallaban en rápida decadencia: en Antioquía, las cabañas de refugiados llenaban el centro de las anchas avenidas romanas que habían sido en tiempos un hervidero de actividad y comercio. En los otros importantes puertos mediterráneos (Tiro, Sidón, Beirut, Seleucia) apenas había actividad; muchos estaban retrocediendo a la condición de aldeas de pescadores.


El monasterio bizantino de San Bishoy, en Uadi el-Natrum (Egipto).
(Fuente: Mundo monástico, enero de 2014)


En el monasterio de Mor Gabriel [2]

Por primera vez duermo en un monasterio en el que podría haberse alojado Juan Mosco, y oigo los mismos cantos del siglo V, entonados bajo los mismos mosaicos. Frente a mí se alza el muro de la que quizá sea la iglesia más antigua de Anatolia que sigue abierta. La construyó el emperador Anastasio en el año 512: antes que Santa Sofía, antes que Ravena, antes que el Monte Sinaí. […]

Entrada del monasterio de Mor Gabriel.
(Foto © Cihan / European Syriac Union)

El día en Mor Gabriel empieza a las cinco y cuarto con el toque de las campanas del monasterio que anuncian los maitines. Después de cuatro días de haber disfrutado de la hospitalidad de los monjes y haberme quedado a dormir hasta tarde, me pareció que sería adecuado hacer acto de presencia. Así que esta mañana cuando empezaron a repicar las campanas, en vez de taparme la cabeza con el almohadón más a mano, me levanté, me vestí a la luz de la lámpara y me abrí paso por el patio vacío siguiendo el eco del canto monástico.

Todavía era de noche, el alba apenas había empezado a apuntar en
el horizonte. Estaban encendidas todas las lámparas de la iglesia y proyectaban una débil luz titilante sobre los antiguos mosaicos bizantinos del coro. Dejé los zapatos en la puerta y me quedé al fondo de la iglesia. A mi izquierda, cuatro monjas con faldas y blusas negras se arrodillaban en una alfombrilla de junco. Delante de mí había una fila de niños que escuchaban a un monje anciano. Lucía una larga barba patriarcal y cantaba el texto de un enorme códice manuscrito, colocado en un facistol de piedra al norte del presbiterio. Cada frase llegaba a un tono culminante y luego bajaba hasta una conclusión casi inaudible.

Inscripción en alfabeto siríaco en Mor Gabriel.
(Fuente: www.morgabriel.org)

La iglesia empezó a llenarse; al poco rato, la fila de niños ocupaba toda la longitud de la nave. Llegó otro monje, el padre Ciriaco, y se dirigió al presbiterio. Empezó a cantar junto a otro facistol repitiendo el canto del monje anciano: el primer monje entonaba una frase que pasaba a Ciriaco, que la repetía y la pasaba a su vez. 
El canto iba de un facistol a otro, rápidas sílabas de arameo ligadas en una sola elisión de canto sacro.

Algunos de los chicos mayores se habían acercado a los facistoles y permanecían de pie detrás de los monjes, y cantaban con ellos. El coro continuó, tan profundo y resonante como el gregoriano pero con un aire más oriental; las modulaciones monódicas, extrañamente escurridizas, reverberaban bajo las retumbantes bóvedas bizantinas.

Al poco rato, una mano invisible descorrió las cortinas del presbiterio; un muchacho que sujetaba un incensario humeante hizo resonar sus cadenas. Toda la congregación inició una larga serie de postraciones: los fieles se arrodillaban y bajaban la cabeza hasta el suelo, de modo que desde atrás sólo se veía una hilera de traseros empinados. Lo único que diferenciaba el culto del que podría celebrarse en una mezquita era que los fieles se santiguaban una y otra vez mientras realizaban las postraciones. Así rezaban los primeros cristianos, exactamente como lo describe Mosco en el Prado espiritual. Parece que en el siglo VI los musulmanes tomaron sus técnicas de culto de 
la práctica cristiana existente. El Islam y los cristianos orientales han conservado la convención cristiana primitiva; los cristianos occidentales son los que han roto con la sagrada tradición.


Ceremonia religiosa siríaca en el monasterio de Mor Gabriel.
(Fuente: www.morgabriel.org)


[1] William Dalrymple: Desde el Monte Santo. Viaje a la sombra de Bizancio. Traducción de Ángela Pérez. Ediciones Península, Barcelona, 2000. 558 páginas.

[2] Mor Gabriel, cerca de la localidad de Midyat (en el sudeste de la península de Anatolia, muy cerca de la frontera de Turquía con Siria) es el monasterio siríaco más antiguo que se conserva. El cristianismo siríaco mantiene las tradiciones más primitivas, así como la lengua aramea (uno de cuyos dialectos, 
al parecer, era el que hablaba Jesús) como lengua de culto. 


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