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10 septiembre 2021

Fronteras: la fragmentación del espacio geográfico

La línea fronteriza que separa la ciudad mexicana de Tijuana (a la derecha)
de los arrabales de la estadounidense San Diego.

(Fuente: Wikimedia Commons)

“No hay viaje sin que se crucen fronteras: políticas, lingüísticas, sociales, psicológicas, también las invisibles que separan un barrio de otro en la misma ciudad, las existentes entre las personas, las tortuosas que en nuestros infiernos nos cierran el paso. Traspasar las fronteras; también amarlas por cuanto definen una realidad, una individualidad, le dan cuerpo salvándola así de lo indistinto pero sin idolatrarlas, sin hacer de ellas ídolos que exigen sacrificios de sangre. Saberlas flexibles, provisionales y perecederas como un cuerpo humano, y por ello dignas de ser amadas: mortales en el sentido de que, al igual que los viajeros, están sujetas a la muerte, y no ocasión y causa de muerte como lo han sido y lo son tantas veces.” Así ve y concibe las fronteras Claudio Magris, triestino y, por consiguiente, hombre fronterizo, en el prefacio de su libro El infinito viajar. [1]

Hay muchas maneras de ver, considerar, definir, enjuiciar las fronteras. El geopolitólogo francés Jacques Ancel, en su Géographie des frontières, dice que “la frontera es una isobara política que fija, durante un tiempo, el equilibrio entre dos presiones: equilibrio de masas, equilibrio de fuerzas”. [2] Y para el escritor mexicano Jorge Volpi “las fronteras son construcciones imaginarias, límites ficticios que demarcan el ámbito de poder de quien las traza”. [3] Encontraríamos muchas más.

Alfio Squillaci, escritor y difusor cultural italiano, basándose en dos obras de especial relevancia por lo que respecta al tema, traza aquí un interesante panorama de las divisiones territoriales y hace hincapié en los conceptos de muro (separación infranqueable) y frontera (separación permeable) que puede resultar bastante esclarecedor (y también polémico, sin duda) para quien se interese por estas cuestiones.

Albert Lázaro-Tinaut

El muro de Berlín, un claro ejemplo de aberración fronteriza.

Pensar las fronteras

Por Alfio Squillaci

La mayor construcción humana realizada hasta ahora parece ser la Gran Muralla china que, dicen, es perfectamente perceptible a simple vista desde las naves espaciales. El Vallum de Adriano, las murallas servianas y aurelianas, en cambio, testimonian que, por muy grande que fuera el poder expansionista de Roma, en muchos momentos de su historia necesitó defenderse de sus enemigos o separarse de sus vecinos. En la antigua Roma, la palabra hostis significaba tanto ‘enemigo’ como ‘forastero’: Hostis enim apud maiorem nostros indicebatur, quem nunc peregrinum decimus (‘Nuestros antepasados denominaban enemigo a quien hoy llamamos forastero’), escribía Cicerón en De officiis.

El muro más escandaloso y contradictorio construido en Europa, el de Berlín, que cayó en 1989, fue levantado en una sola noche por el régimen comunista, cuya ideología oficial proclamaba el internacionalismo y la paz entre los pueblos hermanos, que no dudó en separar a sus propios proletarios de los otros, pese a seguir repitiendo aquello de “proletarios del mundo, uníos”, y cuyos correligionarios italianos, en su himno Bandiera rossa, cantaban: “Non più nemici, non più frontiere; sono i confini rosse bandiere” (‘No más enemigos, no más fronteras: son los confines banderas rojas’).

Por otra parte, después de haber preconizado con fervor que “antes o después todos los muros caerán”, los papas se encerraron entre las sólidas y antiquísimas murallas de la Ciudad del Vaticano, denominadas leoninas, construidas en una época en que era prudente hacerlo, cuando Roma, sin murallas, había sido devastada: unas murallas, las vaticanas, custodiadas, como todos los muros que son a la vez fronteras, por tropas, aunque en este caso se trate de guardias suizos.

Aspecto actual de las murallas leoninas, que encierran
el Estado de la Ciudad del Vaticano.

(Fuente: PDFslide)

Cabe suponer, pues, que incluso quienes se aferran a la consigna no border, cuando regresan a sus casas después de las batallas internacionalistas y mundialistas, cierran la puerta con llave y se recluyen entre sus propios muros domésticos, estableciendo así una frontera infranqueable entre “el dentro” y “el fuera”. Por mucho que las mejores conciencias proclamen la amistad entre los pueblos, y por mucho que se proponga el acercamiento entre las personas de buena voluntad, siempre prevalece y se manifiesta el impulso de separarse: los muros levantados por cualquier ideología, política, religiosa o de otra índole, ponen de manifiesto las contradicciones.

Pero conviene saber distinguir. Régis Debray argumenta que los muros no son las fronteras, o ya no lo son, o lo son solamente a veces, y no todos lo son, ni siempre. Por regla general, los muros se levantan durante largos períodos de la historia, o bien con prisas, en una sola noche, para separar claramente a unos de otros.

Muchos muros son bastiones fortificados; y si eran bastiones incluso en el espacio ucrónico de Blade Runner, imaginemos lo que significan en nuestro mundo terrenal. Los muros se erigen contra los hostis mencionados por Cicerón, y manifiestan sin ambages un non prevalebunt claro y hostil como el de los cristianos romanos contra las fuerzas infernales. Las fronteras, en cambio, son “un asunto intelectual y moral”, según Debray, a menudo un signo que no es visible (en las nieves de los Alpes, por ejemplo), tampoco olfativo como el de los animales, que marcan su territorio para separarlo del de los demás derramando líquidos corporales.

El paso fronterizo entre España y Gibraltar.
(Fuente: EFE)

Las fronteras son signos de demarcación en un área geográfica concreta. Allí donde es posible, en una carretera o en un puerto de montaña, la frontera, ese muro ideal, se abre o se cierra. Las fronteras tienen la entrada y la salida por la misma puerta, presentan una doble funcionalidad, como el rostro bifronte de Jano, y no deniegan el paso a todos, como los muros: dicen estos sí y estos no. El muro impide el paso y la frontera lo regula. Es un filtro: el reino de los pasaportes, de los visados, de los salvoconductos sellados, donde la estatalidad se impone al pueblo-nación. Como dice Debray, era deber de los reyes, de donde procede el concepto de regere fines, mantener las fronteras.

Últimamente, los medios de comunicación refieren construcciones de muros en muchos lugares del mundo, y la historia nos informa de que las fronteras se han multiplicado en los últimos cincuenta años: desde 1991 se han trazado al menos 27.000 kilómetros de nuevas fronteras, dice Debray, especialmente en Europa y Eurasia. Y nuevas fronteras, unas veces con muros, otras no, surgen por doquier. El geopolitólogo Michel Foucher ha calculado que entre 2009 y 2010 se produjeron veintiséis casos de conflictos transfronterizos graves.

Las fronteras, además de delimitar estados o naciones, encierran identidades. Ya Hume, en su ensayo sobre el intelecto humano, en vez de identidad que supone una rígida lógica aristotélica (A=A), adoptaba el término psicológico sameness (que podríamos traducir como “simismidad”, es decir, reflejo identitario). Aunque algunos antropólogos tiendan a negar, incluso ontológicamente, cualquier identidad; y aunque gentes bienintencionadas, celebridades y el cantante utopista John Lennon cantaran Imagine there’s no countries, los pueblos se obstinan en vivir por su cuenta, y reclaman más fronteras.

Es lo que se viene observando en la historia reciente, y lo que se supone que continuará sucediendo en el futuro. Cuando se disolvió el Imperio soviético, los eslovacos no quisieron convivir con los checos, ni los croatas con los serbios, ni los ucranianos con los rusos; y hoy, el pueblo kurdo se resiste a abolir las fronteras que lo mantiene repartido entre tres países…

En contrapartida, hay una idea internacional expresada por importantes minorías intelectuales que no solo da por descontada o inevitable la sociedad multicultural, multiconfesional y multiétnica: la preconiza, la difunde, la invoca, trata de imponerla. ¿En qué modelo histórico que funcione y resulte satisfactorio se inspiran esos optimistas “sin fronteras”? ¿Tal vez en el irlandés, cuando durante cuatro siglos los irlandeses han peleado a sangre y fuego con los ingleses? ¿O en el de la extinta Yugoslavia, que tuvo y acabó rechazando violentamente su sociedad multicultural, multiconfesional y multiétnica? Cuando esa sociedad fue concebida por poetas y pensadores idealistas y paneslavistas entusiastas de la idea de reunir a todos los eslavos del sur dentro de la misma y única frontera, acabó haciéndose realidad, primero por la monarquía y luego por la fuerza bruta del socialismo “casi real” de Tito, al cabo de unas décadas, a costa de mucha sangre inocente derramada, se decidió que aquel hermoso proyecto no tenía sentido y no podía seguir funcionando. Y así fue como los pueblos de la antigua Yugoslavia establecieron fronteras entre ellos, casi siempre frágiles y a menudo sometidas al control de fuerzas militares de las Naciones Unidas. 

Soldados de las Naciones Unidas en Bosnia.
(Fuente: Revista Ejército)

Para redactar este texto me he basado fundamentalmente en dos ensayos: “Pensare la frontiera”, que forma parte del libro 
Il pensiero meridiano, de Franco Cassano, y Éloge des frontières, de Régis Debray. [4] 

ﷺ ﷺ ﷺ

[1] Claudio Magris: El infinito viajar. Traducción de Pilar García Colmenarejo. Editorial Anagrama, Barcelona, 2008.
[2] Jacques Ancel: Géographie des frontières. Éditions Gallimard, París, 1938.
[3] Jorge Volpi: “Las trompetas de Jericó”, en El País, Madrid, 14 de noviembre de 2005, p. 16.
[4] Franco Cassano: Il pensiero meridiano. Laterza, Bari, 2003; pp. 53-66. / Régis Debray: Éloge des frontières. Folio, Éditions Gallimard, París (eBook), 2013.

Este texto, traducido del italiano y parcialmente resumido por Albert Lázaro-Tinaut, fue publicado en L’Intellettuale Dissidente, Roma, el 28 de abril de 2021. TRANSEÚNTE EN POS DEL NORTE agradece al autor su amable autorización para reproducirlo.

13 abril 2011

Los controles aeroportuarios: ¡todos somos sospechosos!

Acceso a la zona de control en la Terminal 1 del Aeropuerto de Barcelona.
(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)

La idea de construir un mundo sin barreras no es nueva, pero en las últimas décadas muchas personas, sobre todo aquellas que se han preocupado por la educación y la eficacia de la escuela, han hecho hincapié en este concepto utópico, movidos tal vez por la aparente desaparición de muros y fronteras interestatales, al menos en Europa.

Sin embargo, las barreras todavía existen, aunque no siempre sean tangibles: las fronteras van desapareciendo físicamente, pero en la mentalidad de los ciudadanos (y de los gobernantes, por supuesto) están muy presentes. Cuando pensamos en las barreras aparecen en nuestra mente solamente las que impiden el paso, ya sea a nosotros mismos por la valla de una obra pública, por ejemplo, ya sea a personas minusválidas (que al fin van consiguiendo que la arquitectura y el mobiliario urbano se adapten a sus necesidades), ya sea a los vecindarios separados por vías de circulación rápida o tendidos ferroviarios. Pero en el subconsciente colectivo permanecen, a pesar de todo, esas barreras invisibles e intangibles que cierran nuestro entorno, inmediato o no.

Placa colocada en el puesto fronterizo
hispano-francés de la Jonquera para
conmemorar la apertura de barreras.
Los puestos de control y los edificios
de aduanas fueron cerrados y,
posteriormente, derribados.

(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)


La idea de una Europa unida sigue siendo una utopía, y los hechos nos lo demuestran todos los días. Para un ciudadano del Reino de España, la República Francesa es “otro Estado”, no una parte más del territorio común europeo. En pocos estados se tiene la sensación de compartir algo con los vecinos: si acaso en Escandinavia, o en el Benelux (pese a que en Bélgica la barrera ideológica y política entre Flandes y Valonia es cada vez más sólida)… De hecho, está ocurriendo todo lo contrario: Yugoslavia se desintegró violentamente y generó siete estados independientes (Bosnia-Herzegovina, Croacia, Eslovenia, Kosovo, Macedonia, Montenegro y Serbia). Algo semejante ocurrió en la Unión Soviética tras la caída del Muro de Berlín, y de Checoslovaquia surgieron, de mutuo acuerdo y
en paz, dos estados distintos.

Un policía austriaco y otro húngaro
retiran simbólicamente la barrera
fronteriza entre sus respectivos
países el 20 de diciembre de 2007,
al integrarse Hungría en la
denominada “zona Schengen”.

(Fuente: The Telegraph, 21.12.2007 -
http://www.telegraph.co.uk/news/
worldnews/1573358/Police-warning-as-
politicians-hail-open-borders.html)


La paradoja, pues, está servida. El transeúnte no opina sobre las ventajas y los inconvenientes de esa nueva realidad: se limita a enumerar las barreras, con todo el respeto que le merecen los pueblos separados por ellas (para muchos de los cuales –las repúblicas bálticas, por ejemplo– han sido incluso beneficiosas).

Pero he aquí que, de pronto, surge algo más bien indefinido que se denomina “terrorismo internacional”. Curiosamente, cuando una de las dos grandes potencias mundiales desaparece del mapa político y deja de serlo, se tiene la impresión de que la otra –también en crisis, pero todavía fuerte– necesite tener un enemigo poderoso para demostrar, precisamente, que es una gran potencia mundial (y para que el negocio armamentístico, entre otros, no merme, claro está).


El de Osama bin Laden es el rostro
más conocido del llamado "terrorismo
internacional" o, equívocamente, "islámico".


El hecho, históricamente hablando, no tiene nada de nuevo. Desde los albores de la humanidad los enfrentamientos tribales y las guerras entre pueblos y estados vecinos se han sucedido sin cesar. Ahora, sin embargo, hablamos de un enemigo indefinido, bastante difuso pese a las apariencias (no olvidemos que la información que recibimos está casi siempre manipulada), y no de un pueblo o un Estado, y si reflexionamos podemos llegar a la conclusión de que ese enemigo tan terrible, ese lobo feroz, no puede ser más que algo concebido para mantener a raya a los auténticos enemigos de cualquier poder: los ciudadanos libres y pensantes, capaces de derribar muros altísimos si “algo” no frena sus lícitas aspiraciones: y al transeúnte –que tiene bastante arraigado el vicio de reflexionar sobre las cosas– se le ocurre que la gran solución pasa por considerar sospechoso a todo bípedo, bien o mal vestido.

Los atentados terroristas (suponiendo que realmente lo fueran) que sufrieron en su propia piel en septiembre de 2001 los hasta entonces incólumes Estados Unidos, y otros que ocurrieron más tarde en diversos países (entre ellos la atroz matanza de marzo de 2004 en las inmediaciones de la estación madrileña de Atocha) crearon un estado de alarma mundial que derivó muy pronto en unas obsesivas normas de seguridad, una enorme barrera que convertía definitivamente en sospechosos a todos los ciudadanos y que, además, daría aún más alas a la xenofobia.


El 7 de julio de 2005, una serie de explosiones
en los transportes públicos de Londres provocaron
la muerte de 56 personas y heridas a varios centenares.

(Fuente: UnWelcome Honesty - http://unwelcomehonesty.wordpress.com/)

Los aeropuertos quizá sean el mejor ejemplo de esas “barreras”, donde los pasajeros son a menudo objeto de vejación, cuando no de “detención preventiva” o de repatriación forzosa. Los márgenes de tolerancia son escasos, pero variables según las normativas que aplica cada Estado.

El transeúnte, que se mueve con frecuencia por el espacio aéreo, podría explicar decenas de anécdotas sobre las situaciones en que se ha encontrado. Se limitará a comentar algunas porque, a su entender, denotan la actitud de las autoridades policiales de cada Estado (amparadas, claro está, por las instrucciones emanadas de sus respectivos gobiernos).

La más desagradable que recuerda desde que se establecieron esos controles ocurrió en el aeropuerto escocés de Glasgow, donde unos cartelitos bien visibles antes de entrar en la “zona de control” ya advertían que cualquier tipo de resistencia, amenaza, insulto e incluso actitud evidente de enfado podía suponer para el pasajero su detención inmediata. Tenían muy claro los agentes de la policía que los usuarios de aquel aeropuerto deberían pasar por una serie de vejaciones, y convenía que las asumieran con resignación. Casi nadie escapaba de las voces crispadas de los uniformados, de sus regañinas, de sus humillantes lecciones de “cómo debían haber ordenado sus pertenencias” en el equipaje de mano, cuyo contenido, en la mayoría de los casos, era dispersado a la vista de todos sobre grandes mesas, revisado minuciosamente y luego amontonado de cualquier manera sobre la bolsa o la maleta de cabina, para que el molesto pasajero, sin poder expresar su indignación, se tomara la molestia de volverlo a colocar todo en su lugar. Cualquier objeto “sospechoso” suponía un interrogatorio, y si el viajero no entendía la lengua del policía, sufría una vejación más. Puro autoritarismo militar en un país, el Reino Unido, que pretende distinguirse por sus buenas maneras. El transeúnte, sin zapatos (porque también había que descalzarse), sin cinturón (con el consiguiente riesgo de quedarse de pronto en calzoncillos… como le ocurrió a más de un pasajero), con sus pertenencias revueltas, consiguió a duras penas y sin ninguna ayuda llegar a las largas mesas donde la gente trataba de hacer un hueco para salir de apuros.


La revisión del contenido de
los equipajes es muy frecuente,
sobre todo, en los Estados Unidos
y el Reino Unido.

(Fuente: La Stampa, Torino, 27.10.2010 -
http://www.lastampa.it/redazione
/cmsSezioni/esteri/201010articoli/
59885girata.asp)


En cambio, recuerda su experiencia más agradable, teniendo en cuenta las circunstancias. Fue en el aeropuerto de Lisboa, donde el policía que lo atendió le pidió excusas por las molestias y, con una sonrisa afable, le ayudó incluso a ponerse la chaqueta.

En el aeropuerto romano de Fiumicino la experiencia fue hasta divertida y digna de los mejores tópicos italianos. El transeúnte hacía escala allí, viajando de Dubrovnik a Barcelona. Confiado en que no debería pasar ningún otro control (el de la policía croata había sido correcto, sin ningún incidente), compró en el Free shop del aeropuerto dálmata una barroca botella de rakija, ese característico aguardiente (de ciruelas, en su caso) que se produce en los Balcanes. Pero he aquí que en el aeropuerto romano sí que debía pasarse de nuevo el control de equipaje de mano, a pesar de estar en tránsito. El escáner, por supuesto, detectó la botella en la mochila del transeúnte y un policía joven y amable le dijo que debía entregar la botella. Tras una breve y amable discusión, y al ver de qué se trataba, el uniformado tuvo un gesto de complicidad con el transeúnte: “Ma via, salvi questa bella bottiglia!”, y le dio las pistas para hacerlo: salir de la zona de tránsito, como si terminara su viaje en Roma, ir al mostrador de la compañía con la que debía volar a Barcelona y facturar aquella mochila, “ya que nadie sabe que lleva también una maleta facturada desde Dubrovnik”, añadió, guiñándole el ojo a la “víctima”, cuando ésta le hizo saber que llevaba también una maleta en bodega. Y así lo hizo el transeúnte, sin que nada le impidiera “salvar” su rakija.


El transeúnte todavía conserva,
ya vacía, la botella de rakija que
"salvó"
en el aeropuerto de Fiumicino.

Al regreso de un reciente viaje a Irlanda, los policías del control del aeropuerto de Dublín “descubrieron” en el monitor del escáner que el transeúnte llevaba dos paraguas en su mochila, y se la hicieron abrir. Puesto que el uniformado que la inspeccionó encontró un solo paraguas, la vació del todo, sin hallar el otro supuesto artilugio, amontonó los enseres encima de la mochila y la volvió a pasar por el escáner. “All is in order, no problem!”, dijo entonces en tono conciliador; pero abrió dos veces el paraguas para asegurarse de que no ocultara ningún material mortífero (o, más bien, para atenuar su sensación de ridículo). Luego, sin embargo, colocó con cuidado los enseres en la mochila, la cerró y se despidió del sospechoso con un “Thank you very much” y media sonrisa.

Nunca ha tenido problemas el transeúnte en aeropuertos de otros países, pero siempre se ha sentido vigilado, “sospechoso”, al pasar cualquier control de seguridad.


¿Podemos considerar aceptable éticamente este tipo de cacheo?
(Fuente: Taringa! - http://www.taringa.net/posts/imagenes/8610794/
Cacheos-en-el-Aeropuerto.html. Más imágenes indignantes en la misma página.)


Construir un mundo sin barreras, sentirse libre, al menos en el territorio de la llamada Unión Europea (que está lejos de ser la Europa de los ciudadanos), es hoy por hoy sólo un anhelo. El enemigo acecha, aunque sea de cartón piedra, aunque resulte increíble que ese personaje ya legendario (¿no lo será acaso en el sentido recto de la palabra?) a quien llaman Osama bin Laden no haya sido localizado y aniquilado cuando los medios de que dispone la gran potencia mundial todavía superviviente son capaces de encontrar la punta de una aguja en el gran pajar de nuestro planeta. Y nosotros, a callar y obedecer, que es una de las primeras consignas de la humanidad desde que el mundo es mundo. Somos masa, minoría silenciada, individuos indefensos, el agnus dei, infelices mortales al fin y al cabo, y parias para unos pocos con excesivo poder.

(Fuente: © Galería de citylovesyou_ffm, 2006 /
http://www.flickr.com/photos/ffmobscure/with/218668494/)


Haced clic sobre las ilustraciones para ampliarlas.

13 febrero 2011

Liberté, égalité, fraternité?... Sarkozyté!

Entrada al municipio de Ciboure (a la izquierda de la imagen)
en el puente Charles de Gaulle sobre el río Nivelle.
A la derecha, Sant-Jean-de-Luz.

(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)

Ciboure (Ziburu, en vasco) es una pequeña localidad separada por el río Nivelle (Ur Ertsi, en vasco, cuyas aguas provienen de tierras navarras) de otra mayor y más conocida: Saint-Jean-de-Luz (Donibane Lohizun), con la que comparte estación ferroviaria y un pequeño puerto fluvial. Para pasar de la una a la otra hay que cruzar el río con alguna embarcación (suele estar en servicio una barca-transbordador para pasajeros) o bien dar un pequeño paseo, pasar el río por el puente Charles de Gaulle de la carretera D 810 (un ramal –denominado allí avenue Jean Jaurès– de la carretera general que enlaza París con Hendaya y el puente internacional de Irún) y bajar hacia el mar por el otro lado.

El transeúnte aprovechó una reciente estancia en Donostia para visitar estas dos localidades del lado francés de Euskal Herria [1]. Disfrutó primero de la paz invernal de Saint-Jean-de-Luz, donde comió espléndidamente, y aprovechó las primeras horas de la tarde, antes de emprender el viaje de regreso a la capital guipuzcoana, para darse una vuelta por Ciboure, a cuya entrada se había instalado un gran parque de atracciones en el que los niños parecían disfrutar de atracciones, chuches y ese algodón de azúcar que se conoce como barbe à papa.

En esta ocasión no va a describir tan bellos lugares, aunque aproveche para decir que en Ciboure nació en 1875 el compositor Maurice Ravel, el del famoso y magnífico Boléro (tan mal comprendido muchas veces). Va a contar una pequeña aventura, una de esas experiencias que dan sentido, pese a todo, a la vida del viajero.

La iglesia de Saint Vincent
y la Croix blanche, en Ciboure.

(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)

Con su cámara de fotos siempre a punto para captar lo insólito, lo efímero y aquello que le llama la atención, el transeúnte pasó frente a la iglesia de Saint Vincent (con su “Cruz Blanca”, etapa de uno de los ramales del Camino de Santiago) y se adentró por la rue Pocalette, paralela al paseo que sigue la ribera del río. Hizo varias tomas de detalles y también de las fachadas de esas bonitas casas que caracterizan las tierras vascas, con sus maderas pintadas de colores alegres (azul, verde, grana…) y, despreocupado y pendiente de lo que se ofrecía a sus ojos, se vio sorprendido en la desembocadura de aquella calle por tres gendarmes que lo rodearon de inmediato y le preguntaron, de sopetón, qué estaba fotografiando.

–Perdone, monsieur, pero en la calle por la que ha pasado está prohibido tomar fotos. Muéstreme los clichés.


–No he visto ningún cartel que lo indicara –replicó el transeúnte, que suele tener mucho aplomo en estos casos, pues ha pasado por experiencias parecidas en países sometidos a regímenes totalitarios. Se suponía que no era el caso de Francia, por lo que nada debía temer.


El gendarme fue observando las imágenes en la pantalla de la cámara y obligó al transeúnte a borrar algunas, cosa que éste hizo, mal que le pesara, arrepentido ahora de no haberse plantado ante tan caprichosa decisión de un don nadie uniformado. A veces le cuesta un poco reaccionar en caliente.


Una de las pocas fotos de la rue Pocalette
que el transeúnte logró salvar.

(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)

–Un documento de identidad, por favor… (pièce d’identité, se dice en francés, para asombro del foráneo, a quien le parece que en Francia la identidad puede despiezarse).

–¿Puedo saber qué es esto?

–Nada, monsieur, se trata sólo de un control rutinario.


El gendarme que se había apoderado del documento de identidad del transeúnte se alejó unos pasos, se conectó con su radioteléfono a algún misterioso lugar y transmitía a su también misterioso interlocutor los datos del sospechoso, que mientras tanto era custodiado por sus otros dos compañeros. Más allá, en los muelles, a orillas del río, había dos furgones celulares y otros seis o siete gendarmes.

En un momento dado, el que transmitía los datos se acercó al transeúnte y le preguntó qué significaba esa enigmática abreviatura “c/” que precedía al nombre de la calle donde vive.

–Significa rue, monsieur.

–Ah, cal-le… –suspiró tranquilizado después de haber hecho gala de su estupendo espagnol, y volvió sobre sus pasos.


La desembocadura del río Nivelle
desde los muelles de Ciboure (donde
estaban apostados los gendarmes
con sus furgones). A la derecha,
el faro de Saint-Jean-de-Luz.

(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)


Uno de los uniformados que retenían al transeúnte (aunque sin ponerle las manos encima en ningún momento, ¡sólo hubiese faltado eso!) empezó a interrogarlo. Le llamaba la atención que el sospechoso hablara tan fluidamente el francés y le preguntó a qué se debía. ¿Había vivido el sospechoso en Francia? ¿No? Étonnant... En lugar de contestarle, el sospechoso le espetó, irónico (siempre en fluido francés, claro):

–Hay otras lenguas que hablo mejor.


–¿Habla usted vasco? –se empezaba a vislumbrar por dónde iban los tiros.

–No.


–Pero, ¿lo entiende?


–Por qué quiere saber esas cosas, si se trata de un control rutinario, como dicen ustedes.

–Obedecemos órdenes, monsieur.

Un típico panier à salade
('ensaladera
'), como son conocidos
popularmente los furgones celulares
de la Gendarmería francesa.

(Foto: Collection CHARLYDESIGN93)

No sabe por qué (o quizá sí), al transeúnte le pasaron por la cabeza otros momentos en que había oído y leído esa frase: los ejecutores nazis obedecían órdenes, los agentes comunistas siempre obedecían órdenes, los sicarios de las dictaduras más sangrientas se defendían en los juicios con esa misma afirmación y trataban de pasar así la responsabilidad de sus atrocidades a entes superiores. Decidió provocar:

–Si quiere interrogarme, hagamos las cosas como es debido: lléveme a comisaría, póngame en contacto con un representante diplomático español para que me facilite un abogado y conozca mi situación…


–Pero... monsieur, por favor, no exagere…


–Oiga, gendarme al transeúnte ya no le parecía un monsieur: ¡se acabaron las buenas maneras y era hora de formalidades!; si alguien exagera y monta el pollo (en fait tout un fromage, se dice en francés), son ustedes.

–¡Cuidado con lo que dice, monsieur!

–Escuche, soy un ciudadano libre y honesto y creo estar en un territorio libre…


–Sin duda, pero en las circunstancias actuales... ya me entiende… los extranjeros…


¡Ay lo que dijo! El transeúnte no le dejó acabar la frase, de modo que no sabe cómo iba a terminarla, ni le importa.


–¡No soy un extranjero! Soy un ciudadano europeo y estoy chez moi (es decir, en mi casa), ¿me entiende usted? ¿O es que Francia se ha dado de baja de la Unión Europea y yo no me he enterado, gendarme?


Saint-Jean-de-Luz desde Ciboure.
(Foto; Albert Lázaro-Tinaut)

El transeúnte fingió indignación y hasta cierto desprecio al pronunciar la palabra gendarme, separando un poco las sílabas; pero la verdad es que empezaba a divertirse. El uniformado titubeó, no sabía qué decir, se sentía indefenso pese al armamento que colgaba de su cintura.


Su compañero, que había permanecido en silencio, le tocó el hombro para tranquilizarlo, y el tercero regresó con su radioteléfono y pidió al que tocaba el hombro del que se había puesto nervioso que anotara toda la filiación del transeúnte, cosa que hizo en un pequeño bloc.


–Bueno, ¿se puede saber qué pasa conmigo, gendarmes? Porque a este paso voy a perder el tren.


–Nada, no se preocupe, monsieur. Ya le hemos dicho que es un control rutinario –contestó el del radioteléfono.


Bonjour, la routine…! (¡Pues vaya rutuina…!) –una vez más, el transeúnte no pudo evitar la ironía provocadora.

–No hemos de hacerle ningún reproche… Es… es sencillamente que en esa calle tiene su casa un ministro –añadió bajando la voz (tal vez debería entenderse lo de “ministro” en femenino, habida cuenta de que un importante miembro del gobierno francés, mujer ella, fue alcaldesa de Saint-Jean-de-Luz, como averiguó luego el transeúnte a través de internet)–. En Francia la ley prohíbe fotografiar cualquier edificio público –prosiguió el gendarme en cuestión, ya en tono conciliador–: un Ayuntamiento, una Préfecture, una estación de tren… Se lo digo para que lo tenga en cuenta. Nosotros estamos aquí para algo (pour quelque chose), entiéndalo.


Detalle de una fachada en Ciboure.
(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)

La casa de un ministro, hombre o mujer (personaje público), resultaba ser un edificio público, con la particularidad de que nada indicaba esa condición extraordinaria.

–Tenga, y muchas gracias, monsieur –dijo el que había anotado concienzudamente los datos en el carnet (no sé si copió incluso la foto…), mientras le devolvía al transeúnte su documento de identidad.

–Por esta parte puede tomar clichés de todo lo que quiera –añadió el del radioteléfono esbozando una sonrisa forzada y mostrando con un amplio gesto de su mano derecha la parte ribereña del río. El transeúnte estuvo a punto de pedirles que se pusieran bien para retratarlos, pero no quiso provicar más y prefirió hacerse el maleducado y volverles la espalda para seguir su camino. Es lo que en España se dice popularmente “despedirse a la francesa” y los franceses dicen “filer à l’anglaise” (largarse a la inglesa).

La estación ferroviaria de Saint-Jean-de-Luz - Ciboure.
(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)

Había sido una experiencia interesante, sobre todo para comprobar eso que se dice: que la República Presidencial Francesa se ha convertido en un estado policial desde que monsieur Nicolas Sarkozy (Sarko para el populacho) obra de timonel e “ingeniero” a la vez. En los años 70 del siglo pasado el transeúnte –barbudo y con ropa tejana, ¡a quién se le ocurre!– había sido detenido arbitrariamente en el norte de la Argentina (concretamente en el aeropuerto de Resistencia, topónimo que ya se las trae, en la provincia del Chaco) y sometido casi a juicio sumarísimo por un inmenso militar que no hubiera cabido en un armario de dos cuerpos, y que no lo soltó hasta que la lentísima comunicación telefónica con algún centro de seguridad de Buenos Aires le aseguró que no había ningún sospechoso con su nombre ni con sus características; y también lo detuvieron brevemente en Esztergom, al norte de la Hungría comunista, por haber sido testigo de una pelea callejera. Después de la experiencia vascofrancesa se le formó en la mente, por una curiosa asociación de ideas, un nuevo y absurdo topónimo irónicopolítico: República Soviética Sarkozyana (RSS).


Vayan ustedes con cuidado, pues las fronteras aún existen en esta Europa del quiero y no puedo, tan desunida como siempre. En Irún se lo dijeron claramente al transeúnte: con la supuesta desaparición de las fronteras físicas esperaron que, de algún modo, se estableciera algo semejante a aquella utópica República del Bidasoa con la que soñó ingenuamente Pío Baroja, “una república sin frailes, sin dogmas que nos atormenten, sin moscas y sin carabineros”, como recordó su sobrino, Pío Caro Baroja, durante de la inauguración en el centro del ensanche iruñés del monumento al gran autor de la denominada Generación del 98 (tan enemigo él de esos honores) [2], con motivo del cincuentenario de la muerte de éste, en el año 2006. Pero eso también fue un sueño utópico: las relaciones entre las poblaciones de ambas orillas del río Bidasoa son prácticamente inexistentes, y los intentos de organizar actos conjuntos casi siempre han fracasado.


Detalle del monumento a Pío Baroja en la plaza Zabaltza de Irún,
obra del artista asturiano Sebastián Miranda, inaugurado en 2006.

(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)

No sólo los Pirineos separan la península Ibérica del resto de Europa; no sólo los Alpes separan dos conceptos de europeísmo, ni sólo las aguas del Rin dividen los territorios de Francia y Alemania. Lo que más separa a los europeos de uno u otro Estado es la falta de voluntad: ¡esta sí que es común!



[1] Denominación, en vasco, de lo que en castellano se conoce como Vasconia, es decir el espacio europeo –documentado desde el siglo XVI–, dividido entre los estados español y francés, donde se manifiestan la cultura y la lengua vascas.
[2] Baroja lo expresó por boca de uno de sus personajes más famosos, el marino autobiógrafo Shanti Andía: “A mí, la verdad, la gloria no me entusiasma. La gloria no es para los países lluviosos; tener una estatua a orillas del Mediterráneo, en una ciudad de Andalucía, de Valencia o de Italia, está bien; pero, ¿qué voy a hacer yo si en premio de este libro me levantan una estatua en Lúzaro? ¿Estar recibiendo constantemente la lluvia en la espalda? No, no; soy muy reumático y ni en efigie me gustaría estar así, a la intemperie”.

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30 noviembre 2010

Gibraltar: un peñón multiétnico, multilingüe y multirreligioso

El único puesto fronterizo terrestre entre España y Gibraltar, y el peñón,
vistos desde de localidad andaluza de La Línea de la Concepción.

(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)

El topónimo con el que conocemos The Rock (el Kalpe de los antiguos griegos), la colonia británica del sur de la península Ibérica, tiene su origen en la denominación que dieron los árabes al peñón donde se asienta: Yabal Tariq (جبل طارق), “la montaña de Táriq”, en honor a Táriq ibn Ziyad al-Layti (طارق بن زياد), el caudillo beréber que desembarcó allí con sus tropas el año 711 y que, según la tradición, lideró la conquista de la Hispania visigoda.


La historia de esta estratégica península de 6,5 kilómetros cuadrados, situada al este de la bahía de Algeciras, es bien conocida: formó parte de la taifa de Granada, fue tomada por las tropas castellanas en 1309, reconquistada por los benimerines en 1333, cedida por éstos al reino nazarí de Granada veinticuatro años más tarde y, finalmente, conquistada para la Corona castellana por el duque de Medina-Sidonia en 1562, aunque hasta 1501 no fue incorporada oficialmente al Reino de Castilla.


El sitio anglo-holandés que sufrió el peñón del 1 al 4 de agosto de 1704, durante la guerra de Sucesión española, obligó a las tropas borbónicas de Felipe V a capitular ante el príncipe de Hesse-Darmstadt, quien tomó posesión de Gibraltar en nombre del archiduque Carlos de Austria, pretendiente a la corona española.

A British Man of War before
the Rock of Gibraltar
, pintura

de finales del siglo XVIII,
del
artista inglés Thomas
Whitcombe.

Tras un sitio fallido por parte de las tropas hispano-francesas, mediante el tratado de Utrecht, que puso fin a la guerra de sucesión, en 1713 Gibraltar se convirtió en posesión británica, y continúa siéndolo como colonia, a pesar de los frecuentes intentos españoles para recuperar aquel territorio.


Cuando el transeúnte visitó Gibraltar, lo primero que le sorprendió, desde el autobús que tomó después de pasar a pie la frontera hispano-gibraltareña, fue ver cómo la breve carretera que conduce al centro urbano ha de cruzar la pista del aeropuerto, que se cierra mediante una barrera semejante a la de los pasos a nivel ferroviarios cuando despega o aterriza algún avión.


Al llegar a la ciudad, observó en seguida las curiosas contradicciones que se dan en aquel lugar, donde los llanitos (nombre con el que son conocidos los gibraltareños) conservan un castellano heterodoxo, con un marcado acento andaluz, mientras que el idioma oficial de la colonia es el inglés, lengua en la que están escritos casi todos los rótulos (pese a que en algunos casos aparece el bilingüismo).

Un característico autobús
inglés en el centro urbano
de Gibraltar; se pueden
observar (haciendo clic
sobre la foto para ampliarla)
las inscripciones bilingües,
en inglés y castellano.
(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)

También es contradictorio el uso de la moneda: oficialmente, se utiliza la libra esterlina británica (que tiene incluso una versión local emitida
por el Gobierno de Gibraltar: la Gibraltar pound), pero el euro circula paralelamente y con frecuencia los precios están marcados en ambas unidades monetarias. Sin embargo, la moneda europea no se admite en determinados lugares, como por ejemplo la oficina de Correos.

Un billete de 20 libras esterlinas emitido por el Gobierno de Gibraltar.

El transeúnte pudo constatar, además, que el pequeño núcleo urbano de Gibraltar, dividido en siete áreas residenciales y poblado por poco más de 27.000 personas, es un centro multicultural y multirreligioso muy interesante en el que se mezclan la población local (de raíces andaluzas o andalusíes), una minoría de británicos (dedicados sobre todo a tareas administrativas, comerciales y oficiales) y unas relativamente nutridas comunidades musulmana (cerca de un 7 % de la población) y judía (presente en el peñón desde hace más de seiscientos cincuenta años, la cual, aunque actualmente sólo representa el 2 % de la población, siempre ha sido muy influyente: se calcula que en el lenguaje local, el llanito, se utilizan unas quinientas palabras de origen hebreo).




























Un niño judío gibraltareño, con la característica kipá.

(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)




























Puerta de una casa de la comunidad judía de
Gibraltar.
Puede verse el año de construcción:
5655 del calendario
hebreo, que corresponde
al 1895 de nuestro calendario gregoriano.

(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)


Hombres musulmanes a la salida de una de les mezquitas de Gibraltar.
(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)

Las religiones mayoritarias, sin embargo, son la anglicana y la católica, cada una de las cuales tiene su catedral y sus templos. También hay templos de otras comunidades protestantes, hinduistas, baha’i, etc.





























La catedral anglicana de la Santísima Trinidad (Holy Trinity),

de estilo morisco y arquitecto desconocido, consagrada en 1838.
(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)





























La catedral católica de Santa María la Coronada,

levantada
en el lugar que ocupaba una antigua
mezquita.
Fue consagrada el 20 de agosto de 1462.
(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)

El llanito es un curioso dialecto castellano, muy próximo al andaluz pero a la vez característico y ecléctico. No incluye únicamente expresiones hebreas, sino sobre todo palabras inglesas y también maltesas (muchas familias maltesas se establecieron en Gibraltar), árabes, beréberes, portuguesas, genovesas y de numerosas lenguas de la India, de donde proceden muchísimos comerciantes.


El transeúnte recuerda, por ejemplo, que cuando quiso ir a Punta Europa, la conductora del autobús le advirtió (la transcripción es fonéticamente aproximada): “Vamo’ a ve’ si podemo yegá, que el tiempo ehtá muy windy”; en efecto, el día era ventoso y ello impidió al transeúnte subir a lo alto de The Rock, Signal Hill (de 387 metros de altitud, donde se encuentran los famosos monos gibraltareños), ya que el teleférico por el que se accede no funcionaba aquel día a causa, precisamente, de la fuerza del viento, y los taxistas -especulativos ellos- pedían demasiado dinero para llevarlo hasta allí.


El faro de Punta Europa,
construido
entre 1831 y 1841
y automatizado
en 1994.
(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)


Punta Europa (Great Europa Point, según la toponimia oficial británica) es el extremo meridional de la península de Gibraltar, encarado al norte de África, que es visible en la lejanía. Se trata de un pequeño promontorio rocoso y llano, donde destacan el faro, la mezquita de Ibrahim-al-Ibrahim (financiada por el rey Fahd de la Arabia Saudita e inaugurada el 8 de agosto de 1997) y el pequeño santuario católico de Nuestra Señora de Europa.


La amable conductora del autobús que condujo hasta allí al transeúnte (la fuerza del viento no era tan intensa y las olas, por lo tanto, ya no invadían la explanada como pocas horas antes), le dijo dónde lo esperaría cuando el vehículo de servicio público hiciera el siguiente viaje. De vuelta, íbamos recogiendo escolares, impecablemente vestidos con los uniformes de sus respectivas escuelas. Los policías municipales también visten un uniforme parecido al de los bobbies londinenses, con el correspondiente y característico helmet (casco). Y es que, pese a todo, en Gibraltar las tradiciones responden claramente a las costumbres del antiguo Imperio británico: en multitud de aspectos, el peñón es un pedazo del conservador Reino Unido trasplantado al sur de Europa.



Una imagen muy británica en un ambiente muy mediterráneo.
(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)


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17 enero 2010

Las fronteras del tiempo

En la Europa occidental, los cambios horarios al pasar de un país a otro reclaman pocas veces nuestra atención. De hecho, en esta parte del continente sólo cuatro estados se diferencian de los demás por lo que se refiere a la hora: Portugal, el Reino Unido, Irlanda e Islandia.

Los 24 husos horarios en que se dividió el planisferio se establecieron en el año 1928 a partir del meridiano de Greenwich para determinar el UTC/GMT (Universal Time Coordinated / Greenwich Mean Time), denominado también “tiempo civil” y conocido en el mundo de la aviación como “hora Zulú”. Más tarde se establecería el CET (Central European Time, que es el vigente en España), equivalente a UTC+1 (UTC+2 en verano). El transeúnte, que cuando se ha movido por tierras europeas ha tenido que modificar a menudo la hora de su reloj, se ha sentido siempre atraído por los husos horarios, que son, de hecho, las fronteras del tiempo. Y esta curiosidad se le ha vuelto a despertar ahora, cuando el dirigente ruso Dmitri Medvédev ha hecho una propuesta revolucionaria: reducir a cuatro las once franjas horarias en que se divide actualmente el territorio de la Federación Rusa, “por razones de eficiencia y para ahorrar en tecnología”, según sus palabras.

(Fuente: © BBC.)

Efectivamente, como se puede ver en este mapa, entre el oblast de Kaliningrado, a orillas del mar Báltico, fronterizo con Polonia y Lituania, y el extremo más oriental de la Rusia asiática, en el océano Pacífico, hay una diferencia de diez horas, lo cual provoca problemas en un país tan extenso. Cuando en Moscú son las 12 del mediodía, en la península de Kamchatka ya son las 9 de la noche, y en Kaliningrado, sólo las 11 de la mañana.

La idea de dividir el territorio ruso en cuatro franjas horarias la justifica Guennadi Lazárev, un eminente profesor de Vladivostok, alegando que de ello se derivarían muchas ventajas prácticas. Asegura, por otra parte, que el extremo oriente ruso mantiene dos horas de diferencia con lo que denomina “la hora biológica correcta”. Su propuesta consiste en establecer únicamente las zonas horarias de Kaliningrado, Moscú, los Urales y Siberia (que incluiría también el extremo oriente de la Federación); el cambio, según él, debería hacerse gradualmente para que la gente se habituara.

Esta última zona propuesta por el profesor Lazárev sería vastísima, pero si se tiene en cuenta que toda China funciona a la hora de Pekín desde septiembre de 1949, sin ningún problema aparente, quiere decir que desde el punto de vista del científico la propuesta tendría sentido. En la actualidad, cuando en Vladivostok son las 12 del mediodía, al otro lado de la frontera, en China (es decir, a poquísimos kilómetros) son las 10 de la mañana, y en Tokio, las 11, aunque la capital japonesa está a más de 1000 kilómetros al este de la ciudad rusa.

Las cinco zonas horarias en que estaba dividida China desde 1912 hasta 1949 (© Alan Mak, Wikipedia).

El periodista norteamericano Clifford J. Levy recoge en el New York Times unas cuantas opiniones de ciudadanos rusos de las regiones orientales de la Federación. Iekaterina Degtiareva, que vive en Novosibirsk, la mayor ciudad de Siberia, piensa, por ejemplo, que antes de tomar ninguna decisión las autoridades deberían enfocar la cuestión, precisamente, desde el punto de vista biológico, pero no en el sentido que dice el profesor Lazárev, y se pregunta cómo afectaría este cambio horario a la salud de las personas. Por otro lado, también en Novosibirsk, Elia Kabánov, director de una agencia de relaciones públicas, un hombre claramente más conservador, asegura que la división en once husos horarios “es un rasgo cautivador de Rusia, es parte de nuestra idea nacional”.

Pero los habitantes del extremo oriente ruso son más realistas. Vadim Vodianitski, propietario de una fábrica de conservas de pescado en Vladivostok, dice que la situación actual es insostenible: “En Moscú les molesta que yo no atienda el teléfono de madrugada”, dice, y añade que, encima, lo tratan de gandul porque, según sus clientes moscovitas, “ya son horas de estar trabajando”… Esta “idea nacional” de la gran Rusia a que se refiere Kebánov (que vive mucho más cerca de Moscú que Vodianitski) no parece, pues, que coincida demasiado con la información que tienen algunos de las grandes diferencias horarias que hay en el país donde viven.

Si nos fijamos en la división horaria actual sobre un planisferio, comprobaremos a simple vista que las fronteras horarias han sido establecidas por razones políticas y no geográficas. Sólo algunos estados muy extensos tienen fronteras horarias interiores: Canadá (6 franjas horarias), Estados Unidos (6 franjas, contando Alaska y las islas Hawai), México (3 franjas), Brasil (5 franjas), Indonesia (4 franjas) y Australia (5 franjas). A éstos es preciso añadir algunos casos peculiares: el de España, donde las islas Canarias están en un huso horario diferente (todos los que vivimos en la Península hemos oído aquello de “una hora menos en Canarias”); las Azores respecto de Portugal; el archipiélago de las Feroe respecto de Dinamarca; la isla de Pascua (Rapa Nui) respecto de Chile; las islas Galápagos respecto de Ecuador, y poco más.

Sin embargo, el salto horario de 60 minutos tiene excepciones curiosas: en países como Irán, India, Myanmar y las islas Andaban y Nicobar la diferencia horaria respecto de los estados vecinos es de sólo media hora, y lo mismo pasa con las franjas centrales de Australia: de hecho, la diferencia horaria entre la costa oriental y la occidental de la gran isla oceánica es de 3 horas, aun habiendo 5 franjas. En Nepal el caso es aún más complejo: ¡en el país del Himalaya la diferencia es de 45 minutos! A esta excepcionalidad se sumó en el año 2007 la decisión de Venezuela de atrasar los relojes media hora, ya que según su presidente, Hugo Chávez, hacer que el sol saliera media hora antes haría aumentar la productividad del país (son pocos los mapas de husos horarios que recogen esta “novedad”). La decisión de Chávez fue muy criticada, y la oposición lo acusó de prepotencia y de “querer demostrar al pueblo que el poder tiene incluso el control sobre la naturaleza”.

La “política horaria” tiene también sus paradojas: si alguna vez atravesáis el río Miño, por ejemplo, desde Tui, en Galicia, hasta la localidad portuguesa de Valença do Minho –cosa que se puede hacer a pie en muy pocos minutos por el arcén para peatones del puente ferroviario-, tendréis que atrasar el reloj, aunque os hayáis trasladado mínimamente de norte a sur. Lo mismo os ocurrirá si “bajáis” de Bolivia o Paraguay a Argentina, o de Macedonia a Grecia.

Las fronteras políticas, como se ve, no se limitan al territorio y a las “aguas nacionales”, sino que existen también en algo tan huidizo como el tiempo. Por si acaso, cuando paséis de un país a otro, preguntad qué hora es si no queréis perder (o esperar largamente) un medio de transporte que tengáis que tomar después. ¡Y cuidado!: esto vale también para los aeropuertos.

Fotografía de arriba: Reloj de la Torre dei Lamberti, en Verona, Italia
(© Albert Lázaro-Tinaut).


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Traducción del catalán: Carlos Vitale.