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09 diciembre 2009

Trasiego de muertos


Es curioso que sean los políticos, cuando se dignan a bajar al terreno de la cultura, y algunas instituciones con afán de notoriedad, los que más se obstinan en remover a los muertos. O aún peor: que, a veces, detrás de estos “movimientos” se oculten oscuros intereses (¿quizá porque son inconfesables?).

Al transeúnte, aunque es curioso por naturaleza, nunca le ha despertado la curiosidad saber quién estaba realmente detrás del deseo de “devolver a España” los restos de Antonio Machado, que tan discretamente reposan en el cementerio de Collioure, sin tener en cuenta que esta de ahora no es la España republicana de la cual el poeta sevillano tuvo que huir con su madre en condiciones infrahumanas; ni el de desenterrar al intelectual Manuel Azaña, el último jefe de Estado de la República española, que manifestó claramente su deseo de ser inhumado donde muriera (y, por tanto, fue sepultado en el cementerio de Montauban, en el sur de Francia, sin derecho a ser envuelto en la bandera republicana española, a causa de la prohibición que decretó el mariscal Pétain; el embajador de México en Francia tuvo la sensibilidad de envolverlo, por lo menos, con la bandera de su país –generoso acogedor de expatriados– y no con la rojigualda, como había ordenado el caudillo del régimen filonazi de Vichy).

El transeúnte tampoco entiende aquella obstinación, en el año 2005, de trasladar los huesos del compositor catalán Amadeu Vives del cementerio de Montjuïc, en Barcelona –al cual su cuerpo fue conducido con grandes honores desde Madrid, donde había muerto, en diciembre de 1932–, al de Collbató, su población natal (se alegaron las condiciones precarias en que se encontraba su tumba: ¿por qué el Orfeó Català no se preocupó más de dignificar el lugar? Hay preguntas de las cuales difícilmente podremos obtener respuestas razonables, aunque en este caso concreto algunos hechos recientes permitan sacar deducciones).

Aún le costó más al transeúnte explicarse los extraños motivos que el gobierno peronista argentino aducía hace pocos meses para justificar un vuelo trasatlántico que llevara el cadáver de Borges desde Ginebra, donde él mismo quiso que lo enterraran (En el centro de Europa, en las tierras altas de Europa, crece una torre / de razón y de firme fe. // Los cantones ahora son veintidós. / El de Ginebra, el último, es una de mis patrias, dejó escrito en uno de sus últimos poemas*) a Buenos Aires, para que reposara en el cementerio de La Recoleta –donde se supone que fueron depositados los restos “auténticos” de Eva Perón, tan desdeñada por él, después de su tétrico periplo–, sobre todo cuando el escritor había adoptado incluso la nacionalidad suiza para tener todos los derechos en la tierra donde murió.

Es curiosa, también, esta manía humana de perturbar la tan proclamada “paz de los muertos”, que parece sagrada para las religiones del Libro, pero que contagia incluso a los veneradores de los santificandos, como es el caso del reverendo Karol Wojtyła, más conocido como papa Juan Pablo II, el cuerpo (o al menos el corazón) del cual reivindica la diócesis o la feligresía de Cracovia. Al transeúnte le llama la atención que se contrapongan tan ostensiblemente el delirio de remover los cuerpos de los difuntos y las supersticiones que atañen a la Parca. Y le desesperan –no lo oculta– los patrioterismos de andar por casa que muchas veces se mezclan para obtener un alioli de lo más macabro.

Esta obsesión, como sabemos, ha acompañado siempre a la humanidad y no se ha librado de ella casi ninguna civilización, al menos entre las occidentales (dicho esto desde nuestro etnocentrismo). Las glorias de Francia, por ejemplo, tienen el honor de vivir la muerte en un suntuoso panteón, y he aquí que ahora el señor que encarna con tanta pompa aquellas dinastías que, teóricamente, derrocó por siempre jamás la Revolución burguesa de 1789, quiere que los restos de Albert Camus reposen en el Panthéon de la Montagne Sainte Geneviève parisina, aquel monumental templo ecléctico dedicado a santa Genoveva de Nanterre que diseñó el señor Soufflot a mediados del siglo XVIII, es decir, unos cuantos años antes de la Revolución, mezclando todos los estilos que pudo, desde el clásico grecorromano hasta el neoclásico de la época, pasando por el gótico y el bizantino, y que el 4 de abril de 1791 la Asamblea Constituyente decidió convertir en templo republicano y Panthéon des grands hommes, con unos cuantos retoques arquitectónicos encargados al ciudadano Antoine Chrysostome Quatremère de Quincy.

Los desfiles de cadáveres exquisitos (que no tienen nada que ver, evidentemente, con los que crearon después los surrealistas) por las calles de París hasta el Panthéon son célebres: desde el inaugural, que paseó los despojos de Mirabeau a la luz de las antorchas aquel mismo 4 de abril de 1791, hasta el que llevó, mucho más discretamente, el cuerpo de la resistente Lucie Aubrac en el año 2007.

Ahora, monsieur le Président de la République Française, el señor Nicolas Sarkozy, tiene la voluntad de trasladar los restos mortales del escritor Albert Camus al santuario de los grandes hombres, coincidiendo con el medio siglo de su muerte en accidente de tránsito, el 4 de enero de 1960; voluntad que topa con la de la familia del premio Nobel de literatura de 1957, expresada por su hijo Jean, el cual considera que la decisión es un contrasentido, teniendo en cuenta la biografía del autor del Homme révolté, al cual “espantaría” (si se puede traducir así el verbo craindre en este contexto) la “apropiación” (así interpreta el transeúnte la palabra récupération, que aparece entre comillas en el artículo que publicó Le Monde en pasado 21 de noviembre) de su padre por parte del jefe del Estado.

Extraños transeúntes, estos rígidos o descompuestos viajeros de ultratumba...


* Jorge Luis Borges: Los Conjurados. Alianza Editorial, Madrid, 1985.

Créditos de las fotografías:

- Albert Camus (© Time Inc.).
- Tumba de Albert Camus en Lourmarin, Provenza (
© Walter Popp, Wikipedia Commons).


Traducción del catalán: Carlos Vitale.