
del caricaturista mexicano José Guadalupe Posada (1852-1913).
La Catrina, bautizada así el por el muralista Diego Rivera, es una metáfora
irónica de la clase social alta antes de la Revolución mexicana, y acabó
convirtiéndose en el símbolo de la muerte en el Día de Muertos.
La antigua celebración cristiana para honrar a los muertos tiene su origen en las persecuciones a los seguidores de Cristo por parte de los emperadores romanos, persecuciones que alcanzaron el momento culminante en el siglo IV, bajo Diocleciano, Maximiano, Galerio y Constancio. El bulo de que los cristianos practicaban la magia negra, el canibalismo y el incesto había hecho afirmar al historiador y político Tácito (55-120) que en el espíritu de éstos anidaba el odium generis humani (odio al género humano).

paleocristiano de San Justo de la Vega
que representa la persecución
de los primeros cristianos.
(© Museo Arqueológico Nacional, Madrid)
La Iglesia primitiva, víctima de esas persecuciones, consideró un deber honrar a sus mártires, y ya en aquella época estableció el domingo anterior a la fiesta de Pentecostés como día para venerar a las víctimas de los edictos imperiales, que poco después serían elevadas a la categoría de santos. Fue el papa Gregorio III, en el siglo VIII, quien estableció la fecha del 1 de noviembre como Día de Todos los Santos, y dedicó a éstos una capilla en la antigua basílica de San Pedro de Roma.
En los últimos decenios, esta fiesta ha ido decayendo en muchos países –sustituida sobre todo por el Halloween estadounidense–, mientras que en otros es un día especialmente señalado. Así ocurre en México, cuyo célebre Día de Muertos, que la Unesco declaró Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad (juntamente con otras fiestas indígenas dedicadas a los muertos; ved aquí), no es más que la actualización de una antigua festividad anterior a la cristianización.
El transeúnte recuperó hace poco un libro de su admirado Octavio Paz, que había leído hace años; un libro que el escritor dedica especialmente a la mexicanidad: El Laberinto de la Soledad.* Su tercer capítulo, “Todos los santos, día de los muertos”, pretende, precisa- mente, explicar los motivos de esa fiesta que para los mexicanos trasciende la tradición cristiana.
“El solitario mexicano ama las fiestas y las reuniones públicas. Todo es ocasión para reunirse. Cualquier pretexto es bueno para interrum- pir la marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres y acontecimientos” –dice Paz, y prosigue–. “Somos un pueblo ritual. Y esa tendencia beneficia a nuestra imaginación tanto como a nuestra sensibilidad, siempre afinadas y despiertas. El arte de la Fiesta, envilecido en casi todas partes, se conserva intacto entre nosotros.”
Y unas páginas más adelante entra de lleno, con su admirable estilo literario, en la celebración a la que se refiere ahora el transeúnte: “La muerte es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida. Toda esa abigarrada confusión de actos, omisiones, arrepentimientos y tentativas –obras y sobras– que es cada vida, encuentra en la muerte ya que no sentido o explicación, fin. Frente a ella nuestra vida se dibuja e inmoviliza. Antes de desmoronarse y hundirse en la nada, se esculpe y vuelve forma inmutable: ya no cambiaremos sino para desaparecer. […] Para los antiguos mexicanos la oposición entre muerte y vida no era tan absoluta como para nosotros. La vida se prolongaba en la muerte. Y a la inversa. La muerte no era el fin natural de la vida, sino fase de un ciclo infinito. Vida, muerte y resurrección eran estadios de un proceso cósmico, que se repetía insaciable”.
Y luego, tras varias consideraciones al respecto y enlazadas con la cristianización de los mexicanos, insiste en la vigencia de aquellas antiguas creencias: “La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida. El mexicano no solamente postula la intrascendencia del morir, sino la del vivir. Nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexiones populares manifiestan de una manera inequívoca que la muerte no nos asusta porque ‘la vida nos ha curado de espantos’. Morir es natural y hasta deseable; cuanto más pronto, mejor. Nuestra indiferencia ante la muerte es la otra cara de nuestra indiferencia ante la vida. Matamos porque la vida, la nuestra y la ajena, carece de valor. Y es natural que así ocurra: vida y muerte son inseparables y cada vez que la primera pierde significación, la segunda se vuelve intrascendente. La muerte mexicana es el espejo de la vida de los mexicanos. Ante ambas el mexicano se cierra, las ignora.

fotografía de José Migueles.
(© Flickr)
El desprecio de la muerte no está reñido con el culto que le profesamos. Ella está presente en nuestras fiestas, en nuestros juegos, en nuestros amores y en nuestros pensamientos. Morir y matar son ideas que pocas veces nos abandonan. La muerte nos seduce. La fascinación que ejerce sobre nosotros quizá brote de nuestro her- metismo y de la furia con que lo rompemos […].
Por otra parte, la muerte nos venga de la vida, la desnuda de todas sus vanidades y pretensiones y la convierte en lo que es: unos huesos mondos y una mueca espantable. Es un mundo cerrado y sin salida, en donde todo es muerte, lo único valioso es la muerte. Pero afirmamos algo negativo. Calaveras de azúcar o de papel de China, esqueletos coloridos de fuegos de artificio, nuestras representaciones populares son siempre burla de la vida, afirmación de la nadería e insignificancia de la humana existencia. Adornamos nuestras casas con cráneos, comemos el día de los Difuntos panes que fingen huesos y nos divierten canciones y chascarrillos en los que ríe la muerte pelona, pero toda esa fanfarrona familiaridad no nos dispensa de la pregunta que todos nos hacemos: ¿qué es la muerte? No hemos inventado una nueva respuesta.”
Calaveras de azúcar decoradas,
una de las características del
Día de Muertos en México.
(Fuente: http://www.taringa.net/posts/info
/3832239/El-Dia-De-Los-Muertos.html)
una de las características del
Día de Muertos en México.
(Fuente: http://www.taringa.net/posts/info
/3832239/El-Dia-De-Los-Muertos.html)
Al transeúnte, esas consideraciones acerca de la idiosincrasia del pueblo mexicano le hacen reflexionar sobre el sentido de las muertes violentas que se producen en México, de las que casi a diario dan cuenta los medios de comunicación. ¿Tienen algo que ver con esa indiferencia ante la muerte a la que alude Octavio Paz o se trata de algo ajeno a ello, a una simple y vulgar delincuencia vinculada a tráficos diversos y clanes enfrentados? En cualquier caso, las palabras del escritor mexicano le parecen significativas para entender ciertas mentalidades, o al menos intentarlo. Pocos como él han entrado tan profundamente en el alma mexicana.
* Octavio Paz: El Laberinto de la Soledad. México, Fondo de Cultura Económica, segunda edición, revisada y aumentada, 1959. La edición que ha manejado el transeúnte es la novena reimpresión, del año 1981.