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06 junio 2016

Clara Castán Ibarz: crónica epistolar del fracaso de un desamor

Clara Castán Ibarz
(Foto 
© José Miguel Calvo)

El transeúnte advierte que esto no es una reseña, o al menos una reseña al uso, sino una apreciación personal y subjetiva, apoyada en algunas muletas, de Verde mar del norte [1], opera prima de Clara Castán Ibarz (Huesca, 1991), quien ha admitido que cada lector hará su interpretación de la obra, caracterizada por una escritura fragmentaria y lapidaria en la que la autora se ha vaciado por dentro, como señaló Óscar Sipán al presentar el libro. Este transeúnte se atreve incluso a afirmar que cada capítulo se puede leer independientemente de los demás, como si de un relato breve se tratara, al modo –salvando distancias, por muchas razones, y sobre todo la intención– de Rayuela, la famosa “contranovela” de Cortázar (¿por qué será que se le ocurre, de repente, cierta relación entre esta y aquella obra?).

Hace más de medio año que al transeúnte le obsesiona este libro, desde que lo leyó por primera vez, a trompicones, durante un viaje. Y lo ha vuelto a leer dos más, y mantiene sus dudas al querer clasificarlo cabalmente entre los géneros de la prosa literaria. Porque Verde mar del norte ¿se puede considerar realmente una novela? Y si lo es, ¿entraría en el género de la novela epistolar? Sí y no, como explicará.

Antes de entrar en el contenido del libro, permitidle a este transeúnte que refiera un par de ideas que le acudieron a la mente desde que conoció el título, cuando lo anunció la prometedora editorial zaragozana Pregunta, detrás de la cual hallamos la contundente respuesta de una intrépida y entusiasta pareja que, ante (y pese a) las dificultades del momento, se lanzó hace unos cuatro años a una arriesgada aventura que ha prosperado y se ha enriquecido (literariamente, claro) gracias a su envidiable tenacidad.

Lo primero que le pasó por la cabeza al transeúnte fue una relación de parentesco entre ese título y el de uno de los libros que mejor recuerdo le han dejado: Verde acqua, de Marisa Madieri [2], la escritora italiana nacida y criada en Fiume, aquella ciudad adriática que había pertenecido al Imperio austrohúngaro donde se hablaba italiano, croata, húngaro, alemán y el dialecto istriano, que después de la segunda guerra mundial quedó integrada en Yugoslavia con el nombre de Rijeka y ahora es el puerto más activo de Croacia. Relación instintiva que se disolvió como un azucarillo en cuanto se zambulló en la lectura del libro de Clara Castán, porque aunque algo tengan en común (recuerdos cromáticos de infancia: para Madieri “verde agua” era el color de un vestido; para Clara, “verde mar del norte” el de un coche familiar), el contenido y el estilo de las obras distan años luz.

Lo segundo es que, después de leer los primeros capítulos, en el recuerdo del transeúnte apareció una sombra que le hizo retroceder a su ya bastante lejana infancia en la Barcelona gris y humillada de los primeros años cincuenta. No se han borrado de su memoria visual unas plaquitas fijadas a la madera del interior de los tranvías: en unas decía “Prohibido escupir” y en otras, “Prohibida la blasfemia y la palabra soez”. Supo pronto lo que era la blasfemia por lo que un cura de enhiesta enjutez explicaba en las clases de religión, pero tardó años en comprender qué significa soez.

Verde mar del norte, en aquel contexto, hubiera sido considerado un libro soez y, en cierto modo, blasfemo en términos morales, absolutamente repudiable e impublicable. Clara Castán no se reprime en ningún momento y utiliza libre y espontáneamente un lenguaje “vulgar” –por volver de alguna manera, terminológicamente, al contexto, incluso de hace muy pocas décadas– en una serie de cartas, no queda claro a primera vista si reales o ficticias, que escribe y recibe la protagonista. El uso del mismo registro lingüístico en unas y otras lleva a deducir pronto que todas son fruto de la misma mano, es decir, que la protagonista escribe a dos supuestos examantes suyos y luego se pone en el lugar de cada uno de ellos para responderse a sí misma (de ahí el dilema del transeúnte sobre lo que debe entenderse por literatura epistolar). Así pues, las voces del imaginario triángulo amoroso acaban siendo, por una parte, un delirante soliloquio, y por otra, como se va descubriendo a medida que se avanza en la lectura, la evidencia de un doble desamor fracasado en el que incluso se producen (supuestos o deseados) encuentros físicos entre los personajes.

En ningún momento la autora revela datos de esos personajes: ni edad, ni procedencia geográfica o social, ni historia civil… Son seres anónimos cuyas vivencias, en el libro, se centran principalmente en lo mejor y lo peor de las relaciones amorosas, en la “suciedad” de las pasiones, en su ternura a veces y, a menudo, en su agresividad y sus resentimientos y, sobre todo, en sus fracasos personales. Sin olvidar, por supuesto, el indudable trasfondo de nostalgia de la protagonista.

Antón Castro definió en poquísimas palabras este libro, en las páginas del Heraldo de Aragón, como “una novela experimental y poética, turbulenta, a veces con ecos de Duras y otras de Bukowski, en torno a los amores intensos, desgarradores y peligrosos, con cierta crudeza sexual, y vivida a tres bandas”. En cuanto a las influencias literarias, la autora parece dudar con respecto a la Marguerite Duras y ha citado, en cambio, La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera.

Por su parte, en el mismo diario zaragozano Ángel Petisme escribió una excelente reseña crítica titulada “Mundo líquido y desamor”, en la que empieza hablando de su primera reacción al comenzar la lectura: la de que se “estaba metiendo en un gran Maelstrom emocional, el remolino succionador de la corriente de marea más fuerte del mundo en Noruega”. Es difícil describir con más contundencia y efectividad esa sensación. Añade que “Clara Castán en su ópera prima apuesta valiente y honestamente por sí misma, por su adicción a la escritura sin concesiones ni imposturas”. Y opina que Verde mar del norte “es una ‘nouvelle’, una novela corta excelente, llena de fuerza, cruda, carnal, con muchos registros. Poética y sucia a la vez, violenta y tierna”. Acto seguido apunta a lo que el transeúnte ha dicho más arriba: “Me acordé de Natalia Ginzburg –curioso, otra escritora italiana– y su novela epistolar Caro Michele, donde todos escriben pero es claro un cierto nivel de monologuismo donde nadie parece comunicarse verdaderamente con nadie”.

Petisme va más allá y llega a una conclusión sociológica: “Eso me lleva al presente, tecnológicamente analfabeto, a la decadencia más absoluta de la palabra y por tanto al empobrecimiento del modo de pensar, en que estamos habituados a la comunicación instantánea”. Quizá la inmersión en ese “mundo líquido” que tan sabiamente nos ha revelado Zygmunt Bauman tenga que ver con el hecho de que Clara Castán estudie Filosofía Pura…

Tanto Antón Castro como Ángel Petisme aluden a los aspectos poéticos de esta obra que, sinceramente, este transeúnte no supo apreciar hasta su tercera lectura, absorbido como estaba por la atención que requiere no perderse en la abstracción y el ritmo del pensamiento de la protagonista, y no despistarse a la hora de saber quién es el personaje al que escribe o del que (supuestamente) recibe cada carta.

Clara Castán firmando en la Feria del Libro de Zaragoza (junio de 2016).
(Foto © David Francisco)

Algo tendrá el agua cuando la bendicen, según el dicho popular; algo tendrá esta obra cuando invita a leerla hasta tres veces, lo cual no significa que este transeúnte haya acabado de captar su intención última, si la hay, más allá de una legítima y valiente provocación literaria. Ángel Petisme, sin embargo, da una clave que el lector no debe perder de vista: “Verde mar del norte es el lugar donde escapar, el paraíso, el lugar donde estábamos bien y sin preocupaciones ni miedos. Y esa pérdida, el paso de la infancia y la adolescencia a la edad adulta, se traduce en diferentes cromatismos. Hay veces que no existe el ‘verde mar del norte’, simplemente el mundo es gris”.


[1] Clara Castán Ibarz: Verde mar del norte. Pregunta Ediciones, Zaragoza, 2015.
[2] Se encuentra en traducción castellana de Valeria Bergalli (Verde agua) y catalana, a cargo de Marta Hernández (Verd aigua), publicadas ambas versiones por Editorial Minúscula de Barcelona el año 2010.

12 agosto 2011

La voz a otros debida: Algunas impresiones de Henry James desde Venecia (1869)

El puente veneciano de Rialto en la década de 1860 (fotografía anónima).
(© Sammlung Herzog, Basel)

El escritor estadounidense Henry James (Nueva York, 15 de abril de 1843 – Londres, 28 de febrero de 1916) pasó largas temporadas en Europa, gracias a la situación económicamente privilegiada de su familia, y un año antes de su muerte, establecido en Londres, adquirió la nacionalidad británica.

Retrato de juventud
de Henry James.


James fue también un apasionado viajero y un enamorado de Italia, sobre todo de la Toscana y de Venecia. Dejó constancia de ello en su libro Italian Hours (1909) [1] y en su abundante correspondencia, la cual se empezó a publicar a partir de 1920. Se conservan más de 10.400 cartas suyas, depositadas en distintas bibliotecas, que pese a no estar destinadas a la publicación (había pedido a su albacea, su sobrino Harry, que a su muerte fueran quemadas, deseo expresado incluso en su obra The Aspern Papers [2], que no se cumplió) se han ido sacando a la luz.

Henry James se distinguió precisamente por su elegante y a la vez directo estilo epistolar. El texto reproducido a continuación procede de la edición cuidada por Leon Edel de su correspondecia (¡siempre llena de incisos!), traducida y publicada parcialmente en el libro Cartas desde Venecia por Miguel Ángel Martínez-Cabeza. [3]



Venecia es magníficamente bella y en gran medida, según mi percepción, es la Venecia del romance y la fantasía. Recuerdo que Taine habla en alguna parte de “Venecia y Oxford, las dos ciudades más pintorescas de Europa”. Personalmente prefiero Oxford: me transmitió cosas más profundas y valiosas que nada de lo que he aprendido aquí [4]. Es como si hubiese nacido en Boston: aunque mi vida dependiera de ello, no podría rendirme plenamente al Genio de Italia, o al Espíritu del Sur –o lo que sea que uno pueda llamar a la maldita cosa–; pero sin embargo lo siento en todos mis latidos. Si pudiera hablar en vez de escribir te contaría mil cosas de mis últimos días en Suiza, en especial mi descenso de los Alpes –aquel extraordinario día de verano en la montaña del Simplón donde contemplé la inmensidad y olí Italia desde la distancia–. Este tono italiano de las cosas que percibí entonces se ha depositado en mi alma y va adquiriendo un peso creciente, pero yace como una masa fría y ajena –nunca absorbida ni hecha propia–. El significado de esta imagen soberbia es que creo que nunca veré a Italia –a Venecia, por ejemplo– sino desde fuera; mientras que en Oxford y en Inglaterra en general me pareció que respiraba el aire de casa. Ruskin recomienda al viajero [5] que vaya a menudo y sin prisa a cierta sala gloriosa del Palacio Ducal donde Paolo Veronés se recrea en los techos y Tintoretto ruge en las paredes porque “en ninguna otra parte se adentrará tan profundamente en el corazón de Venecia”. Pero siento que si pudiera quedarme sentado ahí para siempre (tal como hice esta mañana durante un buen rato) sólo seguiría sintiendo más y más mi inexorable americanidad. Como yanqui quejica y picajoso, sin embargo, disfruto profundamente de las cosas. […] Lo primero que llama la atención, cuando uno se pone a recapitular después de haber estado en el Palacio Ducal y la Academia, es que con diferencia no se ha estado tanto viendo pinturas como pintores. […]

La batalla de Argenta, pintada por Jacopo Robusti (conocido
como Tintoretto) entre 1579 y 1582 en el techo de la Sala del Maggior
Consiglio del Palacio Ducal de Venecia.


Más tarde fui en góndola hasta el Lido para contemplar por última vez el Adriático. Era una tarde gloriosa y estuve paseando junto al mar casi dos horas oyendo su murmullo. Me sorprendió más que nunca el parecido de Venecia –sobre todo esa parte– con Newport. La misma atmósfera, la misma luminosidad. Estar aquí viendo el Adriático con la cadena de islas bajas en el horizonte fue igual que mirar el mar desde una de las playas de Newport con Narragansett en la distancia. He visto el Atlántico tan azul y tranquilo, ¡tan musical, casi! Si las palabras no fueran tan estúpidas y desvaídas, fratello mio, y las oraciones tan interminables y la caligrafía tan difícil, me gustaría obsequiarte con otra docena de páginas sobre este paraíso acuoso. Lee la Italia de Teófilo Gautier: trata sobre todo de Venecia. Tengo curiosidad por saber cómo permanecerá esta quincena encantada en mi memoria dentro de quince años –pues aunque me he acostumbrado absurdamente a todo, no obstante se mantiene una corriente subterránea palpable de profundo deleite–. Las góndolas te miman haciendo difícil volver a la vida ordinaria. Para empezar, en ellas alcanza la perfección el placer indolente. El asiento es tan suave y mullido y adormecedor, y el movimiento tan dulcemente elástico y continuo, que aun cuando te llevan a lo largo de millas de pesada oscuridad te parece la diversión más deliciosa. Además, cuando te elevan en el aire sonrosado por estas veredas líquidas bajo los balcones de palacios tan encantadores en diseño y gusto como lastimosos en su abandono y decadencia, puedes imaginarte que es mejor que caminar por Broodway.


(Fragmentos de la carta dirigida por Henry James a su hermano Bill, escrita entre los días 25 y 26 de septiembre de 1869 desde el Hotel Barberi de Venecia.)

[1] Parte de esta obra fue publicada en español en 2008 por Abada Editores de Madrid con el título Horas venecianas (edición y traducción de Miguel Ángel Martínez-Cabeza).

[2] The Aspern Papers se publicó en 1888. Se puede encontrar en versión española: Los papeles de Aspern, traducción de Catalina Martínez Muñoz. Alba Editorial, Barcelona, 2009.
[3] Henry James: Cartas desde Venecia. Edición y traducción de Miguel Ángel Martínez-Cabeza. Abada Editores, Madrid, 2011. Leon Edel publicó las Henry James Letters en cuatro volúmenes (The Belknap Press of Harvard University Press, 1974-1984).

[4] “Más adelante HJ cambiaría de opinión en favor de Venecia”, dice el traductor y editor de esta edición española en nota al pie.

[5] En su primera obra, Modern Painters (1843), traducida parcialmente al español por Carmen de Burgos con el título Los pintores modernos. El paisaje. Editorial Prometeo, Valencia, 1913.