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09 mayo 2014

Juan Mosco, monje vagabundo y extraordinario cronista bizantino

El monasterio de Mor Gabriel, en el sudeste de Anatolia.
(Foto © Hubert Longépé)

Siguiendo las huellas del monje anacoreta Juan Mosco, se supone que nacido en Damasco antes del año 550 y muerto probablemente en Roma en el 619, 
el escritor escocés William Dalrymple emprendió un largo viaje a través de las tierras del antiguo Imperio bizantino, cuyas experiencias relata en su voluminosa obra From the Holy Mountain: A Journey in the Shadow of Byzantium (1997), donde narra con minuciosidad las vicisitudes de los cristianos de Oriente desde los tiempos más antiguos hasta el siglo XX.

Juan Mosco dejó una obra fundamental para conocer la historia de aquellas comunidades en su época: el Λειμών (‘Leimon’), muy divulgado durante toda la Edad Media, que no sería traducido y editado hasta siglos más tarde, primero en latín por el teólogo y humanista italiano Ambrogio Traversari (Venecia, 1475) con el título Pratum spirituale, y mucho después (1624) en francés, a partir de la versión latina, por Fronton du Duc con el título Pré spirituel.

El manuscrito del Prado espiritual (que en la primera edición española, debida a Juan Basilio Sanctoro, publicada en Madrid en 1674, se presenta como “Recopilado de autores antiguos clarissimos y Santos Doctores”), se custodia actualmente en el monasterio ortodoxo de Iviron, en el Monte Athos. Hacia allí dirigió sus primeros pasos Dalrymple y consiguió, con una pequeña estratagema, tenerlo en sus manos.

Después de ingresar en el monasterio palestino de San Teodosio, Mosco vivió durante diez años entre los eremitas del valle del Jordán y, junto con su discípulo Sofronio (que más tarde sería nombrado patriarca de Jerusalén) viajó por Siria, Cilicia, Egipto y las islas del Egeo. Tras la ocupación de Jerusalén por los persas (614) tuvo que refugiarse en Constantinopla y finalmente en Roma.

Los dos fragmentos que se reproducen a continuación están tomados de la edición española de la obra de Dalrymple. [1]

Albert Lázaro-Tinaut


El Imperio bizantino en tiempos de Justiniano (siglo VI).


El periplo de Juan Mosco por el Mediterráneo oriental

Si en la primavera del año 578 hubierais estado sentados en un cerro mirando hacia Belén, habríais divisado dos figuras con cayado en la mano que salían del gran monasterio de San Teodosio en el desierto. Ambos (un monje anciano de barba canosa, acompañado por otro monje que parecía mucho más joven, erguido y quizá un poco adusto, atajaban en dirección sureste por los prados de Judea hacia la metrópoli fabulosamente rica de Alejandría.

Sofronio representado como patriarca de Jerusalén y santo en un icono bizantino.(Fuente: www.conocereisdeverdad.org)

Era el inicio de un viaje extraordinario que llevó a Juan Mosco y a su discípulo Sofronio el sofista en un arco por todo el mundo bizantino oriental. Se proponían recoger la sabiduría de los padres del desierto, de los sabios y los místicos del Oriente bizantino, antes que su frágil mundo, que se hallaba en avanzado estado de decadencia, se desmoronara al fin y desapareciera. El fruto de sus viajes fue el libro que tenía ante mí en aquel momento. Hoy es un texto bastante desconocido en Occidente, pero hace mil años se contaba entre los libros más famosos de toda la gran literatura de Bizancio.

Los caravasares bizantinos eran bastante rústicos y la aristocracia provincial griega no disfrutaba recibiendo visitas. Según el escritor bizantino Cecaumeno “es un error celebrar reuniones sociales, porque los invitados se limitan a criticar tu gobierno de la casa e intentan seducir a tu esposa”. Así que allá donde iban, los dos viajeros se alojaban en monasterios, cuevas y ermitas remotas, y comían frugalmente con los monjes y los ascetas. Y parece ser que Juan Mosco anotaba en todos los lugares los relatos que oía de los dichos de los padres y demás anécdotas e historias milagrosas.

Una katisma, sencillísima construcción donde se solía refugiar un solo monje eremita.

Mosco extremó la tradición ortodoxa del monje vagabundo. En Occidente, 
al menos desde que san Benito impuso el voto de estabilidad a principios del siglo VI, los monjes casi siempre permanecían enclaustrados en sus celdas. Pero en las iglesias orientales, lo mismo que en el hinduismo y el budismo, 
ha existido siempre la tradición de que los monjes puedan ir libremente de 
un gurú a otro gurú, de un maestro espiritual a otro maestro espiritual, recogiendo la sabiduría y los consejos de cada uno de ellos como hacen aún los sadhus indios. Los monjes ortodoxos griegos todavía no hacen voto de estabilidad. Y si después de haber vivido un tiempo en un monasterio deciden que desean sentarse a los pies de otro maestro en un monasterio distinto, seguramente en un lugar de Grecia diferente (o de hecho en el Sinaí o en Tierra Santa), entonces, son libres de hacerlo así.

Cubierta de la primera edición
española del 
Prado espiritual
(Madrid, 1674).

El Prado espiritual es una colección de los dichos, anécdotas e historias sagradas más memorables que Mosco recogió en sus viajes, y su escritura corresponde a una larga tradición de reunir apotegmas o máximas de los Padres. No obstante, los escritos de Mosco son infinitamente más evocadores, gráficos e irónicos que los de cualquiera de sus rivales contemporáneos, y constituyen casi el único ejemplo del género que ha llegado a nosotros y que aún puede leerse con verdadero placer.

Y es que además de transmitir un mensaje espiritual todavía convincente, su lectura resulta también a otro nivel tan amena como la de un libro de viajes fascinante. Mosco hizo lo que hace hoy el moderno escritor de libros de viajes: recorrió el mundo en busca de historias extrañas y sorprendentes relatos de viajeros. En realidad su libro puede leerse como la gran obra maestra de la literatura de viajes bizantina, ya que su autor, además de ser un escritor divertido y lleno de vitalidad, cuenta una historia extraordinaria.

Leyendo entre líneas las memorias de Juan Mosco, es evidente que él y su compañero viajaron en una época peligrosa. Tras el fracaso del gran intento de Justiniano de restablecer el imperio, Bizancio se había visto sometida al ataque de ávaros, eslavos, godos y lombardos por el oeste; de oleadas de nómadas del desierto cada vez más numerosas y de las legiones de la Persia sasánida por el este. Las grandes ciudades del Mediterráneo oriental se hallaban en rápida decadencia: en Antioquía, las cabañas de refugiados llenaban el centro de las anchas avenidas romanas que habían sido en tiempos un hervidero de actividad y comercio. En los otros importantes puertos mediterráneos (Tiro, Sidón, Beirut, Seleucia) apenas había actividad; muchos estaban retrocediendo a la condición de aldeas de pescadores.


El monasterio bizantino de San Bishoy, en Uadi el-Natrum (Egipto).
(Fuente: Mundo monástico, enero de 2014)


En el monasterio de Mor Gabriel [2]

Por primera vez duermo en un monasterio en el que podría haberse alojado Juan Mosco, y oigo los mismos cantos del siglo V, entonados bajo los mismos mosaicos. Frente a mí se alza el muro de la que quizá sea la iglesia más antigua de Anatolia que sigue abierta. La construyó el emperador Anastasio en el año 512: antes que Santa Sofía, antes que Ravena, antes que el Monte Sinaí. […]

Entrada del monasterio de Mor Gabriel.
(Foto © Cihan / European Syriac Union)

El día en Mor Gabriel empieza a las cinco y cuarto con el toque de las campanas del monasterio que anuncian los maitines. Después de cuatro días de haber disfrutado de la hospitalidad de los monjes y haberme quedado a dormir hasta tarde, me pareció que sería adecuado hacer acto de presencia. Así que esta mañana cuando empezaron a repicar las campanas, en vez de taparme la cabeza con el almohadón más a mano, me levanté, me vestí a la luz de la lámpara y me abrí paso por el patio vacío siguiendo el eco del canto monástico.

Todavía era de noche, el alba apenas había empezado a apuntar en
el horizonte. Estaban encendidas todas las lámparas de la iglesia y proyectaban una débil luz titilante sobre los antiguos mosaicos bizantinos del coro. Dejé los zapatos en la puerta y me quedé al fondo de la iglesia. A mi izquierda, cuatro monjas con faldas y blusas negras se arrodillaban en una alfombrilla de junco. Delante de mí había una fila de niños que escuchaban a un monje anciano. Lucía una larga barba patriarcal y cantaba el texto de un enorme códice manuscrito, colocado en un facistol de piedra al norte del presbiterio. Cada frase llegaba a un tono culminante y luego bajaba hasta una conclusión casi inaudible.

Inscripción en alfabeto siríaco en Mor Gabriel.
(Fuente: www.morgabriel.org)

La iglesia empezó a llenarse; al poco rato, la fila de niños ocupaba toda la longitud de la nave. Llegó otro monje, el padre Ciriaco, y se dirigió al presbiterio. Empezó a cantar junto a otro facistol repitiendo el canto del monje anciano: el primer monje entonaba una frase que pasaba a Ciriaco, que la repetía y la pasaba a su vez. 
El canto iba de un facistol a otro, rápidas sílabas de arameo ligadas en una sola elisión de canto sacro.

Algunos de los chicos mayores se habían acercado a los facistoles y permanecían de pie detrás de los monjes, y cantaban con ellos. El coro continuó, tan profundo y resonante como el gregoriano pero con un aire más oriental; las modulaciones monódicas, extrañamente escurridizas, reverberaban bajo las retumbantes bóvedas bizantinas.

Al poco rato, una mano invisible descorrió las cortinas del presbiterio; un muchacho que sujetaba un incensario humeante hizo resonar sus cadenas. Toda la congregación inició una larga serie de postraciones: los fieles se arrodillaban y bajaban la cabeza hasta el suelo, de modo que desde atrás sólo se veía una hilera de traseros empinados. Lo único que diferenciaba el culto del que podría celebrarse en una mezquita era que los fieles se santiguaban una y otra vez mientras realizaban las postraciones. Así rezaban los primeros cristianos, exactamente como lo describe Mosco en el Prado espiritual. Parece que en el siglo VI los musulmanes tomaron sus técnicas de culto de 
la práctica cristiana existente. El Islam y los cristianos orientales han conservado la convención cristiana primitiva; los cristianos occidentales son los que han roto con la sagrada tradición.


Ceremonia religiosa siríaca en el monasterio de Mor Gabriel.
(Fuente: www.morgabriel.org)


[1] William Dalrymple: Desde el Monte Santo. Viaje a la sombra de Bizancio. Traducción de Ángela Pérez. Ediciones Península, Barcelona, 2000. 558 páginas.

[2] Mor Gabriel, cerca de la localidad de Midyat (en el sudeste de la península de Anatolia, muy cerca de la frontera de Turquía con Siria) es el monasterio siríaco más antiguo que se conserva. El cristianismo siríaco mantiene las tradiciones más primitivas, así como la lengua aramea (uno de cuyos dialectos, 
al parecer, era el que hablaba Jesús) como lengua de culto. 


Clicad sobre las imágenes para ampliarlas.


01 noviembre 2010

El Día de Todos los Santos: la muerte como objeto de culto y de fiesta (con México en el horizonte)

La Catrina o Calavera Garbancera, según una ilustración del año 1913
del caricaturista mexicano José Guadalupe Posada (1852-1913).
La Catrina, bautizada así el por el muralista Diego Rivera, es una metáfora
irónica de la clase social alta antes de la Revolución mexicana, y acabó
convirtiéndose en el símbolo de la muerte en el Día de Muertos.


La antigua celebración cristiana para honrar a los muertos tiene su origen en las persecuciones a los seguidores de Cristo por parte de los emperadores romanos, persecuciones que alcanzaron el momento culminante en el siglo IV, bajo Diocleciano, Maximiano, Galerio y Constancio. El bulo de que los cristianos practicaban la magia negra, el canibalismo y el incesto había hecho afirmar al historiador y político Tácito (55-120) que en el espíritu de éstos anidaba el odium generis humani (odio al género humano).


Detalle de los relieves del sarcófago
paleocristiano de San Justo de la Vega
que representa la persecución
de los primeros cristianos.

(© Museo Arqueológico Nacional, Madrid)


La Iglesia primitiva, víctima de esas persecuciones, consideró un deber honrar a sus mártires, y ya en aquella época estableció el domingo anterior a la fiesta de Pentecostés como día para venerar a las víctimas de los edictos imperiales, que poco después serían elevadas a la categoría de santos. Fue el papa Gregorio III, en el siglo VIII, quien estableció la fecha del 1 de noviembre como Día de Todos los Santos, y dedicó a éstos una capilla en la antigua basílica de San Pedro de Roma.

En los últimos decenios, esta fiesta ha ido decayendo en muchos países –sustituida sobre todo por el Halloween estadounidense–, mientras que en otros es un día especialmente señalado. Así ocurre en México, cuyo célebre Día de Muertos, que la Unesco declaró Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad (juntamente con otras fiestas indígenas dedicadas a los muertos; ved aquí), no es más que la actualización de una antigua festividad anterior a la cristianización.

El transeúnte recuperó hace poco un libro de su admirado Octavio Paz, que había leído hace años; un libro que el escritor dedica especialmente a la mexicanidad: El Laberinto de la Soledad.* Su tercer capítulo, “Todos los santos, día de los muertos”, pretende, precisa- mente, explicar los motivos de esa fiesta que para los mexicanos trasciende la tradición cristiana.

“El solitario mexicano ama las fiestas y las reuniones públicas. Todo es ocasión para reunirse. Cualquier pretexto es bueno para interrum- pir la marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres y acontecimientos” –dice Paz, y prosigue–. “Somos un pueblo ritual. Y esa tendencia beneficia a nuestra imaginación tanto como a nuestra sensibilidad, siempre afinadas y despiertas. El arte de la Fiesta, envilecido en casi todas partes, se conserva intacto entre nosotros.”

Octavio Paz.

Y unas páginas más adelante entra de lleno, con su admirable estilo literario, en la celebración a la que se refiere ahora el transeúnte: “La muerte es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida. Toda esa abigarrada confusión de actos, omisiones, arrepentimientos y tentativas –obras y sobras– que es cada vida, encuentra en la muerte ya que no sentido o explicación, fin. Frente a ella nuestra vida se dibuja e inmoviliza. Antes de desmoronarse y hundirse en la nada, se esculpe y vuelve forma inmutable: ya no cambiaremos sino para desaparecer. […] Para los antiguos mexicanos la oposición entre muerte y vida no era tan absoluta como para nosotros. La vida se prolongaba en la muerte. Y a la inversa. La muerte no era el fin natural de la vida, sino fase de un ciclo infinito. Vida, muerte y resurrección eran estadios de un proceso cósmico, que se repetía insaciable”.

Y luego, tras varias consideraciones al respecto y enlazadas con la cristianización de los mexicanos, insiste en la vigencia de aquellas antiguas creencias: “La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida. El mexicano no solamente postula la intrascendencia del morir, sino la del vivir. Nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexiones populares manifiestan de una manera inequívoca que la muerte no nos asusta porque ‘la vida nos ha curado de espantos’. Morir es natural y hasta deseable; cuanto más pronto, mejor. Nuestra indiferencia ante la muerte es la otra cara de nuestra indiferencia ante la vida. Matamos porque la vida, la nuestra y la ajena, carece de valor. Y es natural que así ocurra: vida y muerte son inseparables y cada vez que la primera pierde significación, la segunda se vuelve intrascendente. La muerte mexicana es el espejo de la vida de los mexicanos. Ante ambas el mexicano se cierra, las ignora.

México: Patria y Muerte,
fotografía de José Migueles.

(© Flickr)

El desprecio de la muerte no está reñido con el culto que le profesamos. Ella está presente en nuestras fiestas, en nuestros juegos, en nuestros amores y en nuestros pensamientos. Morir y matar son ideas que pocas veces nos abandonan. La muerte nos seduce. La fascinación que ejerce sobre nosotros quizá brote de nuestro her- metismo y de la furia con que lo rompemos […].

Por otra parte, la muerte nos venga de la vida, la desnuda de todas sus vanidades y pretensiones y la convierte en lo que es: unos huesos mondos y una mueca espantable. Es un mundo cerrado y sin salida, en donde todo es muerte, lo único valioso es la muerte. Pero afirmamos algo negativo. Calaveras de azúcar o de papel de China, esqueletos coloridos de fuegos de artificio, nuestras representaciones populares son siempre burla de la vida, afirmación de la nadería e insignificancia de la humana existencia. Adornamos nuestras casas con cráneos, comemos el día de los Difuntos panes que fingen huesos y nos divierten canciones y chascarrillos en los que ríe la muerte pelona, pero toda esa fanfarrona familiaridad no nos dispensa de la pregunta que todos nos hacemos: ¿qué es la muerte? No hemos inventado una nueva respuesta.”

Calaveras de azúcar decoradas,
una de las características del
Día de Muertos en México.

(Fuente: http://www.taringa.net/posts/info
/3832239/El-Dia-De-Los-Muertos.html)


Al transeúnte, esas consideraciones acerca de la idiosincrasia del pueblo mexicano le hacen reflexionar sobre el sentido de las muertes violentas que se producen en México, de las que casi a diario dan cuenta los medios de comunicación. ¿Tienen algo que ver con esa indiferencia ante la muerte a la que alude Octavio Paz o se trata de algo ajeno a ello, a una simple y vulgar delincuencia vinculada a tráficos diversos y clanes enfrentados? En cualquier caso, las palabras del escritor mexicano le parecen significativas para entender ciertas mentalidades, o al menos intentarlo. Pocos como él han entrado tan profundamente en el alma mexicana.



* Octavio Paz: El Laberinto de la Soledad. México, Fondo de Cultura Económica, segunda edición, revisada y aumentada, 1959. La edición que ha manejado el transeúnte es la novena reimpresión, del año 1981.