(© Cheena Gringo / Inside Lakeside, 2012)
El
prestigioso intelectual francés George Steiner (París, 1929), filósofo, crítico
literario, comparatista y hombre de mentalidad abierta a muchas otras esferas y realidades, cuya extensa obra ensayística y literaria está escrita mayormente
en inglés, reflexiona sobre Europa en un librito que publicó, esta vez en
francés, en 2005: Une certaine idée de
l’Europe.
George Steiner.
(© AGF, 2010)
(© AGF, 2010)
El transeúnte cree que resulta interesante conocer ciertos puntos de vista suyos sobre
el Viejo Continente, especialmente ahora, en estos tiempos de convulsiones y de tanta incertidumbre. De ahí que haya escogido un fragmento del libro
mencionado y lo reproduzca de su edición española [1]: no deja de ser curioso ese
enfoque de Steiner sobre la “idea de Europa” a partir de su personal perspectiva filosófico-literaria y geográfico-paisajística, sin menospreciar la mundana.
La idea de Europa
Por George Steiner
Europa
está compuesta de cafés. Éstos se extienden desde el café favorito de Pessoa en
Lisboa hasta los cafés de Odesa frecuentados por los gangsters de Isaak Bábel. Van desde los cafés de Copenhague ante
los cuales pasaba Kierkegaard en sus concentrados paseos hasta los mostradores
de Palermo. No hay cafés primeros ni determinados en Moscú, que es ya un
suburbio de Asia. Muy pocos en Inglaterra después de una moda pasajera en el
siglo XVIII. Ninguno en Norteamérica fuera del puesto avanzado galo de New
Orleans. Si trazamos el mapa de los cafés, tendremos uno de los indicadores
esenciales de la “idea de Europa”.
Kierkegaard caminando por Copenhague.
(Fuente: Acta Kierkegaadiana)
(Fuente: Acta Kierkegaadiana)
El café
es un lugar para la cita y la conspiración, para el debate intelectual y para
el cotilleo, para el flâneur y para
el poeta y el metafísico con su cuaderno. Está abierto a todos; sin embargo, es
también un club, una masonería de reconocimiento político o artístico-literario
y de presencia programática. Una taza de café, una copa de vino, un té con ron
proporcionan un local en el que trabajar, soñar, jugar al ajedrez o simplemente
mantenerse caliente todo el día. Es el club del espíritu y la poste-restante de los homeless. [2]
En el
Milán de Stendhal, en la Venecia de Casanova, en el París de Baudelaire, el
café albergó a la oposición política que existía, al liberalismo clandestino.
Tres cafés principales de la Viena imperial y de entreguerras ofrecieron el
ágora, el centro de la elocuencia y la rivalidad, a escuelas contrapuestas de
estética y economía política, de psicoanálisis y filosofía. Quienes quisieran
conocer a Freud o a Karl Kraus, a Musil o a Carnap, sabían exactamente en qué
café buscarlos, a qué Stammtisch
[mesa] se sentaban. Danton y Robespierre se reunieron por última vez en el Procope. Cuando las
luces se apagaron en Europa, en agosto de 1914, Jaurès fue asesinado en un
café. En un café de Ginebra escribe Lenin su tratado sobre el empirocriticismo
y juega al ajedrez con Trotski.
Tertulia en el Café Griensteidl de Viena, abierto en 1847
y frecuentado por filósofos, escritores, artistas y músicos
(fotografía publicada en Die vornehme Welt en enero de 1897).
Obsérvense
las diferencias ontológicas. Un pub inglés,
un bar irlandés tienen su propia aura y sus mitologías. ¿Qué sería de la
literatura irlandesa sin los bares de Dublín? Si no hubiera existido la Museum
Tavern, ¿dónde se habría tropezado el Dr. Watson con Sherlock Holmes? Pero no
son cafés. No tienen mesas de ajedrez, ni periódicos gratuitos en sus perchas,
a disposición de los clientes. Sólo muy recientemente se ha convertido el propio
café en una costumbre pública en Gran Bretaña, y conserva su halo italiano.
El pub Museum Tavern de Londres.
(Fuente: Travels with Beer, 2011)
El bar americano desempeña un papel vital en la literatura y el eros
norteamericano, en el carisma icónico de Scott Futzgerald y Humphrey Bogart. La
historia del jazz es inseparable de él. Pero el bar americano es un santuario
de luz tenue, incluso de oscuridad. Retumba con la música, muchas veces
ensordecedora. Su sociología, su tejido psicológico, están impregnados de
sexualidad, de la presencia de mujeres, bien sea esperada, soñada o real. Nadie
escribe tomos sobre fenomenología en la mesa de un bar americano (compárese con
Sartre). Hay que pedir nuevas bebidas si uno quiere seguir siendo bienvenido.
Hay “gorilas” para expulsar a los no deseados. Cada uno de estos rasgos define
un ethos radicalmente distinto del
propio del Café Central, el Deux Magots o el Florian. “Habrá mitología mientras
haya mendigos”, dijo Walter Benjamin, un apasionado entendido en cafés y
peregrino entre ellos. Mientras haya cafés, la “idea de Europa” tendrá
contenido.
Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir
en el Café des Deux Magots de París.
(Fuente: Bonjour du Monde, 2014)
Europa ha sido y es paseada. Esto
es fundamental. La cartografía de Europa tiene su origen en las capacidades de
los pies humanos, es lo que se considera sus horizontes. Los hombres y mujeres
europeos han caminado por sus mapas, de aldea en aldea, de pueblo en pueblo, de
ciudad en ciudad. La mayoría de las veces, las distancias poseen una escala
humana, pueden ser dominadas por el viajero a pie, por el peregrino a
Compostela, por el promeneur, ya sea
solitario, ya gregario. Hay trechos de terreno árido, intimidatorio; hay
ciénagas; se elevan altas cumbres. Pero ninguna de estas cosas constituye un
obstáculo definitivo. No hay Sáharas, no hay Badlands, no hay tundras
impracticables. Los tramos montañosos tienen sus refugios, como los parques
tienen sus bancos. Los Holzwege de Heidegger guían por el más
tenebroso de los bosques. Europa no tiene ningún Valle de la Muerte, ninguna Amazonia,
ningún outback intransitable para
el viajero.
La cosecha, de Vincent Van Gogh (1888).
(© Museo Van Gogh, Ámsterdam)
Este hecho determina una relación esencial entre la humanidad europea y su
paisaje. Metafóricamente –pero también materialmente–, ese paisaje ha sido
moldeado, humanizado por pies y manos. Como en ninguna otra parte del planeta,
a las costas, campos, bosques y colinas de Europa, desde La Coruña hasta San
Petersburgo, desde Estocolmo hasta Messina, les ha dado forma no tanto el
tiempo cronológico como el humano e histórico. En el borde del glaciar está
sentado Manfredo. Chateaubriand
declama en los cabos peñascosos. Nuestros campos, estén cubiertos de nieve o en
el amarillo mediodía del verano, son los que conocieron Brueghel o Monet o Van
Gogh. Los bosques más umbríos contienen ninfas y hadas, ogros o pintorescos
ermitaños. Al viajero nunca le parece estar muy lejos del campanario del
próximo pueblo. Desde tiempo inmemorial, los ríos han tenido vados incluso para
bueyes, “Oxfords” [3], y puentes para bailar en ellos, como el de Avignon. Las
bellezas de Europa son totalmente inseparables de la pátina del tiempo
humanizado.
Traducción
de María Condor
[1]
George Steiner: La idea de Europa.
Traducción (del inglés: The Idea of
Europe) de María Condor. Ediciones Siruela, Madrid, agosto de 2005. La
edición original, en francés, fue publicada por Actes Sud, Arles, el 30 de
marzo de 2005.
[2] La lista de correos o apartado postal de las personas sin hogar, los
sintecho.
[3] La etimología de Oxford, en
inglés, es "where the oxen ford" (“donde los bueyes vadean”).
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