Hay perspectivas sobre algunas realidades que se ciñen a la evidencia más superficial, por lo que el enfoque de la personalidad y la obra del franco-canadiense Marcel Duchamp (1887-1968) que presentamos a continuación quebranta los esquemas tópicos, que lo muestran solo como artista polémico, “rompedor” entre los vanguardistas, para relacionarlo con la literatura y el pensamiento de su tiempo (o, más exactamente, con las referencias literarias –y no solo esas– que influyeron en él), lo cual nos permite una aproximación diferente e interesante a este hombre, más polifacético de lo que puedan pensar quienes no se han acercado suficientemente a su biografía, ni a la esencia de su arte conceptual, ni han ido mucho más allá de su célebre, cuestionada, provocativa y transgresora Fuente (la más famosa de sus ready-mades), de su Rueda de bicicleta o del bigote que le pintó a la Monna Lisa (ya que Duchamp fue, según Alain Badiou*, “un auténtico parteaguas, único en la historia del arte, entre modernidad y posmodernidad, entre arte moderno y el supuesto ‘arte contemporáneo’”). Poca gente se ha parado a considerar, además, su obra como filósofo, novelista, dramaturgo, ajedrecista… y matemático.
Albert Lázaro-Tinaut
Duchamp, por Man Ray. |
Marcel Duchamp, un artista bajo el signo de la bisagra
Por Beatriz García Guirado
A Duchamp a veces se lo define como un “artista literario”, no porque hubiera leído muchos libros, sino porque gran parte de las ideas de las que partían sus obras eran como poemas sinestésicos, en donde los juegos fonéticos, las aliteraciones, los calambures y demás figuras retóricas se asociaban de formas imposibles para generar no un único significado sino infinitos, no solo a partir de la superposición de imágenes y objetos, también en sus títulos e incluso en las cajas de instrucciones que acompañan (o resignifican) sus obras. Como Arthur Rimbaud escribió en Las cartas del vidente (1871), lo que Duchamp buscaba era algo parecido a “alcanzar lo desconocido por el desarreglo de los sentidos”, o lo que es lo mismo, librar al artista de la petulancia de creerse el creador último de nada para ser el médium en un ménage à trois con la obra y el espectador. Algo que también aprendió de Mallarmé, para quien el lenguaje era “la cosa” y su contrario, y tal vez del propio Baudelaire, que veía el mundo como un texto en movimiento escrito en un idioma secreto en donde cada página era la traducción y la metamorfosis de otra, y así sucesivamente.
Básicamente, la chispa de toda la literatura posmoderna y una
inagotable fuente de interpretaciones para la crítica y la academia, que sigue
tejiendo hilos narrativos en torno a sus obras, algunos de ellos perversos,
fascinantes y ¡noir! Ahora todos somos detectives escrutando la escena de un
“crimen bisagra” que una vez (creemos haber) resuelto nos convierte a su vez en
cómplices de su perpetración. Como antecedentes literarios (y a tenor de los
tiempos, quizás incluso “penales”), la lectura de Duchamp de Jules Laforgue, Alfred Jarry (muso ubuesco de algunos
de los más notables vanguardistas, incluyendo a Picasso) y Raymond Roussel.
Pero mejor
analicemos los hechos:
Desnudo bajando una escalera N. 2 |
En
el año 1912, el rechazo de su obra Desnudo bajando una escalera N. 2 en
el Salon des Indépendants de París por parte del círculo cubista, a quienes le
parecía una broma de mal gusto que ¡un desnudo bajase una escalera! –un desnudo
se agacha, un desnudo… en fin–, sume a Marcel en una crisis vital que lo
llevaría a apartarse de cualquier rebaño por muy vanguardista que fuera,
renunciar a vivir del arte y refugiarse durante dos años en la Biblioteca de
Santa Genoveva, formándose y trabajando como bibliotecario “en prácticas”.
Los detectives académicos suelen decir que la época comprendida entre 1913
y 1914 fueron los grandes años de lecturas de Duchamp, que aprovechó los
tiempos muertos para leer filosofía y montones de libros sobre perspectiva,
especialmente renacentista.
Los primeros esbozos para su Desnudo los había realizado inspirados en poemas de Jules Laforgue, especialmente “Encore à cet astre”, donde se dedica a burlarse del sol como representante, dirá Pedro Alberto Cruz Sánchez en su libro Duchamp y la literatura,(1) del desgastado “antiguo régimen” intelectual, que es la casa del Padre, de la luz, el positivismo científico y lo masculino, por contraposición a la luna –“la sombra y lo femenino”–. Todo muy oriental y jungiano… ¿no es cierto? De hecho, esta dicotomía entre lo masculino y lo femenino (solar y lunar) fue la base de esa nueva arquitectura visual que daría lugar a su revolucionario Gran Vidrio (La novia desnudada por los solteros, 1922-43), que el escritor Octavio Paz definió en Water writes always in plural como un enigma a descifrar, donde el acto de mirar se convierte en un rito de iniciación que nos enlaza con algo muy antiguo, la conexión entre las vírgenes (la novia) y la máquina (el acertijo).
Pero,
además, Duchamp tomó del simbolista Laforgue, muy denostado en su época por
experimentar con el verso libre y abordar con un humor muy ácido lo que para el
ciudadano “de bien” eran pilares (el matrimonio, la familia, el amor
romántico…), una ironía que acabaría superando. Al tiempo que se inspiró en los
títulos de sus composiciones, que le hacían mucha gracia a Marcel, y el modo en
que Laforgue satirizaba a los personajes literarios y de la antigüedad en sus Moralidades
legendarias (1887), donde convierte por ejemplo, al príncipe Hamlet de
Shakespeare en un total gilipollas. Y si eso era posible, ¿por qué no
atreverse a ponerle bigote y perilla a la Monna Lisa? Su herencia está
presente en obras como L.H.O.O.Q (1919), acrónimo que desglosado
viene a decir: “Elle a chaud au cul” (‘Ella tiene el culo caliente’).
Curiosamente,
Laforgue era de origen uruguayo, igual que el conde de Lautréamont, autor
de Los cantos de Maldoror (1869) y considerado el gran profeta de los
surrealistas, junto al marqués de Sade. Si bien Duchamp iría siempre por
libre, algo que aprendió de leer a Max Stirner, padre del
egoísmo filosófico, parte de esa obsesión con los crímenes sangrientos que
ponían a prueba el doble rasero de una sociedad en donde había violencias más
legítimas que otras –las muertes durante la Primera Guerra Mundial versus los
asesinatos callejeros recogidos en las noticias de sucesos o faits-divers–,
sí que debió influirle. No solo en el uso recurrente de maniquíes (“mujeres
desmontables”), como la muñeca con delantal y un grifo adherido al muslo con la
que decoró en 1945 el escaparate de Gotham Book Mart de
Nueva York con motivo de la publicación de Arcane 17, de André Breton,
sino también (o sobre todo), en su obra definitiva: Étant donnés (1946-66).
El escaparate de Gotham Book Mart con la muñeca de Duchamp. |
Investigadores como el profesor Jean-Michel Rabaté han creído ver en la mujer desnuda de vagina deforme que sostiene una lámpara de gas en la mano tras la puerta voyeur de E. D. un guiño a uno de los crímenes no resueltos más famosos de la historia de Estados Unidos: el asesinato en 1947 de Elizabeth Short, apodada La Dalia Negra. Rabaté sostiene que Duchamp pudo haberse inspirado en las fotografías que aparecieron en la prensa sensacionalista de la época, donde el cadáver de Short yacía diseccionado y torturado en un terreno baldío de Los Ángeles, aunque su cuerpo fue convenientemente cubierto con una manta aerografiada para no escandalizar más de lo preciso. También apunta, citando a Steve Hodel(2), autor de una serie de true crimes con los que Freud se lo pasaría teta, que incluso pudo tener acceso a imágenes no censuradas del asesinato e información sobre el mismo que solo conocían unos pocos. Por supuesto, también aborda otras hipótesis… Lo increíble del caso aquí es cómo la vida (y la muerte) se pliegan sobre el arte y el arte vuelve a plegarse sobre la vida. Y, de hecho, cuando tras la muerte de Duchamp la enorme instalación en la que trabajó más de veinte años en completo secreto fue trasladada al Museo de Arte de Filadelfia, algunos de los espectadores-testigos que miraron a través del pequeño agujero en la puerta aseguraron que parecía un cadáver como los que se encuentran en las salas de disección. ¿Era la mujer de Étant donnés la misma novia desnuda (al fin) por los solteros de El Gran Vidrio celebrando el mejor orgasmo de su vida? ¿O una mujer violada y torturada? O todo. ¿Puede una obra convertirse en un catalizador de ficciones que se autorrealizan en la medida en que se escribe sobre ellas?
Étant donnés. |
Mallarmé también reflexionó en su libro Divagaciones (1897) sobre los faits-divers (incendios, secuestros, asesinatos…) inventando el género del poema crítico. La sección dedicada a los mismos abría con la siguiente frase: “Nadie, finalmente, escapa del periodismo”.
Ni siquiera el ubuesco padre de la patafísica, Alfred Jarry, quien se había convertido en otra clase de profeta para la vanguardia, un chamán del absurdo, de la ciencia de las soluciones imaginarias y de las leyes que rigen las excepciones, pudo escapar de “cierto” periodismo. Aunque a menudo suele citarse Le Surmâle (‘El supermacho’, 1902) y Gestas y opiniones del doctor Faustroll, patafísico (1911) como las grandes influencias de Duchamp en lo relativo a su humorismo científico y sus juegos de palabras, la extrema libertad del universo duchampiano nos permite, en tanto que detectives, otras asociaciones menos evidentes. Como la que vincula arte, crimen y la llamada “cuarta dimensión” que tanto fascinó a Duchamp: en donde un mundo de tres dimensiones sería la proyección de una realidad cuatridimensional. Es decir, un mundo aparente, un simulacro.
En un artículo titulado “La Chandelle verte and the fait divers” publicado en la revista L’esprit créateur, David F. Bell aborda un aspecto poco conocido de la obra de Jarry como cronista de la vida y la cultura parisina, incluyendo de forma aleatoria sus manifestaciones más extremas (operaciones quirúrgicas, lucha libre, fetichismo ortopédico…), consideradas todas ellas como gestes (gestos o gestas) del espíritu humano. Lo que le llevó a meditar sobre la naturaleza paradójica del concepto de “fait-divers”, noticias que se parecen la una a la otra y que aportan una falsa sensación de comunidad en el lector (este podría ser yo) que lo aíslan aún más. A fin de cuentas, concluye Jarry, ¿no es la noticia una novela, o al menos un relato corto, salido de la brillante imaginación de un reportero? O lo que es lo mismo, una realidad construida.
Las “máquinas eróticas” de Duchamp no hacen más que evidenciar y democratizar el proceso de construcción de la realidad haciendo que nos miremos en un prisma especular: el autor, el personaje, el medio, el receptor e incluso la víctima cuyo cadáver atiborrado de narrativa debe aparecer para que la historia proyecte una ilusión de avance (avenç en catalán, parónima de abans, ‘antes’ –que es lo más que puedo aportar como turista de la obra de Raymond Roussel).
Ahora
que las IA pueden hacer todo lo que nosotros hacíamos más o menos de forma
maquinal, incluso escribir como Raymond Carver, escribir para el “mercado”,
remendar ficciones que funcionen, que sean más de lo mismo con una ligera
variación, lo duchampiano, entendido como errático, “inútil” desde la óptica
de los resultados, una deriva constante, es lo único que va a hacer que sigamos
siendo máquinas diferentes a las máquinas. Quizás la gran aportación
de Duchamp al mundo de la literatura y la creación sea recordarnos que mirar es
mirarnos y que absolutamente todo hace bisagra con todo. Esa es la “cosa”, que
diría David Lynch.
Epitafio en la tumba de Duchamp: "Además, siempre son los otros quienes mueren". |
(1) Pedro Alberto Cruz
Sánchez: Duchamp y la literatura. Editorial Micromegas, Murcia, 2018.
(2) El escritor e investigador policial, Steve Hodel es hijo del médico George Hodel, sospechoso
de la muerte de Elizabeth Short. Se dio a conocer y alcanzó notoriedad con su
primer libro, Black Dahlia Avenger: A Genius for Murder, publicado en 2003 y
ampliado en sucesivas ediciones.
Foto © Diana
Rangel. |
El transeúnte agradece a Beatriz García su amable autorización para
reproducir este artículo, que se publicó originalmente en Zenda el 30 de
mayo de 2023.
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