06 marzo 2022

El matriarcado entre los bijagós de Guinea-Bissau

Grupo de mujeres bijagós de la aldea de Eticoga, Orango Grande.
(Foto © Anna Bové, 2021.)

En Orango Grande, una de las 88 islas que forman el archipiélago atlántico de las Bijagós, a unos 60 kilómetros de la costa de Guinea-Bissau, “las mujeres son esenciales en la base socioreligiosa de la comunidad. Además de encargarse del cuidado de la familia y de la agricultura de subsistencia –los hombres son los responsables del cultivo del arroz y el anacardo–, ellas son la conexión principal con
el mundo espiritual a través de las
okinkas o baloberas, las sacerdotisas bijagós. Si bien es cierto que no
se cumple la idea occidental del matriarcado, la mujer ostenta un lugar preponderante en la sociedad bijagós, de ascendencia matrilineal. Aunque luego ellas no suelen poseer las tierras ni los bienes materiales, sí son quienes heredan”, explica la periodista y viajera Paka Díaz [1].

El texto que sigue pertenece al libro Geheimnisvolle Inseln Tropenafrikas. Das Reich der Bidyogo auf den Bissagos Inseln (1933), del antropólogo y fotógrafo austriaco Hugo Adolf Bernatzik (Viena, 1897-1953) y está tomado de la versión española del mismo, En el reino de los Bidyogo. [2] Y aunque, sin duda, en los noventa años transcurridos desde la publicación del libro la sociedad de la isla ha evolucionado, las tradiciones más arraigadas se conservan: “Las mujeres desde siempre transmiten la educación a las hijas y los hijos, ahora trajinan en el campo, en la recolecta de cacahuetes, en la casa organizando la actividad de la familia y el bienestar, en mariscar ostras y berberechos, en la artesanía de las esteras y los muebles. Su voz es admirada. Los hombres pescan y elaboran el aceite de palma, el barbecho de las tierras y los trabajos que surgen en el campo, en las islas o en la capital Bissau. Ellos quieren tener más protagonismo y así lo han manifestado…”, afirma por su parte la antropóloga Anna Bové [3], que había visitado la isla dieciséis años antes.

Albert Lázaro-Tinaut

Mujeres de Orango trabajando en la confección de esteras.
(Foto © Anna Bové, 2021.)

La expresión “sexo débil” no cuadra en absoluto a los moradores femeninos de Orango. Pronto supe que aquí domina en gran manera el matriarcado. Aquí es la muchacha la que elige al hombre; no hay en Orango doncellas condenadas a la soltería, si el hombre no las encuentra a su gusto. Al contrario, no bien la muchacha ha entrado en la pubertad y ha sido recibida en la tribu (ceremonia que se celebra cada diez años), es decir, apenas ha llegado a la mayor edad, coloca un plato grande de arroz sin condimentar delante de la casa de su elegido. Si el mozo está dispuesto a aceptar el ofrecimiento así formulado de la muchacha, lo manifiesta de la manera más sencilla: se come el arroz y pasa una noche de prueba, según expresión de mi informador, “en camaradería” con la chica. Si a esta le sigue agradando el “compañero”, repite la ceremonia del plato de arroz. Al aceptar el mozo de nuevo, este se va a vivir con la muchacha a la choza que esta levantara con el máximo esmero, y la pareja queda casada… hasta que la esposa, un buen día, saca a la puerta de la choza cuanto pertenece al marido, indicándole con ello que no sigue dispuesta a tolerar por más tiempo el yugo de la comunidad matrimonial.

Pero si en todo momento puede la mujer separarse de su marido a su antojo, los hombres no disfrutan, en absoluto, de semejante derecho. Y ¡ay del hombre que se atreve a rechazar los requerimientos de una muchacha enamorada! Entonces todo el sexo femenino de la isla se solidariza con la ofendida. Una primera negativa es tolerada, aunque a regañadientes; pero si el hombre rechaza por segunda vez el ofrecimiento, no le queda otro recurso que emigrar, si es que alguna vez piensa en casarse, pues en Orango Grande no encontrará ya ninguna muchacha que le considere digno de sus miradas.

Una choza característica de Orango Grande.
(Foto © H. A. Bernatzik.)

Hasta la ceremonia de la pubertad, las muchachas deben abstenerse de todo comercio sexual. No faltan a este precepto, porque están persuadidas de que morirían si lo transgrediesen. En cambio, una vez casadas, no están sujetas lo más mínimo a la fidelidad conyugal. Ningún hombre se atrevería a reprochar a su esposa el que prefiriese pasar la noche con un amigo, pues a la mañana se encontraría con los objetos de su pertenencia ante la puerta de la choza. Y la misma suerte le aguardaría infaliblemente si la indignada esposa le descubriera un adulterio, puesto que el hombre sí está obligado a la fidelidad conyugal.

Estos derechos de las mujeres contribuyen en gran manera al desenvolvimiento de su personalidad, a la par que los hombres, en lo que yo he podido observar cuando menos, manifiestan ante el sexo contrario una timidez verdaderamente pueril. Contrariamente a la mujer, el hombre no tiene derecho en caso alguno a pedir la separación, y únicamente puede volver a casarse cuando su mujer le ha puesto los objetos que le pertenecen ante la puerta de la choza. Ahora bien, en caso de separación, los hijos pertenecen al marido, según me aseguran tres distintos informantes. Los matrimonios ente consanguíneos, incluso entre primos, están prohibidos; solo para el Rey existe una excepción a esta ley.

En la mayoría de las tribus indígenas, pudimos observar que las muchachas y las mujeres jóvenes fueron mantenidas ocultas hasta que los hombres se hubieron cerciorado del carácter pacífico de nuestra expedición. De la ausencia del elemento femenino de una población cabía deducir, incluso con cierta seguridad, las intenciones hostiles de los naturales. Por eso había yo esperado que la presencia de mi esposa en nuestro campamento desvanecería rápidamente aquella desconfianza. Había contado con que los indígenas deducirían de la presencia de una mujer blanca nuestras intenciones pacíficas, y hasta entonces no me había equivocado.

Un grupo de hombres de la isla de Orango Grande.
(Foto © Anna Bové.)

No obstante, en Orango las cosas se presentaban de distinto modo: aquí eran las mujeres los elementos emprendedores de la población. Establecían trato con nosotros ofreciéndonos en venta fruslerías; se peleaban con nuestros mozos y pronto nos visitaron colectivamente en el campamento, considerándonos con curiosidad y regocijo a nosotros, los hombres que pertenecíamos a un mundo extraño para ellas, e informándose de lo que hacíamos y dejábamos de hacer. Con gran pesar mío, empero, muy raramente logré que una u otra se aviniese a hablarme y contestar a mis preguntas.

Aun cuando muy pronto pudimos comprobar que en Etikoka [4] había más hombres de lo que nos pareció cuando llegamos, estos manteníanse alejados y evitaban adrede entrar en contacto con nosotros. Si invitaba a alguno de ellos a sentarse junto a nosotros y contarnos algo de su vida, indefectiblemente tenía algo urgente que hacer y desaparecía con la promesa de volver enseguida, aun cuando ni remotamente abrigaba la intención de cumplirla. Si había tenido la buena fortuna de entablar conversación con un indígena, y por uno u otro motivo había yo de interrumpirla un instante, el indígena desaparecía por regla general. Para encontrarlo de nuevo y renovar la conversación, no valían buenas palabras, ni tabaco, ni dinero.

Pero si yo no apartaba la vista del indígena, de modo que no pudiera escabullirse, casi siempre se negaba a responderme, y hacía de tal modo, que yo me sentía impotente para hacerle hablar. Nunca mentían. En cuanto a los adolescentes, me explicaban con toda ingenuidad que eran todavía demasiado jóvenes para poder responder a mis preguntas, y que ya lo aprendería todo en la escuela de la selva. Los viejos, a su vez, se excusaban con sus hermanos de tribu, sosteniendo que tenían el deber de callarse.

Era más que evidente que, en tales circunstancias, resultaba muy difícil para el profesor Struck hacer mediciones y estudios antropológicos. Con frecuencia, incluso los mismos indígenas con quienes habíamos logrado crear un ambiente de confianza, se negaban a someterse a las prácticas antropométricas, temerosos de ser víctimas de un hechizo.

No salía yo mejor parado con mis fotografías. Apenas las mujeres se daban cuenta de que las observaba, o que llevaba conmigo la temida cajita mágica, ponían pies en polvorosa o se escondían detrás de sus grandes canastos. De todos modos ya sabía yo arreglármelas; procuraba, al efecto, que Takr trabase un interesante diálogo con los indígenas que me proponía fotografiar, mientras yo, con mi teleobjetivo, los fotografiaba sin que tuviesen la más remota sospecha de que eran el blanco de mi aparato.

Mujeres bijagós ocultándose del fotógrafo tras sus canastos.
(Foto © H. A. Bernatzik.)

Notas

[1] Paka Díaz: “Orango, el espejismo de matriarcado que protege la naturaleza de Guinea-Bisáu”, en
El Español, Madrid, 17 de diciembre de 2021.

[2] Hugo Adolf Bernatzik: En el reino de los Bidyogo. Traducción de Francisco Payarols. Revisión por Augusto Panyella, director del Museo Etnográfico de Barcelona. Editorial Labor, Barcelona, 1959.

[3] Anna Bové: “Mis días en la isla de Orango Grande, Guinea Bissau, 16 años después…”, en Matriarcados, Barcelona, 23 de diciembre de 2021.

[4] El nombre actual de la tabanca (aldea), situada al noroeste de la isla de Orango, es Eticoga.

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