Grupo de mujeres bijagós de la aldea de Eticoga, Orango Grande.
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En Orango Grande, una de las 88 islas que forman el archipiélago atlántico de las Bijagós, a unos 60 kilómetros de la costa de Guinea-Bissau, “las mujeres son esenciales en la base socioreligiosa de la comunidad. Además de encargarse del cuidado de la familia y de la agricultura de subsistencia –los hombres son los responsables del cultivo del arroz y el anacardo–, ellas son la conexión principal con
el mundo espiritual a través de las okinkas o baloberas, las sacerdotisas bijagós. Si bien es cierto que no
se cumple la idea occidental del matriarcado, la mujer ostenta un lugar preponderante en la sociedad bijagós, de ascendencia matrilineal. Aunque luego ellas no suelen poseer las tierras ni los bienes materiales, sí son quienes heredan”, explica la periodista y viajera Paka Díaz [1].
El
texto que sigue pertenece al libro Geheimnisvolle
Inseln Tropenafrikas. Das Reich der Bidyogo auf den Bissagos Inseln (1933),
del antropólogo y fotógrafo austriaco Hugo Adolf Bernatzik (Viena, 1897-1953) y
está tomado de la versión española del mismo, En el reino de los Bidyogo.
[2] Y aunque, sin duda, en los noventa años transcurridos desde la publicación
del libro la sociedad de la isla ha evolucionado, las tradiciones más
arraigadas se conservan: “Las mujeres desde siempre transmiten la educación a
las hijas y los hijos, ahora trajinan en el campo, en la recolecta de
cacahuetes, en la casa organizando la actividad de la familia y el bienestar,
en mariscar ostras y berberechos, en la artesanía de las esteras y los muebles.
Su voz es admirada. Los hombres pescan y elaboran el aceite de palma, el barbecho
de las tierras y los trabajos que surgen en el campo, en las islas o en la
capital Bissau. Ellos quieren tener más protagonismo y así lo han manifestado…”,
afirma por su parte la antropóloga Anna Bové [3], que había visitado la isla
dieciséis años antes.
Albert Lázaro-Tinaut
Mujeres de Orango trabajando en la confección de esteras. (Foto © Anna Bové, 2021.) |
Pero
si en todo momento puede la mujer separarse de su marido a su antojo, los
hombres no disfrutan, en absoluto, de semejante derecho. Y ¡ay del hombre que
se atreve a rechazar los requerimientos de una muchacha enamorada! Entonces
todo el sexo femenino de la isla se solidariza con la ofendida. Una primera
negativa es tolerada, aunque a regañadientes; pero si el hombre rechaza por
segunda vez el ofrecimiento, no le queda otro recurso que emigrar, si es que
alguna vez piensa en casarse, pues en Orango Grande no encontrará ya ninguna
muchacha que le considere digno de sus miradas.
Una choza característica de Orango Grande. (Foto © H. A. Bernatzik.) |
Estos
derechos de las mujeres contribuyen en gran manera al desenvolvimiento de su
personalidad, a la par que los hombres, en lo que yo he podido observar cuando
menos, manifiestan ante el sexo contrario una timidez verdaderamente pueril.
Contrariamente a la mujer, el hombre no tiene derecho en caso alguno a pedir la
separación, y únicamente puede volver a casarse cuando su mujer le ha puesto
los objetos que le pertenecen ante la puerta de la choza. Ahora bien, en caso
de separación, los hijos pertenecen al marido, según me aseguran tres distintos
informantes. Los matrimonios ente consanguíneos, incluso entre primos, están
prohibidos; solo para el Rey existe una excepción a esta ley.
En
la mayoría de las tribus indígenas, pudimos observar que las muchachas y las
mujeres jóvenes fueron mantenidas ocultas hasta que los hombres se hubieron
cerciorado del carácter pacífico de nuestra expedición. De la ausencia del
elemento femenino de una población cabía deducir, incluso con cierta seguridad,
las intenciones hostiles de los naturales. Por eso había yo esperado que la
presencia de mi esposa en nuestro campamento desvanecería rápidamente aquella desconfianza.
Había contado con que los indígenas deducirían de la presencia de una mujer
blanca nuestras intenciones pacíficas, y hasta entonces no me había equivocado.
Un grupo de hombres de la isla de Orango Grande. (Foto © Anna Bové.) |
Aun
cuando muy pronto pudimos comprobar que en Etikoka [4] había más hombres de lo
que nos pareció cuando llegamos, estos manteníanse alejados y evitaban adrede
entrar en contacto con nosotros. Si invitaba a alguno de ellos a sentarse junto
a nosotros y contarnos algo de su vida, indefectiblemente tenía algo urgente
que hacer y desaparecía con la promesa de volver enseguida, aun cuando ni
remotamente abrigaba la intención de cumplirla. Si había tenido la buena
fortuna de entablar conversación con un indígena, y por uno u otro motivo había
yo de interrumpirla un instante, el indígena desaparecía por regla general.
Para encontrarlo de nuevo y renovar la conversación, no valían buenas palabras,
ni tabaco, ni dinero.
Pero
si yo no apartaba la vista del indígena, de modo que no pudiera escabullirse,
casi siempre se negaba a responderme, y hacía de tal modo, que yo me sentía
impotente para hacerle hablar. Nunca mentían. En cuanto a los adolescentes, me
explicaban con toda ingenuidad que eran todavía demasiado jóvenes para poder
responder a mis preguntas, y que ya lo aprendería todo en la escuela de la
selva. Los viejos, a su vez, se excusaban con sus hermanos de tribu,
sosteniendo que tenían el deber de callarse.
Era
más que evidente que, en tales circunstancias, resultaba muy difícil para el
profesor Struck hacer mediciones y estudios antropológicos. Con frecuencia,
incluso los mismos indígenas con quienes habíamos logrado crear un ambiente de
confianza, se negaban a someterse a las prácticas antropométricas, temerosos de
ser víctimas de un hechizo.
No
salía yo mejor parado con mis fotografías. Apenas las mujeres se daban cuenta
de que las observaba, o que llevaba conmigo la temida cajita mágica, ponían
pies en polvorosa o se escondían detrás de sus grandes canastos. De todos modos
ya sabía yo arreglármelas; procuraba, al efecto, que Takr trabase un
interesante diálogo con los indígenas que me proponía fotografiar, mientras yo,
con mi teleobjetivo, los fotografiaba sin que tuviesen la más remota sospecha
de que eran el blanco de mi aparato.
Mujeres bijagós ocultándose del fotógrafo tras sus canastos. (Foto © H. A. Bernatzik.) |
Notas
[1] Paka Díaz: “Orango, el espejismo de matriarcado que protege la naturaleza de Guinea-Bisáu”, en El Español, Madrid, 17 de diciembre de 2021.
[2] Hugo Adolf Bernatzik: En el reino de los Bidyogo. Traducción de Francisco Payarols. Revisión por Augusto Panyella, director del Museo Etnográfico de Barcelona. Editorial Labor, Barcelona, 1959.
[3] Anna Bové: “Mis días en la isla de Orango Grande, Guinea Bissau, 16 años después…”, en Matriarcados, Barcelona, 23 de diciembre de 2021.
[4] El nombre actual de la tabanca (aldea), situada al noroeste de la
isla de Orango, es Eticoga.