22 marzo 2014

Herman Melville y los Mares del Sur

Paisaje de la isla de Bora-Bora (Polinesia). Foto © Rachel Thecat.


Si alguien conoció bien los Mares del Sur (es decir, la zona austral del océano Pacífico) cuando cualquier viaje a lugares lejanos era una todavía una arriesgada aventura, fue Herman Melville. Este prolífico escritor, poeta y ensayista, hijo de colonos ingleses por parte de padre, y holandeses por parte de madre, nacido en Nueva York el 1 de agosto de 1819 y fallecido en la misma ciudad el 28 de septiembre de 1891, es universalmente conocido por la más famosa de sus obras,
Moby-Dick (cuyo título original es Moby-Dick; or, The Whale), publicada en 1851 y traducida a numerosísimas lenguas. 

Herman Melville.

Moby-Dick (la impresionante historia de la persecución de una enorme ballena blanca) [1] es, en parte, un relato autobiográfico donde el autor recoge y novela algunas de sus aventuras como tripulante de barcos balleneros que por aquel entonces surcaban las aguas del sur del Pacífico. Muchas de las pequeñas islas que conforman la actual Oceanía fueron refugios para Melville [2].

El texto que se reproduce a continuación pertenece a una de las numerosas conferencias que Melville dictó, una y otra vez, entre 1858 y 1860 como precario medio de subsistencia; su vida, en efecto, fue difícil, y tuvo que desempeñar diversos trabajos totalmente ajenos a su vocación como escritor, de la que sacó poco provecho económico: fue marinero, profesor cuando se le presentaba la ocasión, granjero e incluso inspector de aduanas. Como ha sido frecuente en muchos otros escritores, su obra más divulgada –la mencionada Moby-Dick– no se popularizaría hasta después de su muerte. 


Cubierta de la edición original de Moby-Dick;
or, The Whale
 (Nueva York, 1851).

Viajero impenitente, llevado por la necesidad, Melville “recorrió el Pacífico y profundizó en él como pocos […]. Nos habla de su propia historia como navegante, experiencia que dio lugar a inolvidables obras, que se contaron, en vida del autor, entre las pocas que le hicieron popular. Nos traslada a los pobladores de esas islas paradisíacas y, antropólogo adelantado a su tiempo, critica el etnocentrismo de los occidentales y la prepotencia que pretendía la superioridad de ‘nuestra civilización’ frente a la de aquellas culturas felices en su sencillez”, como se dice en el prólogo del libro Viajar [3] del que se ha extraído este fragmento.

Melville dejó varias novelas memorables ambientadas en los Mares del Sur: Typee: A Peep at Polynesian Life (1846), Omoo: A Narrative of Adventures in the South Seas (1847), Mardi: And a Voyage Thither (1849), Redburn: His First Voyage (1849), White-Jacket: or, The World in a Man-of-War (1850) y otra de sus obras más significativas, el largo relato Benito Cereno (1855).

Cuando Melville hablaba de ellas, las tierras oceánicas todavía no eran totalmente conocidas por los geógrafos, que a menudo acudían a los relatos de los aventureros, como él mismo, para ir trazando un mapa aproximado de aquella extensa región marítima. De ahí las palabras iniciales de este texto.

Albert Lázaro-Tinaut


Caza de ballenas, según un óleo del pintor inglés Alex Tadyf fechado en 1849.


Los Mares del Sur

En los Mares del Sur se descubren sin cesar nuevas y extrañas islas. Y existen otras, desconocidas, sobre las cuales nuestros mapas son tan vírgenes como el mundo en la época de Platón, cuando las columnas de Hércules eran el límite occidental del universo. Existen en la naturaleza numerosos lugares a los cuales un hombre podría retirarse y vivir, durante años, tan aislado del resto del mundo como un habitante de otro planeta.


Una pequeña isla del archipiélago
de Palau, en Micronesia.


Aquella misteriosa región escondió durante un tiempo a los filibusteros que saqueaban el comercio español y protegió durante varios años a Christian, el rebelde del Bounty [4]. Tras una vida de exilio con el fin de escapar a la ley europea, fue descubierto, encorvado por la edad, en una espléndida colonia rodeado de hijos y nietos mestizos, fruto de sus relaciones con mujeres salvajes en esos bosques siempre verdes, bajo ese cielo siempre sano y en abundancia perpetua de cosechas. En efecto, no es difícil, para un grupo de rebeldes, desaparecer en alguno de esos pequeños mundos, y vivir sin ser descubierto por los navegadores que rara vez llegan más allá de la playa si por azar echan anclas para buscar frutas y agua. Se descubren a veces nuevas colonias de este tipo. […]


Indígenas polinesios a mediados del
siglo XIX. 
(Fuente: blog La fin des temps)

Un grupo de partidarios del Amor Libre de Ohio se planteó instalarse en los Mares del Sur, al igual que los mormones de Salt Lake, que pensaron en estas islas perdidas para crecer y reproducirse. […] Las islas se consideran buenos refugios, con tal que los autóctonos no se opongan a ello. Puedo imaginar, sin embargo, el peligro al que se enfrentan los partidarios del Amor Libre al atracar en las islas de la Polinesia. En cuanto al proyecto antes descrito, el de establecer una colonia de mormones en ciertas islas grandes, para establecer allí sus lazarillos y vivir conforme a sus “instituciones”, los autóctonos resistirían a su injerencia igual que lo hicieron los habitantes de Staten Island con el hospital de la Cuarentena. Si alguien sensato desea apropiarse de una isla deshabitada, adelante, pero no conozco una sola isla habitada, en los cientos de millones de millas cuadradas con las que cuentan los Mares del Sur, de la que esos “filibusteros” no fueran expulsados manu militari por indignados indígenas.


Enfrentamiento de los nativos de Otaheite (Tahití) al explorador inglés Samuel Wallis en 1767, según un grabado de la época.


Mientras nuestros visionarios veían en los Mares del Sur una suerte de Elíseo, los polinesios también tuvieron su sueño, su ideal, su Utopía de Occidente. Del mismo modo que Ponce de León esperaba encontrar en Florida la fuente de la eterna juventud, el místico Kamapiikai abandonó las costas de Hawai, donde su atormentado espíritu le hacía sufrir, con la esperanza de encontrar la fuente de la felicidad y de los seres parecidos a los dioses. Así, navegó hacia el poniente y, como ocurre con todos aquellos que van al Paraíso, todavía no ha vuelto para consolar a la humanidad con sus descubrimientos.


La isla de Maui (Hawai)
en el siglo XIX.

(Fuente: Old-Map-Blog)


Otra extraña búsqueda fue la de Álvaro Mendaña, un audaz capitán español que suscitó en su época tal entusiasmo entre los Dones y las Dueñas de la corte que muchos de ellos se unieron a su expedición. Estaba convencido de poder encontrar el Ofir [5] fenicio del rey Hiram y de poder conseguir más tesoros de los que había necesitado Salomón para embellecer su templo. Al cabo de varios meses de viaje nutrido de esperanzas, no encontraron las minas de Mammon, y el pobre capitán, agonizante, fue sumergido en la soledad de un mar insondable. Sus discípulos volvieron a Perú, fuertemente impresionados por la verdad de estas palabras del rey hebreo: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”. Se bautizó como Salomón a un grupo de islas, en recuerdo de este acontecimiento.

Hay dos lugares en el mundo en los que un hombre puede hacer desaparecer su vida y su hacienda: la ciudad de Londres y los Mares del Sur. Cruzando el Pacífico, es habitual encontrarse con hombres blancos instalados allí de forma permanente, y otros que esperan poder volver algún día. Numerosos navegantes considerados desaparecidos siguen vivos en alguna de las islas de este océano, y eso pese a que algunos de ellos encontraran el reposo en sus tumbas o fueran devorados por los peces.

Vivienda característica de la isla de Guam (Micronesia) a finales del siglo XIX. (Fuente: islasdelpacifico.wordpress.com)

He tenido la suerte de conocer a varios, tras un viaje de cinco largos meses en alta mar, al desembarcar en una isla solitaria en busca de frutas. Los soñadores indígenas se hallaban recostados sobre un talud, con la mirada perdida en la inmensidad, moviéndose apenas de sus esteras cuando llegamos, pues ya habían visto hombres blancos, Y ahí, en esa isla lejana, entre sus sesenta y setenta indolentes habitantes, conocimos a un americano que se había instalado y parecía perfectamente integrado. Lo cierto es que no parecía muy limpio, con su taparrabos y unos pocos jirones de capa que colgaban de sus hombros como señales de angustia; una angustia a la cual, según nos pareció, la diligencia asidua de tres mujeres debería haber puesto remedio –pues el bienaventurado gentleman mal vestido poseía, en efecto, tres mujeres–. Durante nuestra conversación, nuestro respetable exiliado de la civilización dio señales de una inteligencia poco común. Afirmó haber ocupado una cátedra de Filosofía moral en una universidad de su región, que evitó cuidadosamente mencionar. Se hallaba ahora satisfecho con su vida tranquila y ociosa, lejos de los tumultos de la incesante ambición.

Diversas y singulares son las formas en que los marineros desaparecen en los Mares del Sur. Algunos son arrojados al agua, otros son abandonados en la playa por capitanes sin escrúpulos, otros pierden la vida en peleas… Algunos se unen a esta clase de aventureros conocidos bajo el apelativo de “trilladores de arenal”, que infestan las orillas del Pacífico. Esta denominación se da por el hecho de que merodean por las playas y parecen siempre a punto de embarcar o desembarcar, dispuestos a todo: a la guerra en Perú, a la caza de la ballena o al matrimonio con una princesa polinesia. Fueron de los primeros en viajar a California en la época de la fiebre del oro y originaron extrañas anécdotas que fueron publicadas en los diarios. Es, en gran medida, por ellos por lo que se creó allí el Comité de Vigilancia.

Guerreros melanesios en la segunda mitad del
siglo XIX. 
(Fuente: fmnc.forumpro.fr)

He conocido a más de un viejo marinero en los Mares del Sur, quizá no lo suficientemente instruido como para escribir, pero que podría contar sobre estas regiones historias aún más extrañas de lo que ya se ha escrito.
Typee y Omoo no ofrecen más que una ojeada general a excepción, quizá, de aquella parte en la que se describe la larga captura en el valle de Taipi. Si hubiese tenido tiempo, me hubiera gustado relatar una antigua leyenda tradicional polinesia, especialmente dedicada a las mujeres de la audiencia [6], pues se trata de la leyenda amorosa de Kamekamehaha, Tahiti y Otaheite, que fue pronunciada por el rey de una de esas islas y posee toda la belleza, la extrañeza y la audacia de las fábulas griegas.


El océano desde la isla de Taha’a, en el archipiélago polinesio de la Sociedad. (Fuente: Tuswallpapers)


[1] La historia narrada por Melville en esta novela bien pudo inspirarse en la de un cachalote albino, conocido como Mocha Dick, que vivió en aguas del sudeste de Chile a principios del siglo XIX. En la tradición oral mapuche encontramos, en efecto, el mito del “Trempulcahue”, un grupo de cuatro ballenas que llevan el alma de los mapuches que mueren hasta la isla de Mocha. Sin duda, el autor conocía esa leyenda.

[2] Carlos Fernández resume la aventurera biografía de Melville en un interesante artículo publicado en el diario La voz de Galicia, accesible a través de este enlace.
[3] Herman Melville: Viajar. Traducción de Elisabeth Falomir Archambault. Gadir Editorial, Madrid, 2011.
[4] El Bounty era un velero de la armada inglesa cuya tripulación se amotinó en las proximidades de la isla de Tahití en abril de 1789. Esa historia fue recogida por Jules Verne en el relato Les Révoltés de la Bounty, publicado en 1879, y adaptada por otros autores. También fue llevada varias veces al cine.
[5] Ofir es una región mencionada en la Biblia, supuestamente localizada en las tierras orientales del Mediterráneo o en la península Arábiga, famosa por sus inmensas riquezas.
[6] Recuérdese que este es un fragmento de una conferencia; se refiere, pues, a las mujeres que le escuchan.


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