25 abril 2010

Flashes: En Leiden con Paul Celan


Cuando el transeúnte visitó la ciudad holandesa de Leiden, hace dos años y medio, descubrió que en las paredes de varios edificios próximos a la Universidad se reproducían poemas de unos cuantos poetas universales, como este de Paul Celan (perteneciente a su libro Die Niemandsrose [‘La rosa de nadie’], de 1963), del que transcribe la traducción castellana de José Luis Reina Palazón*:

MEDIODÍA CON CIRCO Y CIUDADELA


En Brest ante los anillos en llamas,

en la carpa que al tigre vio saltar,

allí te oí, finitud, que cantabas,

allí te vi, Mandelstamm.


Sobre la rada el cielo colgante,

la gaviota sobre la grua vino a estar.

Lo infinito cantaba, lo constante, –
tú, cañonera, te llamas “Baobab”.


Saludé a la tricolor

con una rusa palabra –

Lo perdido no se perdió,

el corazón, fuerte plaza.


Tal vez en otra ocasión hable de Leiden; ahora, sin embargo, el transeúnte quiere detenerse brevemente en la figura de Paul Celan, uno de los mayores poetas del siglo XX, un judío asquenazí cuyo verdadero nombre era Paul Antschel, en su alemán familiar, o Ancel, en rumano, apellido éste con el que formó el anagrama de su seudónimo.


Celan nació en Czernowitz, una ciudad periférica del entonces Imperio austrohúngaro, el 23 de octubre de 1920, y se suicidó en París, arrojándose al Sena desde el puente Mirabeau, el 20 de abril de 1970. Czernowitz era entonces una ciudad de la Bucovina rumana (su nombre, en rumano, es Cernăuţi), y actualmente pertenece a Ucrania con el nombre eslavizado de Chernivtsi (Чернівці). Lugar de encuentro de culturas, pues en los años de la infancia del escritor convivían allí judíos (que eran mayoría, unos 42.600), rumanos (unos 30.400), alemanes (16.400), ucranianos (11.200), polacos (9000), rusos (1500) y húngaros (600).

Celan recibió su primera educación en hebreo (su padre era un judío sionista y ortodoxo), pero la lengua familiar era el alemán de su madre. Ya en su adolescencia abandonó las ideas sionistas y se aproximó a grupos socialistas judíos que en aquella época apoyaban la causa republicana durante la guerra civil en España. Cuando las tropas alemanas ocuparon su ciudad natal, durante la segunda guerra mundial, sus padres fueron deportados a campos de exterminio, en los que murieron, y él fue enviado a Moldavia y sometido a trabajos forzados. Al finalizar la guerra se estableció en Bucarest, en 1947 fue a Viena, y al año siguiente llegó a Francia. Vivió también en Ginebra (donde trabajó como traductor para las instituciones internacionales), Alemania e Israel.

Escribió en prosa, pero sobre todo poesía, una poesía críptica plagada de referencias bíblicas, en la que solía jugar con las palabras y los sonidos, lo cual dificulta su interpretación y su traducción, por lo que tuvo dificultades para publicarla. También destacó como traductor literario al alemán y el hebreo.

El transeúnte no se detendrá aquí a detallar su biografía y su obra, que pueden encontrarse fácilmente en la red. Sólo mencionará su desencuentro con Martin Heidegger, a causa de la postura de éste ante el nazismo, aunque el pensamiento del alemán pesó mucho sobre su personalidad intelectual, igual que el de Theodor Adorno, con quien también tuvo discrepancias, ya que ninguno de los dos mostró el interés por su obra que él esperaba. Quien sí lo mostró, en cambio, fue George Steiner, el cual lo reconoció como uno de los grandes poetas de su época.

El Holocausto y el exilio marcaron indeleblemente su subconsciente, hasta el punto de lo que lo condujeron a la autodestrucción. Niemend / seugt für den / Zeugen (‘Nadie / testimonia por el / testigo’) , escribió en uno de sus poemas de Atemwende (‘Cambio de aliento’, 1967): tres versos que invitan, sin duda, a reflexionar.

* Paul Celan: Obras completas. Traducción de José Luis Reina Palazón. Prólogo de Carlos Ortega. Editorial Trotta, Madrid, 1999. 4.ª edición, 2004, p. 183.

© de la fotografía inicial: Albert Lázaro-Tinaut.
El retrato de Paul Celan es de autor desconocido.

18 abril 2010

[Marginalia]: Las obsoletas voces de la tribu


Que los humanos somos tribales y recurrimos a nuestra visceralidad instintiva, incluso con el revestimiento, bastante superficial a veces, de esa pátina que denominamos cultura, la cual nos diferencia, juntamente con el uso de la palabra, de los demás animales, no es ninguna novedad. Que la inteligencia parece más desarrollada en los humanos que en la mayoría de las otras especies zoológicas, se ha considerado siempre una evidencia, pero los hechos parecen querer demostrar que no lo es tanto, que se hace un uso bastante restrictivo de ella, probablemente porque la mayoría de los bípedos vestidos no la ha desarrollado del todo y, por tanto, no es capaz de realizar tres funciones fundamentales: pensar, razonar y reflexionar.


Grecia fue la primera gran cuna de la civilización y la cultura occidentales, pero después de la decadencia del mundo helénico las cosas nunca han sido iguales en el más meridional de los países balcánicos. No quiero mencionar unos cuantos hechos histórico-políticos que han caracterizado aquel país en el último siglo, porque en muchos otros se han vivido situaciones similares y, sin duda, más vergonzosas. Quiero referirme únicamente a un acontecimiento reciente que desmerece la cultura y la civilización griegas y pone en entredicho la capacidad de sus estamentos de estar a la altura de las circunstancias, sobre todo teniendo en cuenta que Grecia es miembro de la Unión Europea y que eso obliga, al menos, a guardar las formas.

El 25 de marzo, los griegos celebran su fiesta nacional, el Día de la Independencia. Este año, como de costumbre, hubo una solemne parada militar al final de la cual actuó el coro de la marina, y entre otros himnos y canciones guerreras incluyó una, manifiestamente xenófoba, que ha irritado profundamente a los albaneses. El mundo ha cambiado, Europa ha cambiado, han cambiado profundamente las coyunturas. No había, pues, ninguna necesidad de desenterrar viejas canciones patrióticas como ésta, a menos que a alguien le conviniera actuar malintencionadamente.

El canto militar al que se refiere el transeúnte es uno que contiene estos versos (traducción aproximada): “Griego se nace, no se hace. Derramaremos tu sangre, cerdo albanés. // Será una carnicería, y después reivindicaré nuestra Iglesia hasta que la adoréis. // Los denominan skopiani*, los denominan albaneses. Coseré mis vestidos con su piel”.

Al transeúnte los griegos, como pueblo, le merecen un gran respeto; sin embargo, algunas autoridades del país, probablemente militares, no tienen en cuenta que viven en la Europa del siglo XXI, que la Albania de hoy tiene poco que ver con aquella Albania otomana a la cual se refiere la canción, y nada que ver con la Albania estalinista de Enver Hoxha. Parece que algunos estamentos de la Grecia “europea” deben recorrer todavía un largo camino para alcanzar la realidad de nuestros días y ser capaces de avergonzarse de actitudes xenófobas y provocadoras como ésta.

El destacado escritor albanés Ismail Kadare, tan cercano en su espíritu y en su obra a la cultura griega, que considera parte integrante de su personalidad, ha decidido, como protesta por ese menosprecio a los albaneses, anular su visita a Atenas para participar en un acto académico previsto para el lunes 19 de abril, al cual había sido invitado: “Teniendo en cuenta los últimos acontecimientos, muy desagradables, que se han producido en Atenas, relacionados con el racismo hacia los albaneses, he decidido anular la visita a vuestro país. Conocéis perfectamente mi admiración por la literatura y la cultura griegas, pero considero que en un clima como el que se ha creado, en el cual se hace patente la ausencia de la más mínima pizca de civilización, mi visita sería prematura”, dice Kadare en la carta dirigida a los organizadores del acto en el cual debía participar.

Al transeúnte le parece triste que las lecciones de los grandes pensadores griegos hayan sido olvidadas, precisamente, en las tierras donde nacieron. Le parece muy triste que Europa, en vez de avanzar hacia un acercamiento cordial entre los pueblos y las culturas, se aleje tanto de ese propósito, y que los fantasmas del pasado continúen manifestándose por las calles de la polis.

* Skopiani es, sobre todo, la denominación que dan los griegos a los macedonios (eslavos y albaneses). El nombre de la antigua república yugoslava de Macedonia está aún pendiente de decidir, precisamente, por la negativa del gobierno griego a reconocer el nombre Macedonia.


Créditos:
Fotografía de arriba: © AFSOUTH / NATO.

Fotografía de Ismail Kadare: © ÇdoDitë, Tetovë.


Traducción del catalán: Carlos Vitale.

10 abril 2010

Las cicatrices de la guerra de Bosnia


El 31 de marzo de 2010, el Parlamento de la República de Serbia, claramente dividido, votó una resolución en la cual reconoce y condena la masacre de unos 8000 hombres musulmanes bosnios, en Srebrenica, en el mes de julio de 2005. El debate fue duro y largo, duró más de doce horas y demostró que Serbia aún está dividida entre los que intentan hacer todo lo posible para acercar el país a la Unión Europea (encabezados por el actual presidente de la República, Boris Tadić), y quienes se obstinan en refugiarse en la nostalgia y se niegan a aceptar que Serbia ha perdido la batalla en todos los frentes. “Las dos almas de Serbia, la europeísta y modernizadora y la nacionalista y atávica, se han enfrentado esta semana en el Parlamento de Belgrado”, se lee en el editorial del diario El País del 2 de marzo. Los liberales piensan que esta resolución es poco contundente, mientras que los nacionalistas, que se ausentaron a la hora de las votaciones, consideran que Serbia se ha bajado vergonzosamente los pantalones y ha claudicado ante el resto del mundo. Estos nacionalistas radicales, entre los cuales aún hay una mayoría que reivindica la Gran Serbia y su preponderancia sobre los países vecinos, son “la otra Serbia”, la que estuvo al lado de Slobodan Milošević, la que permitió que Radovan Karadžić permaneciera escondido tantos años y la que impide que otro criminal de guerra, serbobosnio como el anterior, Ratko Mladić, no esté aún sometido a la justicia. La reconciliación entre estas dos Serbias parece, por ahora, imposible.


Estas cuestiones no son nada sencillas de analizar. La tímida resolución del Parlamento serbio es, sin duda, interesada y ha sido aprobada a pesar de las disensiones y el parecer de una parte importante de la opinión pública del país. En ningún momento se ha mencionado la palabra genocidio (que es como el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia definió la masacre de Srebrenica) y, por otra parte, continúa vigente la reivindicación del territorio de la actual República de Kosovo, cuya independencia el gobierno de Serbia se niega a reconocer. El transeúnte cree que en el imaginario de los serbios pesa mucho el mito, que los aleja de la realidad histórica de los últimos veinte años, y también la losa de un victimismo colectivo.


Pero ahora no se trata de juzgar esta decisión política más allá de lo que el transeúnte acaba de decir. Esta noticia viene a cuento para explicar una de las muchas crueldades que se cometieron en las guerras de la antigua Yugoslavia y una de las muchísimas cicatrices que quedaron de ella.



Después de su viaje a Bosnia y Herzegovina, durante el otoño de 2008, el transeúnte conoció en su exilio, en una ciudad mediana situada entre Lyon y los Alpes, a un joven bosnio musulmán que pudo huir de su país y encontró refugio en Francia. Se lo presentaron cuando se acercó, en un bar, a un grupo de hombres que hablaban serbocroata (permitid que el transeúnte utilice esta denominación para la lengua común de serbios, croatas, bosnios y montenegrinos, aunque ahora sea políticamente incorrecto), para intentar establecer conversación, como suele hacer cuando viaja, y les explicó que hacía poco había estado en Bosnia. En aquel grupo de hombres había serbios y croatas. Él era el único bosnio.


Aquel hombre, no muy alto, delgado y nervioso, agitado por diversos tics musculares, en un primer momento se mostró reticente ante la propuesta de hablar de su experiencia durante la guerra de Bosnia, pero de pronto se abrió, con la condición de que no se conociera su auténtico nombre. Se sentaron los dos en un rincón discreto del local, y él pidió al transeúnte que lo llamara Samir, en honor a su padre, que tenía ese nombre. Entre contracciones espasmódicas continuas y cambios repentinos de humor, que lo hacían pasar de la sonrisa a la agresividad (actitud característica de los ciclotímicos), explicó que trabajaba en una relojería, porque había aprendido el oficio de su padre desde que era pequeño, y que su padre había muerto cuando él tenía 16 años, asesinado por un par de soldados serbios borrachos en el patio de su casa, en una pequeña localidad de las cercanías de Sarajevo que no quiso precisar. Esto sucedió cuando el ejército popular yugoslavo (Jugoslavenska narodna armija, JNA, integrado exclusivamente por serbios y montenegrinos) intentaba tomar la ciudad de Sarajevo, a fines de marzo de 1992. Fue uno de los muchos asesinatos a sangre fría cometidos durante aquel horrible conflicto.


Poco a poco, Samir fue relatando lo que sucedió aquel día y durante los días sucesivos. El cuerpo de su padre, ensangrentado, quedó tendido en medio del patio a través del cual se accedía a la vivienda familiar. Desde que los militares enviados por Belgrado, con la venia tácita de las autoridades serbobosnias que, de hecho, habían constituido un gobierno títere que seguía al pie de la letra los dictámenes del régimen nacionalista y expansionista de Milošević, amenazaban la capital de Bosnia y Herzegovina, todo el mundo se había encerrado en su casa, excepto los partidarios de aquella invasión. La de Samir es una narración horripilante, hecha con constantes cambios de tono de voz e interrumpida por largos momentos de silencio. El transeúnte la reconstruye, procurando articularla, a partir de los apuntes que tomó aquella misma noche del mes de enero de 2009:

Cuando oímos los tiros y vimos por la ventana que mi padre yacía en el suelo, mi madre y yo salimos corriendo al patio, mientras mi hermana pequeña sufría un ataque de nervios y chillaba, paralizada. Estábamos a medio camino entre la puerta de casa y el cuerpo de mi padre, y de repente los soldados comenzaron a disparar al aire, entre carcajadas y muecas: “¡Quietos! ¡Media vuelta y a casa!”, nos ordenaron, añadiendo una blasfemia. Mi madre, temblorosa y atemorizada, se detuvo; yo seguí avanzando, y uno de los soldados me apuntó con el fusil, desvió un poco el punto de mira y disparó contra una de las ventanas de casa, haciéndola añicos y rompiendo el vidrio. “¿No lo has oído, hijo de guarra? ¡Venga, a casa o tú serás el siguiente!”

La rabia me carcomía por dentro, habría hecho una locura si mi madre no me hubiera agarrado por la camisa y me hubiera arrastrado hacia casa con una fuerza que no sé de dónde sacó. Yo no sabía si mi padre estaba muerto o sólo herido. Pero mi madre lo tenía bastante claro. Mientras tanto se habían agolpado más soldados en la puerta del patio.


En casa nuestra impotencia nos hizo estallar en llantos desesperados. Desde afuera se oían las carcajadas y las burlas de los soldados, sus insultos y amenazas, entre las cuales hacían la broma de apostar quién de ellos sería el primero en violar a mi hermana; uno dijo: “¡Y a la mujer también!”, y otro, que no podía parar de reír, le replicó al cabo de un momento: “¿No te daría asco follarte a una cerda asquerosa como ésa?”. No queríamos oír todo aquello, yo tenía la sensación de vivir una pesadilla, pensaba que me despertaría sudado y corroído por la angustia… Pero aquello sólo fue el comienzo de una pesadilla mucho más larga.


El francés mal aprendido de Samir hacía difícil la comprensión de algunas de las cosas que decía, sobre todo cuando se excitaba. De vez en cuando mezclaba palabras en su lengua, pero el contexto permitía adivinar qué quería decir. Entonces explicó que aquellos soldados les ordenaron que no salieran de casa por ningún motivo, que se consideraran “prisioneros”.


Al cabo de un rato se marcharon y dejaron a uno solo para vigilarnos, pero más tarde llegaron dos más, que no parecían borrachos, pero que también nos maldijeron como “cerdos musulmanes” y nos pronosticaron que sufriríamos mucho. Y fue cierto, porque el cadáver de mi padre quedó diez días tendido en medio del patio, mirando hacia el cielo, en medio de su sangre reseca, descubierto, mientras se descomponía. Yo no podía dejar de mirar a través de la ventana, y lo veía allí. Al día siguiente de su asesinato llovió y el cuerpo quedó empapado, la sangre medio se licuó. Los soldados nos vigilaban noche y día; a veces los veíamos, otras no. Cuando yo miraba por la ventana me hacían gestos obscenos y reían.


El tercer día, al atardecer, dos de los soldados entraron en el patio, metieron en la boca de mi padre una cola de cerdo, y entre los muslos, a la altura de los genitales, le colocaron una zanahoria. Reían como adolescentes tontos y no paraban de hacer muecas y vociferar obscenidades mirando y señalando el cadáver de mi padre, y mirándome a mí, plantado detrás de la ventana. Yo era el único que se atrevía a mirar por la ventana. Mi madre se quedó en la cama mientras duró lo que para aquellos militares parecía una divertida broma macabra. Mi hermana perdió el habla, y aún hoy no la ha recuperado. Parecía muerta en vida, pálida e inmóvil. Ninguno de los tres comió nada mientras duró aquello, sólo bebíamos agua y zumos de fruta que teníamos en la nevera. Tampoco encendimos el televisor, no sabíamos qué pasaba realmente, pero tanto daba, ya que las informaciones procedían siempre de Belgrado.


¡Diez días con el cadáver de mi padre en el patio! Por mi mente pasaron ideas que prefiero no recordar. Al cabo de diez días llegaron dos hombres de civil y retiraron el cuerpo de mi padre, se lo llevaron. Los soldados habían desaparecido. Salí al patio, pregunté adónde llevarían el cuerpo. Uno, ni tan sólo me miró; el otro se encogió de hombros y no pronunció ni una palabra. Trasladaron el cuerpo de mi padre en una camilla muy sucia, llena de manchas oscuras de sangre reseca y otros humores, hasta una camioneta tronada; les costó arrancarla, y se marcharon. Nunca hemos sabido qué hicieron con el cuerpo de mi padre.


Pocos días más tarde, cuando mi madre y mi hermana se habían recuperado un poco, les dije que debíamos marcharnos. Mientras tanto había comenzado el sitio de Sarajevo, desde casa oíamos, a lo lejos, las explosiones y los tiros, veíamos pasar los aviones. Un día, de madrugada, recogimos unas cuantas cosas esenciales y fuimos hasta el pueblo de al lado, donde vivía otro relojero que había sido amigo de mi padre. Nadie nos detuvo por el camino, no vimos a ningún soldado. Estábamos en un territorio que ahora pertenece a la República Srpska. Aquella familia nos acogió, lloró con nosotros, estuvimos en su casa tres días y medio. A ellos no les había pasado nada, aunque eran musulmanes. Después, cuando ya estábamos en Francia, supimos que los habían asesinado…


Otro largo silencio.


Nos marchamos cuando oscurecía. Nos aconsejaron que fuéramos hacia Goražde [al este de Sarajevo], donde tenían parientes: nos dieron sus señas y una carta para ellos. Nos dijeron que aquella ciudad no había sido ocupada por la Armija. Caminamos durante más de tres días, extenuados. Mi madre no quería continuar, tenía los pies llagados. Mi hermana, de doce años, de golpe se reanimó, ¡creció de repente!, era más fuerte y más tenaz que yo…, pero era incapaz de hablar, nunca ha recuperado el habla, ahora está en un hospital, sometida a tratamiento psiquiátrico. Entre los dos tuvimos que arrastrar a nuestra madre, que lloraba, gemía, nos pedía que la abandonásemos, que Alá ya haría que tuviera una muerte dulce.


Pero no llegamos a Goražde. Por el camino tropezamos con una columna de vehículos blindados con soldados extranjeros
[se refiere, probablemente, a los soldados de la UNPROFOR (United Nations Protection Force), una fuerza de protección instituida por el Consejo de Seguridad de la ONU muy poco antes, hacia febrero de 1992, con el propósito de “crear las condiciones de paz y seguridad necesarias para solucionar la crisis yugoslava”]. Yo me expresaba muy mal en inglés, mi hermana lo conocía bastante mejor, y como no podía hablar escribió en un papel que le dieron los extranjeros cuál era nuestra situación. Gracias a aquellos soldados pudimos salir de Bosnia y llegar a Francia, donde fuimos acogidos como refugiados. Después todo fue bastante fácil. Pero mi madre no se recuperó, murió hace diez meses. ¡Aún era joven, tenía 55 años, pero parecía que tuviera más de 80! Había perdido todos los dientes, el cabello, la piel se le había oscurecido y estaba llena de ampollas…


El transeúnte preguntó a Samir cuáles eran sus sentimientos; él se alteró un poco, levantó la voz y dijo:

¡Yo no quiero odiar! Yo no quiero ser como los que mataron a mi padre, porque ellos lo hicieron con odio. Yo no quiero odiar a nadie, tampoco a los serbios. Quiero que mi país vuelva a ser como antes de la guerra, pero todo el mundo dice que eso será imposible. Pues entonces no volveré nunca más. Pero yo no odio a nadie, no quiero odiar, quiero ser una persona respetable, un buen trabajador, y aquí puedo serlo, aquí las cosas son fáciles. Quiero que mi hermana pueda volver a hablar, los médicos dicen que volverá a hablar, ella está segura de que lo conseguirá, y también podrá trabajar y encontrar un marido.


Y cuando el transeúnte le preguntó si él también había necesitado ayuda psicológica, lo miró fijamente a los ojos y le respondió, ofendido:


¿Crees que después de lo que ha pasado necesito un psicólogo? ¡No, yo he salido adelante, yo he sido fuerte, he sido valiente, no odio a nadie, no tengo rencores, no necesito que me curen de nada! Has visto que estoy con camaradas yugoslavos, serbios, croatas… No los odio, somos amigos. ¡Yo no odio a nadie, no quiero odiar a nadie!


Era evidente que Samir necesitaba, y mucho, asistencia psicológica. El transeúnte no ha vuelto a saber nada de él, que no quiso dejarle ninguna dirección, ningún número de teléfono, ni tan sólo le dijo cuál era su auténtico nombre. Tampoco le permitió que lo fotografiara. De pronto se levantó de la silla, encajó con fuerza la mano del transeúnte y salió rápidamente del bar, se perdió por las calles de la ciudad cuando ya oscurecía. Habían compartido unas cervezas mientras hablaban. Como muchísimos otros musulmanes de Bosnia y Herzegovina, Samir no era un musulmán practicante: el islamismo, para él, era un signo de identidad, como el judaísmo lo es para la mayoría de los judíos que se consideran ateos.




Las guerras acaban casi siempre sin haber resuelto los problemas, como es el caso de la de Bosnia, pero dejan cicatrices profundas en los que las han vivido; unas cicatrices que permanecerán para siempre jamás en su espíritu, porque son indelebles.


Fotografías (clicad encima para ampliarlas):

-Arriba, cartel con un mapa del sitio de Sarajevo.

-Abajo, dos imágenes que muestran las cicatrices que dejó la guerra en Jajce (Bosnia central).


© de las fotografías: Albert Lázaro-Tinaut (octubre de 2008).


Traducción del catalán: Carlos Vitale.

04 abril 2010

((SIN COMENTARIOS))

© EL ROTO. El País, Madrid, 9 de febrero de 2010.